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Los
testimonios de ese tiempo sombrío A
los 25 años de la muerte de Francisco Franco (20 de noviembre) siguen
apareciendo estudios
que profundizan en las peculiaridades del régimen que presidió
en España durante buena parte del siglo XX. La cruenta dictadura
que salió de la guerra civil se aborda desde perspectivas
muy diferentes,
como muestra
las últimas novedades La
mejor manera de definir el fascismo es, ante todo, escribir su historia,
había escrito Angelo Tasca, y recuerda ahora Enrique Moradiellos
en la presentación de un nuevo manual sobre el régimen de
Franco. Si donde Tasca decía fascismo, decimos nosotros franquismo,
la afirmación será doblemente válida, pues la dictadura
de Franco fue un régimen de tan larga duración y sostenido
en tan diferentes burocracias militar, eclesiástica, fascista que
pretender definir lo que fue en sus comienzos con categorías válidas
para lo que será en sus finales deja siempre la impresión
de que algo no cuadra. Por más que se debata y llevamos discutiendo
ya sobre la misma cuestión la friolera de 35 o 40 años siempre
volvemos a lo mismo: a levantar el inventario de definiciones para acabar
diciendo que no fue ni una cosa ni la otra, sino una especie de híbrido
con una mezcla variable de genes según los vientos que soplaban
por el interior y las circunstancias que lo rodeaban por el exterior. Moradiellos,
devoto de las ideas claras y distintas al modo cartesiano, entiende desde
el principio que la mejor manera de abordar la comprensión del régimen
de Franco consiste en marcar los límites temporales de sus diferentes
etapas: cronos es una dimensión esencial de la interpretación
histórica. Ha elegido para su periodización la naturaleza
de la fuerza hegemónica en cada uno de los tiempos del régimen:
una configuración inicial consistente en una dictadura personal
caudillista y fascistizada de fuerte impronta militar; unos años
de hegemonía nacional-sindicalista, que alarga hasta 1945; una etapa
de predominio nacional-católico, que expira en 1959; una fase autoritaria
de desarrollismo tecnocrático, que llena los años sesenta,
y, en fin, la larga crisis y agonía que habría durado de
1969 a 1975. El
cuadro es, a grandes rasgos, acertado, aun si los límites entre
las etapas son discutibles y la hegemonía de una u otra fuerza siempre
tropezó con barreras y contrapesos. Dionisio Ridruejo no habría
estado de acuerdo en definir como nacional-sindicalista, menos aún
como fascista, un tramo que llegara hasta 1945. Y los tecnócratas
habitual eufemismo para designar a los miembros del Opus Dei no iniciaron
su escalada en 1959, sino dos años antes, ni abandonaron la escena
en 1969, sino cuatro años después. Pero estos deslizamientos
de fechas no afectan a lo esencial: bajo la permanente vigilancia militar,
el régimen dispuso siempre de un componente fascista y de un ingrediente
católico, mantenidos en coalición desde el vértice
caudillista. Eso fue así en 1940 y eso seguía siendo así,
aunque de otra forma, treinta años después, y el manual de
Moradiellos explica, con precisión y múltiples lecturas,
la totalidad del proceso y los debates que su naturaleza ha suscitado desde
el celebérrimo artículo en que Juan Linz acuñó
el concepto de autoritarismo. Durante
todos esos años, una presencia se perpetúa: la de Franco
en la jefatura del Estado. Hombre corriente, como subtitulaba Andrée
Bachoud en la primera edición castellana de una biografía
escrita para franceses mejorada ahora en su traducción aunque se
hayan deslizado, como en la anterior, algunos errores, no siempre inocuos,
es lógico que su impasible presencia al frente de una heterogénea
coalición de fuerzas haya suscitado la fascinación de historiadores
propios y foráneos. Bachoud se siente intrigada por el abismo que
existe entre la vulgaridad del personaje, su permanencia al frente del
Estado y la gran transformación de la sociedad bajo su mando. La
adhesión o pasividad del pueblo, la protección especial que
le otorga la Iglesia, especialmente el Vaticano, y la ayuda de Estados
Unidos son para la historiadora francesa las tres principales razones de
su éxito. Bachoud
confiesa en el prefacio de su obra que ha optado por no recrearse en episodios
como la implacable represión de la guerra civil y la posguerra,
la censura y la falta de libertades. Lamentablemente,
no fueron episodios, sino datos estructurales del sistema de dominación
impuesto tras la guerra civil sin los que resulta imposible comprender
la naturaleza misma del régimen ni la entera personalidad del biografiado.
