La cara que veía en todas partes

"Franco, para un niño de cinco o seis años, era sobre todo un nombre, y también una voz, la que de vez en cuando se escuchaba en la radio después del pitido de un cornetín" 

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 

Franco estaba casi en todas partes, pero también era una figura en gran medida irreal, remota, a la manera de los monarcas asiáticos. La cara de Franco estaba en todas las monedas, y con diversos colores también en todos los sellos de correos, y la veíamos cada mañana escolar al entrar en el aula, encima de la pizarra, a la derecha del crucifijo. A la izquierda estaba la foto de José Antonio, más joven que Franco, la nariz y la barbilla enfáticas y el pelo engominado como un actor de cine. A Franco lo veíamos también en el noticiario en blanco y negro que daban antes de las películas, aquel NO-DO que nos fastidiaba tanto, y al que nadie hacía caso, y que a los niños nos desconcertaba, porque no acabábamos de distinguir si sus imágenes eran o no de ficción. Franco, en el NO-DO, era un abuelo menudo que llevaba trajes oscuros y sombreros de ala corta, o grandes botas de pescador de río, o uniformes que empaquetaban su figura y la hacían aún más diminutiva. 
 

Propaganda de guerra.

Eran los tiempos anteriores a la televisión, así que nos faltaba la familiaridad visual con las caras de los gobernantes que poco después impusieron los telediarios. Franco, para un niño de cinco o seis años, era sobre todo un nombre, y también una voz, la que de vez en cuando se escuchaba en la radio después del pitido de un cornetín. En la noche del 31 de diciembre Franco daba un discurso en la radio, y su voz era un hilo tembloroso que tenía la misma irrealidad y la misma presencia paradójica de las voces de los locutores y de los cantantes, de los actores que interpretaban los folletines de las tardes. ¿Dónde estaba esa gente a la que escuchábamos tan cerca y a la que no veíamos, que nos hablaba desde el interior misteriosamente iluminado de un aparato cuyo funcionamiento era uno de los grandes enigmas sin explicación que rodeaban nuestra vida? 

Franco estaba en todas partes, y también muy lejos. Mandaba sobre todos nosotros pero tenía un hilo de voz que a veces se perdía entre los ruidos estáticos de la radio. Una vez nos hicieron formar en uno de los grandes patios del colegio, una multitud cuadriculada de mandiles azules, y nos dijeron que Franco iba a venir, o que iba a pasar en su coche delante de nosotros. De pronto hubo un clamor, un mar de vítores y manos agitándose sobre las cabezas pelonas, pero yo era tan pequeño que no pude ver nada, y en unos segundos todo había terminado. 

Franco debía de ser invisible, invisible y todopoderoso, como aquel otro personaje que también daba mucho miedo, Dios. En el colegio, los sábados por la mañana, había una especie de examen espiritual. Nos quedábamos callados en nuestro pupitre, callados y con las manos juntas, como en la iglesia, y por un altavoz que había sobre la pizarra, no lejos de la foto de Franco, escuchábamos al Padre Espiritual, también invisible. El Padre Espiritual, desde el micrófono de su despacho, desgranaba un sermón que escuchábamos al mismo tiempo todos los alumnos y maestros del colegio, en cada una de las aulas, y que resonaba también en los largos corredores vacíos. En el momento del examen de conciencia, en el que el Padre Espiritual iba diciendo la lista de los pecados que podíamos haber cometido esa semana, a fin de que cada cual recapacitara sobre los suyos, había que bajar la cabeza y esconderla entre las manos, cerrando los ojos, supongo que para lograr un máximo de recogimiento. Si uno, aburrido, miraba con disimulo entre la celosía de los dedos cruzados, podía encontrarse con la mirada reprobadora del maestro, pero también con la de Franco, irreal y omnipresente en su fotografía. Mucho más joven en ella que en las imágenes de los noticiarios, como si tuviera la potestad de ser joven y viejo al mismo tiempo, igual que Dios era Dios y era a la vez Jesucristo y el Espíritu Santo, Uno y Trino, decía el catecismo. Un lío. 

Éramos niños católicos y niños franquistas. No conocíamos a nadie que no fuera católico y franquista. Si nuestros mayores sentían algo de disgusto hacia el régimen procuraban mantenerlo en secreto. Durante la misa, el cura solicitaba la protección divina primero para el Papa y para el obispo de la diócesis, y en tercer lugar para "nuestro jefe de Estado, Francisco". El 18 de julio era un día estupendo porque había fiesta y porque la gente recibía una paga extraordinaria. Una vez hubo desfiles de soldados con botas y correajes relucientes y bandas de música, y se inauguró un parque, y la ciudad se llenó de carteles con una foto de Franco sonriente, sentado en un sillón rojo y dorado como un trono. En los carteles, en las banderolas, en las pancartas que colgaban de las calles, se repetía el mismo letrero: 25 años de paz. 

