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El
'via crucis' de la oposición Franco
no conoció en cuarenta
años
una contestación que amenazara su poder. Desde los fusilamientos
de posguerra a los de 1975, la enorme
capacidad represiva
del régimen explica la impotencia de todas las formas de oposición ANTONIO ELORZA La
historia de la oposición al franquismo resultaría incomprensible
de no tomar en consideración el alcance de la política de
represión llevada a cabo por el régimen desde sus inicios
y sin los rasgos que la personalidad del dictador imprime a la misma. Sin
olvidar el papel jugado por los antecedentes históricos y por el
contexto internacional, fueron la destrucción y el cerco a los que
se vieron sometidos los adversarios lo que explica en primer plano la larga
noche de impotencia vivida por quienes soñaban infructuosamente
con poner fin a la dictadura. El acoso
En
noviembre de 1935, el general Franco conversa con el embajador francés,
Jean Herbette, un hombre ultraconservador, y manifiesta su discrepancia
respecto de las declaraciones realizadas días atrás por su
ministro, José María Gil Robles, contrario al establecimiento
de una dictadura. Por el contrario, Franco piensa que resulta necesaria
una operación quirúrgica, que extirpe la izquierda del cuerpo
político español. Es la tarea que los militares sublevados
van a acometer implacablemente a partir del 17 de julio de 1936. Primero,
de forma puntual, eliminando físicamente, no sólo a aquel
que juzgan adversario activo de su levantamiento, sino a quien hubiera
colaborado activamente en las políticas reformadoras de la democracia
republicana y del movimiento obrero. Luego, de manera sistemática,
y ahí están los simbólicos dos millones de fichas
del Archivo de la Guerra Civil en Salamanca para probarlo, poniendo en
marcha un filtro selectivo que, a partir de los documentos y de las publicaciones
ocupadas en el avance del Ejército nacional, permitiera descubrir
a todo aquel que de un modo u otro hubiese colaborado con las organizaciones
de la izquierda, incluso en el nivel de la solidaridad, por no hablar de
quienes por su condición de dirigentes debían recibir el
castigo adecuado (ejecución o cárcel). Por fin, sobre esa
base, y con el apoyo de las denuncias y de las investigaciones policiales,
una vez concluida la contienda, se desarrollará durante años
la gran oleada represiva, a la que se adjudican los también simbólicos
cincuenta mil ejecutados. Sin olvidar los cientos de miles que cruzaron
la frontera. En este plano, Franco superó con creces a Mussolini
y a Hitler. Sólo la imposibilidad técnica de mantener en
prisión a tanto recluso hará posible la temprana salida de
la cárcel de muchos rojos condenados a largas penas de prisión,
en condiciones dramáticas de hambre y hacinamiento. La operación
quirúrgica había tenido éxito y la sensación
generalizada de miedo, o, como mínimo, la certidumbre de que Franco
volvería a matar lo que fuera necesario con tal de mantener su régimen,
se constituyó en factor decisivo de su larga supervivencia.
Y en factor que explica el vía crucis recorrido por la oposición política desde la guerra civil a la muerte del dictador. Porque Franco aflojó las ataduras sólo en la medida que comprobó la consolidación de su poder. A fin de cuentas, su lógica represiva, forjada en sus días de jefe de la Legión, se basaba en la noción de ejemplaridad. Había que ser sanguinario hasta el límite en que ya estuvieran garantizadas la disciplina y la obediencia en el cuerpo social, como antes hiciera con sus subordinados en Marruecos. El fusilamiento del legionario que tira la comida a la cara de su superior enlaza con la petición en el Consejo de Ministros, en vísperas del 27 de septiembre de 1975, de que se ejecutara "un vasco más" para así compensar los muertos de ETA con los izquierdistas fusilados. Además, el aparato de la justicia militar garantizaba ese sentido instrumental, como pudo comprobarse en el episodio Grimau o, más tarde, en el juicio de Burgos. Y en cuanto a la policía del supuesto Estado autoritario, su recurso permanente a la tortura era un indicio de que en este campo el régimen de Franco era estrictamente fascista. En la lucha contra el adversario político, Franco seguía fiel a su estilo de guerra sucia aprendido en África, "saber manera", como él mismo propugnó en el Diario de una bandera. Con paciencia y frialdad, eso sí, esperando a descubrir al enemigo para entonces "clavarle los dientes hasta el alma". Según estos procedimientos, Franco desarrolló su estrategia de eliminación de todo pluralismo político, intentando con éxito aplastar el haz de fuerzas que había dado forma al Frente Popular. Con dos chivos expiatorios, los masones, el agente del mal culpable de la pérdida de las colonias, y los comunistas, responsables de la subversión del orden establecido. El contenido satánico de ambos justificaba el empleo de todos los medios disponibles para su eliminación. El aplastamiento