Sin duda, el régimen gozó de una adhesión popular
y se benefició de la pasividad de una mayoría de la población,
pero ni adhesión ni pasividad pueden entenderse sin vincularlas
internamente a los mecanismos de control social puestos en marcha desde
el mismo momento de la rebelión militar. No se trató únicamente
de perseguir a individuos, sino de destruir todos los ámbitos de
sociabilidad que no estuvieran estrechamente vigilados por las fuerzas
de la coalición vencedora. Justicia
de vencedores. Esta realidad que sirvió de cimiento al Nuevo Estado
en construcción es la que tratan de buscar hoy los investigadores
que han desbrozado archivos antes poco visitados, como los de los Tribunales
Militares, las Audiencias Territoriales, y las Jefaturas de Falange y del
Movimiento. Las historias que narran y el cuadro que componen son desoladores,
durante la guerra y después. Francisco Espinosa ha exhumado los
sumarios que dormían en el Archivo del Tribunal Militar Territorial
Segundo, de Sevilla, y, glosando los expedientes, ha reconstruido la suerte
sufrida durante las primeras semanas de la guerra por varios diputados,
alcaldes, concejales o vecinos de Sevilla, Huelva, Cádiz, Córdoba,
Málaga y Badajoz. En aquellos meses, recuerda Espinosa con razón,
más que una guerra lo que ocurrió fue la eliminación
pura y simple de cierto número de gente con el propósito
de traspasar a otras manos el poder político perdido en 1931. Aun
si el objetivo era otro, la eliminación y la represión no
se detuvieron cuando la victoria estuvo asegurada. Como Conxita Mir titula
con acierto, hubo un tiempo en el que vivir fue sencillamente sobrevivir.
Su libro, centrado en la Cataluña rural, revisa con detalle la horrible
experiencia a la que fueron sometidos tantísimos españoles
por cualquier sospecha que cualquier vecino proyectara sobre ellos: denuncias,
interrogatorios, incremento de suicidios, control de los disidentes, picaresca,
prostitución, informes de párrocos rurales como delatores
o avalistas de conductas, consejos de guerra. La investigación es
apabullante: sumarios militares y causas civiles abiertas entre 1939 y
1952 que permiten conocer los nombres y saber de las vidas de mucha gente
corriente sometida a lo que jueces militares y civiles quisieran hacer
de ellas. ¿Fue
necesaria esa represión tan brutal de la población para echar
las bases del posterior desarrollo económico? Así podría
deducirse de la observación final de la autora cuando entiende el
control social ejercido por el régimen durante su primera época
como "la antesala de la acumulación que el país necesitó
para la modernización posterior". Es discutible, sin embargo, que
ese horrible aprendizaje sirviera para otra cosa que no fuera enervar y
liquidar las energías de tanta gente que la había derrochado
en las décadas anteriores. No sólo no fue necesaria esa antesala
para la posterior modernización, sino que la retrasó y la
bloqueó durante veinte años. Falangistas
y caciques. Un punto de partida que tome en cuenta las políticas
de exclusión y represión como las define Antonio Cazorla
es imprescindible para entender la construcción del Nuevo Estado.
Gasta tal vez Cazorla en su documentado estudio demasiada energía
en llamar la atención, aquí y allá, sobre errores,
rigideces, carencias y reduccionismos de una historiografía académica
a la que se habría escapado la verdadera sustancia del proceso.
Ni hay tal historia académica como un todo indiscriminado, ni ha
dejado de ver más de un historiador cosas similares a las que Cazorla
ha dedicado su trabajo. La tesis central, que Falange fue siempre un partido
débil y desorganizado, sin apenas presupuesto, un partido subalterno
y desmoralizado desde 1941 y que, por tanto, nunca existió una etapa
fascista del régimen, puede rastrearse en los mismos falangistas
disidentes: no otro fue el lamento de Ridruejo ante el Caudillo. El lugar
que Cazorla niega a Falange se lo atribuye a los viejos políticos,
los retratados en el cuadro célebre de oligarquía y caciquismo.