Era 1964: yo tenía siete años y acababa de hacer la primera comunión. El cuerpo y la sangre de Cristo estaban en la delgada oblea de harina que sabía tan raro y que se adhería al paladar. El pan era carne, y el vino era sangre, y Dios veía todo lo que hacíamos, aunque nos creyéramos solos, y adivinaba todos nuestros pensamientos, aunque estuviéramos bien cobijados en la oscuridad del dormitorio, en la dulzura de las mantas. Dios era nuestro Padre que estaba en los Cielos, pero Franco, de algún modo, también era padre de todos nosotros, o más bien abuelo, y estaba en un sitio no menos inimaginable que el Cielo, el Palacio del Pardo, y también era omnipotente y lo sabía y lo veía todo, y velaba por nosotros. En los noticiarios del cine, antes de la película, aparecía a veces jugando con sus nietos, teniéndolos en brazos, a caballito. Pero también sabíamos que había sido un héroe, el general más joven de Europa, a los 33 años, el salvador de España, el que llevaba dándonos 25 años de paz. 

Una vez nos dieron la alegría de anunciarnos que en vez de entrar a clase iríamos al cine, y cruzamos en fila toda la ciudad, encantados de la vida, para ver una película que se titulaba Franco, ese hombre. Era una película rara, porque tenía partes en color y otras en blanco y negro, y porque no era ni de romanos ni del oeste ni de llorar, pero nos gustó bastante a todos, aunque menos que las del Cordobés o las de Marisol o Manolo Escobar. 

El tiempo franquista era el tiempo lento y circular de la infancia. Otra vez las calles se llenaron de carteles y de fotos de Franco, pero ahora la consigna repetida era más corta, y más misteriosa, Franco, sí y también Vota sí. Entonces empezamos a escuchar en la radio y en la escuela la hermética palabra referéndum. Iba a haber un referéndum para aprobar una ley, para decirle sí a Franco, y el maestro nos explicaba los artículos incomprensibles de aquella ley, la Ley Orgánica del Estado. Orgánica era una palabra tan rara como referéndum, y también sonaba a iglesia y a latín, a incienso. Con razón veíamos a Franco en los noticiarios entrando bajo palio en las catedrales, recibido por obispos, mientras sonaban órganos y humeaba el incienso. 

Una mañana el maestro nos dijo que había un concurso: el alumno que llegara a aprenderse de memoria más artículos de la Ley Orgánica del Estado recibiría un premio. Hubo hasta eliminatorias entre cursos rivales. Los niños franquistas nos aprendíamos de memoria aquella prosa indigesta y jurídica, artículo por artículo, y a lo más que llegábamos era a entender alguna palabra suelta, pero tampoco entendíamos el misterio de la Santísima Trinidad, ni el del funcionamiento de la radio, ni el de la transustanciación del pan y el vino de la misa en carne y sangre de Cristo, en el momento hipnótico de la consagración en que el cura alzaba la hostia y sonaba una campanilla y uno, en vez de cerrar los ojos y taparse la cara hundiendo la cabeza en el pecho, se atrevía a levantarlos, a mirar entre los dedos cruzados. 

La final del concurso se celebró en presencia de las autoridades locales: recuerdo una mesa larga en la que había sotanas, camisas azules y corbatas negras, algún uniforme. Recuerdo el gesto aprobador y somnoliento con que me miraba alguno de aquellos jerarcas mientras yo recitaba de carretilla artículos y más artículos de la Ley Orgánica. Entre tantos niños memoriones y franquistas, con mandiles azules y cuellos blancos, repeinados por nuestras madres para la ceremonia, yo debí de ser el más memorión o el más franquista de todos, porque gané el concurso, y me estrechó la mano un señor de pelo negro echado hacia atrás, camisa azul marino y corbata negra. Lo que no recuerdo es en qué consistía el premio. Desde su foto en la pared del salón de actos, a la derecha del crucifijo, Franco me miraba como a un pequeño franquista ejemplar, severo y benevolente al mismo tiempo, como nos miraban las imágenes de los santos en la luz aceitosa de sus capillas. 

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