Tras las huellas de la zona nacional

Un recorrido por los símbolos franquistas en algunas ciudades prueba que el dictador ya no está en la calle pero tampoco ha entrado en el museo: se halla en un cajón de la memoria de los españoles. Franco todavía pesa, pero no hiere 

ARCADI ESPADA 

Después de veinticinco años, la zona nacional, la zona franquista de España, es una convención vaga, limitadísima, aunque pueda levantar vistosos titulares de periódicos. La memoria física de Franco -estatuas, honores públicos- se sitúa hoy en un terreno indeciso. Franco no está ya en las calles, pero tampoco ha entrado en el museo. En realidad, y forzando conceptualmente la metáfora, no parece que los españoles sepan qué hacer con Franco. Un recorrido por algunas zonas de la memoria franquista prueba algunas excepciones -la ciudad de Santander o el museo militar de Madrid- y una constante: Franco pesa, pero no hiere. 

Ferrol, plaza de España


-¿Usted es partidario de quitar la estatua? 

-Yo sí. 

-¿Y por qué no la quita? 

-Es que pesa mucho. 
 
El número 13 de la calle de
María, en El Ferrol, donde nació
Franco (L. Villar).

El hombre partidario de quitar la estatua es Xaime Bello Costa, alcalde de Ferrol, miembro del Bloque Nacionalista Galego. Hace meses abrió un concurso para remodelar la plaza de España y construir un aparcamiento. Todos los que optaron a él entendieron que la estatua no debía sobrevivir a la remodelación. El concurso se iba a resolver uno de estos días. Pero son fechas muy delicadas. 

La estatua ferrolana del general Franco la diseñó Federico Coullaut-Valera Mendigutia. El modelo fue una portada del diario Abc del 3 de abril de 1945. Aquel año y por primera y única vez en la tradición de los desfiles de la Victoria, Franco había pasado revista a las tropas, montado a caballo. La estatuta, de más de seis metros, se fundió en 1967 en los hornos de Bazán. Siempre ha estado en la plaza de España. Pedro Javier González Rodríguez, autor del libro La escultura pública de Ferrol, escribe que "la estatua es grande, pero no grandiosa". Aventura también "la sensación de que el artista no supo conjugar del todo bien a caballero y caballo, con lo cual no parece existir la unidad deseada en toda obra de arte". En esa falta de conjunción insisten algunos gallegos desde hace años cuando gritan que O burro e o cabalo hai que tiralo

En un momento de la discreta tramitación del proyecto intervino una rubia vivaz, la señora Sara Dobarro, concejala del Partido Popular en el municipio. Asistía a una de las reuniones de la comisión de Urbanismo cuando le preguntó formalmente a la representante socialista: "Oye, ¿tú no crees que la estatuta de Franco es un atractivo turístico?" La socialista volvió la cabeza para que no se le viera del todo la mueca y masculló: "¡Qué coño va a ser un atractivo turístico!" Inmediatamente, la señora Dobarro anunció al pueblo que había que convocar un referéndum sobre o cabalo, y como siempre que cuentan con él el pueblo se mostró entusiasmado. No sólo el alcalde se mesó los cabellos cuando supo de la iniciativa. También los jefes del PP en Ferrol desautorizaron a la concejala. Pero el vocerío empezó a traducirse en encuestas, es decir, en referendos no vinculantes: la mitad del pueblo quiere la estatua. 
 
Estatua ecuestre de Franco
en la plaza de España 
de El Ferrol (L. Villar)

El alcalde no convocará un referéndum. Intentará llevarse la estatuta ecuestre de la plaza con autoridad y delicadeza, horadando pacientemente el subsuelo. Pero el problema es lo que hacer con ella. El alcalde no la quiere en ningún otro rincón público. Tampoco mandará fundirla: el diseño de la transición no incluyó que la estatuta ecuestre de Franco pudiera volver a su estado mineral. Ha pensado en donarla a los militares, tal vez al Museo Naval. Humm..., los militares. Le han hecho saber, con pudor y sigilo, que los militares, señor, están más interesados en la mejora de su arsenal tecnológico que del simbólico. 

Así pues, lo más probable es que la estatua acabe en el almacén. No parece un lugar impropio. En realidad, descartada la calle o los museos, el almacén es el lugar exacto que Franco ocupa en España. Un lugar amontonado, polvoriento, indeciso, un lugar sin criterio. Franco enseñó a los españoles que los problemas más difíciles se resuelven metiéndolos en el cajón. Ahí está él ahora. Ricardo Nores, historiador local, hijo del que fuera cronista de la ciudad, asiente con tristeza ante la posibilidad de que los españoles no sepan qué hacer con Franco. La tristeza puede venir de la tarde, que gotea. O de que Nores se dedica a la historia y le gustaría ver al general, honrosamente, en sus dominios. O de que se acuerda de su padre y de la familiaridad cariñosa con la que hablaba de Franco. 

-Le contaré una historia. Cuando instalaron la estatua, Franco se negó a inaugurarla. Le daba vergüenza. Pero Ella insistía. Ella insistía siempre en las exhibiciones. "Al menos ve a mirarla" -acabó diciéndole. Así que montaron en el coche y fueron hacia la plaza de España. Ni bajó. Ella explicó luego que cuando pasaron por delante, Franco comentó que a quién se le había ocurrido esa barbaridad, y que mandó al chófer que acelerara mientras decía: "¡Ya está inaugurada!". 