Su estudio pone de relieve la conexión por así decir genética
entre el poder emergente tras la guerra civil y los caciques de la Restauración
y de la dictadura de Primo de Rivera. La conexión es, desde luego,
inapelable y Cazorla la documenta con rigor: allí reverdecen los
poderosos de siempre. Pero la conclusión es algo precipitada: el
retorno de los viejos políticos no quiere decir que volviera la
vieja política. Cuando el autor escribe que "la vieja política
parecía brotar por todos lados" pierde de vista que el sistema de
dominación ha cambiado por completo. Por eso, porque el sistema
es otro bien distinto al de la Restauración, no resultará
paradójico que después de presentarnos una Falange tan débil
y caótica, y unos caciques tan poderosos, a finales de los años
cuarenta presenciemos la consolidación de un poder cada vez mayor
de los gobernadores de FET-JONS y la forja de una clase política
de falangistas vestidos con su camisa nueva. El trabajo
en archivos de Falange y del Movimiento ha permitido también en
los últimos años abrir un nuevo campo a la investigación
histórica: el análisis de lo que Francisco Sevillano define
como opinión de los españoles. Ya se comprende que esa opinión
no se expresaba en los periódicos, sometidos a férrea censura
y a severas sanciones por la Ley de Prensa de 1938. Será inútil
también buscarla en sondeos y encuestas, aunque desde 1942 ya funciona
un Servicio Español de Auscultación de la Opinión
Pública. Quedan entonces los informes elaborados por la Delegación
Nacional de Provincias y la de Información e Investigación,
que conocemos ahora por vez primera de manera sistemática. Lo que
se deriva de ellos, sin embargo, no es una "visión cualitativa del
estado de opinión", sino lo que los jefes de las delegaciones decían
que era la opinión de la mayoría, lo cual no es exactamente
la misma cosa. En todo
caso, eso es lo que tenemos gracias al trabajo de Sevillano, que ha destilado
la información sobre estados de opinión contenida en esos
informes y ha seguido su evolución desde las actitudes condicionadas
por el clima de terror durante la guerra hasta las expectativas suscitadas
por el desembarco en Normandía o la hostilidad generada por el estado
general de miseria y de hambre que la población achacaba al nuevo
régimen. Es significativa la insistencia de esos informes en la
falta de entusiasmo y la inhibición de la mayoría, que serán
contrarrestados por la prensa a base de campañas destinadas a reforzar
el mito del caudillo cuya sabiduría y prudencia ha mantenido a España
al margen de la guerra mundial y ha preservado la paz y el orden interior.
No por casualidad, ésos serán los dos valores prioritarios
en las encuestas que más adelante, y con más rigor metodológico,
emprenderá el Instituto de Opinión Pública. Nunca
se acabará de comprender la naturaleza y el coste que para España
tuvo el régimen de Franco si no se extiende la mirada a quienes,
para salvar la vida, tuvieron que cruzar la frontera. Fueron cientos de
miles y de ellos se ha escrito también en abundancia. En esta ocasión,
pasan ante nuestros ojos las vidas de 50 mujeres que sufrieron de manera
extrema la política de exclusión. Sólo que la suya
no terminó en el abatimiento ni la pasividad. Al terminar la guerra
de España continuaron su combate en la Resistencia francesa y pagaron
por ello un alto precio: ser conducidas a los campos de exterminio nazis.
Neus Català ha recogido el relato de sus historias, contadas por
ellas mismas. De aquel
tiempo y del personaje que lo dominó sin sombra alguna no nos quedan
sólo testimonios escritos. Los hay también, y muy abundantes,
fotográficos. Franco tuvo buen cuidado de fabricar una imagen pública
como generalísimo, jefe del partido único, caudillo enviado
por Dios, vigía de Occidente, hombre de Estado, conductor de muchedumbres,
padre de familia, abuelo. García de Cortázar ha preferido
ordenar esas imágenes por bloques cronológicos, ofreciendo
una especie de película del régimen, con introducciones y
comentarios a pie de foto siempre punzantes. Sólo se echa de menos
alguna fotografía de gran formato hay una pero como arrinconada
y poco significativa con Franco en su posición preferida: entrando
en catedral bajo palio. Las hay a montones y podrían servir como
metáfora de un régimen que construyó sus fundamentos
sobre las dos grandes burocracias vencedoras de la guerra civil y administradoras
supremas de la posguerra: el Ejército y la Iglesia. Cuestiones generales y atención a los detalles Enrique Moradiellos. Síntesis. Madrid, 2000. 319 páginas. 2.200 pesetas. Dentro de una nueva colección de historia de España, este excelente manual da cuenta de la evolución del régimen desde su formación hasta su crisis y agonía, con una atención ponderada a la política, interior y exterior, y a la sociedad. Franco.
Vivir
es sobrevivir. Justicia, orden y marginación en la Cataluña
rural de posguerra.
La
justicia de Queipo. Violencia selectiva y terror fascista en la II División
en 1936.
Las
políticas de la victoria. La consolidación del Nuevo Estado
franquista (1938-1953).
Ecos
de papel. La opinión de los españoles en la época
de Franco.
De
la resistencia y la deportación. 50 testimonios de mujeres españolas.
Fotobiografía
de Franco. Una vida en imágenes.
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