Vencido y desarmado el Ejército rojo", Franco pudo pronto comprobar que el grueso de la oposición se encontraba repartida entre las cárceles (o su expectativa), el exilio y los cementerios. La intensidad de las acciones persecutorias y punitivas no dejaban resquicio alguno para la reorganización, más allá de la formación de grupos de solidaridad en los campos de concentración y ensayos infructuosos de militantes o cuadros que acababan indefectiblemente ante el pelotón de fusilamiento. La mayor cohesión interna de los grupos comunistas hizo posible la heroica y quijotesca tentativa, encabezada por Heriberto Quiñones (un enviado de la Internacional que había actuando antes en Mallorca) para reconstruir la organización interior del PCE. Después de lograr sobrevivir a lo largo de varios meses, Quiñones fue detenido, torturado y por fin fusilado, convirtiéndose además en el chivo expiatorio de la impotencia del partido, en "el traidor Quiñones". La evolución de la guerra mundial y la salida de la cárcel de muchos militantes parecieron anunciar un cambio de situación a partir de 1943. Surgirá el espejismo de que una victoria de los aliados no podía consistir que la dictadura de Franco, tan próxima al Eje, se mantuviera en una Europa democrática. Para los comunistas contará también el creciente prestigio de la URSS, pieza clave del triunfo militar del antifascismo. La fórmula de oposición tendría que ser necesariamente de naturaleza unitaria y el PCE la aplicará desde el citado año con una propuesta de "unión nacional", que ya había anticipado desde 1941 el socialista maldito entre los socialistas, Juan Negrín. Lo que entonces sucede anticipa lo que ocurrirá en el futuro, hasta 1975. De un lado, la estrategia unitaria comunista de frente nacional lleva dentro un germen de hegemonía del PCE sobre los eventuales aliados. De otro, la guerra civil había dejado una herencia casi insuperable de división entre las organizaciones antifranquistas, y sobre todo de desconfianza radical de socialistas, anarquistas y republicanos contra el PCE. Así que la Alianza de fuerzas democráticas surgirá intencionalmente al margen del proyecto comunista, si bien, como ha de ocurrir en la crisis de 1975, éste acaba confluyendo con aquélla. Al acabar la guerra y resurgir el Gobierno de la República en el exilio, el PCE formará parte de él, logrando una cartera imaginaria en el mismo el joven Santiago Carrillo. Sólo
que los vencedores no estaban dispuestos a derrocar a Franco por la fuerza
y las posibilidades de la República en el exilio quedarán
definitivamente arruinadas con la entrada en juego de la guerra fría.
Un sector acaudillado por el socialista Indalecio Prieto optará
además por una alianza con el pretendiente monárquico, don
Juan de Borbón, para ir, según el pacto de San Juan de Luz,
a una España sin falangistas ni comunistas. El antiguo cedista José
María Gil Robles despuntaba como hombre del futuro. La cohesión
republicana saltó hecha añicos y tampoco se logró
nada, porque el don Juan antifranquista que antes de finalizar la guerra
hiciera público el manifiesto de Lausana era entonces, y sería
luego, un hombre de débil voluntad, tanto por motivos políticos
como económicos, y acabó pactando en el Azor la aceptación
del franquismo al enviar a su hijo mayor, don Juan Carlos, a estudiar a
España. Tampoco los generales disconformes con la perpetuación
de Franco lograron nada en años anteriores. Todo se derrumbaba.
Entretanto, los intentos de reorganización de anarcosindicalistas,
comunistas y socialistas iban a parar a otros tantos fracasos. Los mecanismos
de vigilancia y de tortura dominaban la escena. Singularmente, la CNT contempló
la caída en cadena, en pocos meses, de todos los comités
nacionales encargados de su reconstrucción. En el País Vasco,
la unidad de acción había hecho posible una huelga general
en 1947, pero lo mismo que sucede con la huelga general de Barcelona en
1951, era el último eco del pasado, no el inicio de una recuperación.
Por debajo de las alianzas, el PCE ensayó en este periodo una confrontación militar abierta con el régimen. Desde 1936, el PCE había definido la guerra civil como una guerra de independencia de España, en la línea de la Reconquista y del alzamiento popular de 1808, contra los invasores franquistas, a quienes Franco representaba. El éxito de la Resistencia francesa en 1944, contando con una importante participación de comunistas y republicanos españoles, fortaleció el espejismo de que el pueblo español estaba listo para alzarse contra el dictador, olvidando los daños irreparables causados por la represión y la división interna entre los antifranquistas. De ahí los sucesivos fracasos de la invasión del valle de Arán, en 1944, y de una guerrilla, costosísima en cuadros, que mantiene a pesar de su evidente fracaso en 1947-48. La única ventaja lograda es que en lo sucesivo se veía confirmado el dictamen de Franco: el comunismo era el único enemigo de cierta entidad que le quedaba a los vencedores de la guerra civil. No en vano la última ejecución de la misma tuvo como víctima, nada menos que a la altura de 1963, al dirigente comunista Julián Grimau. Desde las cenizas El PCE supo adelantarse a la coyuntura rectificando en 1956 su postura anterior, centrada en la recuperación de la República, para proponer una política de "reconciliación nacional" en que a los vencidos se unieran quienes, procedentes del bando vencedor, tuvieran como objetivo la eliminación de la dictadura. Había que superar las concepciones maniqueas que presidieron la guerra civil y crear una nueva convivencia entre los españoles. En los años sesenta, esa propuesta avanzó conforme lo hacían el sindicalismo de Comisiones Obreras, el compromiso de los intelectuales y la modernización de la sociedad. Así, el PCE se hizo democrático y lo probó oponiéndose frontalmente a la invasión de Checoslovaquia por el Pacto de Varsovia en 1968. Sólo que como compensación no había abandonado la idea de que resultaba posible una movilización general que diera en tierra con el franquismo, mediante una huelga nacional pacífica. Será un pulso siempre fracasado, que producirá un intenso desgaste de cuadros y la más grave escisión en la historia del partido. Los cambios económicos de los años sesenta trajeron nuevos actores a escena. La Universidad se convirtió en epicentro de una oposición que ahondaba en el carácter del régimen como obstáculo a la modernización cultural y que de paso seguía las huellas de la nueva izquierda europea, conjugando preparación técnica como expectativas de revolución socialista a corto plazo. El protagonista emblemático de esa nueva izquierda española, enfrentada a una socialdemocracia arcaica y al comunismo, fue el Frente de Liberación Popular, cuyos cuadros pueblan aún hoy la política y la cultura españolas. Las transformaciones en este último orden fueron también decisivas, con un divorcio total respecto del régimen en cine, novela, teatro y ensayo, que enlazaba con el regreso a un liberalismo democrático de figuras que inicialmente se habían integrado en el régimen. El paso del totalitarismo al autoritarismo en la política de prensa, espectáculos y publicaciones bajo Fraga confirió al fenómeno una mayor amplitud. Fue también el tiempo de regreso de los nacionalismos. Particularmente en Cataluña, el denominador común de la catalanidad sirvió de marco a unas transformaciones en la cultura y los comportamientos colectivos que dieron al cambio una profundidad democrática ausente en el resto de España. En Euskadi, en cambio, la supervivencia del nacionalismo como componente subterráneo de la mentalidad política dio lugar ante la escasa actividad opositora del PNV a la formación de un brote radical, destinado a alcanzar graves repercusiones en el futuro del país con la fundación y desarrollo de ETA. Entretanto, las oposiciones tradicionales desempeñaron un papel menor. Republicanos y socialistas se limitaban a vegetar, don Juan de Borbón oscilaba entre los momentos de oposición nunca consumada y las concesiones, y de monárquicos y democristianos sólo los segundos manifestaron una capacidad para jugar con cierta fuerza en la nueva España en cambio. A pesar de todo, y aun teniendo en cuenta los efectos de la persecución sufrida por los participantes, dichos sectores consiguieron en 1962 reunirse en Múnich para mostrar la radical inadecuación del régimen a la Europa que comenzaba a construirse. Fue una línea fértil: la convergencia económica europea no dejará fuera a España, creando así las condiciones para su transformación también en el plano de la política, dejando de paso ver con claridad que franquismo y europeización seguían siendo incompatibles. La agonía El balance fue claro: la oposición siguió siendo demasiado débil para derrocar al régimen, e incluso para protagonizar la transición en sus primeros pasos. Su presión resultó de todos modos indispensable, a pesar de los costes sufridos. Simbólicamente, la impresionante respuesta al asesinato de los abogados de Atocha permitió medir su sentido de responsabilidad y también la firmeza que haría de la democracia el verdadero sucesor de una dictadura interminable. © Copyright DIARIO
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