Nores camina lentamente y le gusta detenerse para rematar todos los finales de historia, con indiferente veteranía respecto de la lluvia. Ante el número 136 de la calle de María, donde nació Franco, repara en las dos lápidas que la honran y advierte que la del hermano Ramón y su vuelo Plus Ultra se colocó muchos años antes. A dos pasos, flotando en la pecera del Casino Ferrolano, una máscara de mujer viejísima, sola e inmóvil contempla la calle vacía. De esa pecera, y de su antiguo bullicio, surgió en 1964, la idea de un monumento a Franco: "La entidad Casino Ferrolano que suscribe la presente petición, haciéndose eco del deseo unánime y popular de que El Ferrol del Caudillo cuente con un monumento..." 

Nores ha querido acabar en la plaza de Amboaxe. Una estatua recuerda al marqués. 

-Llevo en el mundo más de sesenta años- se detiene Nores. Aún no he oído pedir a nadie que se retire la estatua en honor del marqués de Amboaxe. Que era un negrero. 

Barcelona, Bar Sándor


En el medio kilómetro comprendido entre el Turó Park, la Avenida del general Goded, la plaza de Calvo Sotelo y la Avenida Infanta Carlota Joaquina, el franquismo vivía y trabajaba en Cataluña. Allí lo tenían todo resuelto: invertían en el Banco de Madrid, tomaban el aperitivo en Sándor, compraban Marqués de Riscal en Lafuente y empezaban a besarse en el Turó. Más allá, en los confines de Avenida de Sarrià pongamos que en Mr. Dollar, las mejores chicas de Barcelona se estiraban la mini hacia la rodilla, con un pudor desvergonzado que los enloquecía. 

Goded, Calvo Sotelo y Carlota Joaquina han dejado su lugar a Pau Casals, Macià y Tarradellas; el Banco de Madrid no es ya una cosa ni otra; Lafuente cerró y el Turó Park ha perdido su k fundacional, básica, chic. En cuanto al sexo, y en estas edades, ya sólo es sauna, masaje y sex telephon. Pero Sándor resiste. Es cierto que ya no hay porteros con su bata de rayadillo, tomando café en la barra a precios especiales, y se ven muy pocos bigotes de alquitrán. Pero este noviembre aún he oído allí el doble y remoto crujido de los limpiabotas; primero, la columna vertebral y, después del lustre, la mano cerrándose sobre el billete nuevo, acabado de estrenar: el crujido es todo lo que queda del franquismo en la ciudad. 

A dos pasos del Sándor, se alza un monumento hoy incomprensible, mero objeto atónito. Fue levantado en 1964 en memoria de José Antonio Primo de Rivera. Cuando 15 años después, Narcís Serra llegó a la alcaldía de la ciudad los progres le animaban a destruirlo. No lo hizo: mandó, simplemente, que desprendieran las flechas y el yugo. Una operación similar se hizo con el monumento a los Caídos ("Dulce y decoroso es morir por la Patria", aún reza la inscripción: pero cualquier patria sirve y mucho más en latín) y con el monolito a la Victoria del final del Paseo de Gràcia. Hoy las dos construcciones sorprenden como un ojo vacío. Pero se trató de una decisión de gran inteligencia simbólica; fenicia, si se quiere, pero eficaz. Las huellas borradas resisten mucho tiempo en la memoria: de haber triunfado, incluso los alegres promotores del derribo hubiesen visto allí cada día el fantasma de piedra falangista. Por el contrario, una huella deformada no rompe la costumbre; y la costumbre es la mejor estrategia del olvido. 

Así es como, extramuros de Sándor, la mezcla y la confusión gozosamente reinan. 

Madrid, Museo del Ejército


La sala de la guerra civil del Museo del Ejército, en Madrid, presenta algunas deficiencias museográficas, de orden técnico. Faltan piezas. Es cierto que en una vitrina se muestra el capote militar del general, sus uniformes de gala y de campaña y hasta un pañuelo limpio; que cuelgan de sus paredes dos óleos muy cariñosos con el general, firmados por Agustín Segura (1949) y Enrique Segura (1966) y que en otra sala contigua se exhibe el mítico retrato de F. A. Sotomayor, donde el general monta blanco corcel sobre fondo de ruinas; que en la sala se exhiben maquetas de gran interés, a saber, la del aeroplano Olley Air Service LTD que trasladó al general a la Península, o la de la Ciudad Universitaria después de la turba roja, o incluso la maqueta, protegida de la luz, del despacho del general Moscardó; que un óleo, de grandes dimensiones, muy informativo, inserto, quién lo dudaría, en la gran tradición española que comienza con Goya y los fusilamientos del 2 de mayo, muestra a las víctimas de la matanza de Paracuellos del Jarama, cada una con su nombre, en silueteado aparte; que en la sala, en fin, se honra a los generales Goded y Mola y a tantos otros particulares: pero si aquello fue una guerra alguien la tuvo que perder y en la sala flatulenta y deshonrosa no hay un mísero retal de memoria republicana. 

Esta es la primera zona nacional de Madrid y a su lado empalidecen el Casino de Alcalá, las matinales de domingo en la Iglesia de los Jesuitas, la cafetería del hotel Mindanao, el cocidito de La Bola y la estatua de Nuevos Ministerios. Sobre la estatua -ecuestre, obra de José Capuz-, Francisco Franco pronunció unas palabras de gran calado profético el 18 de julio de 1959, día de su inauguración. Dijo, según La Vanguardia Española

"No necesitaba que me pusieran una estatuta para tenerme entre vosotros" 

Son palabras lúcidas, claras e irrevocables como un testamento. Pero el Ayuntamiento de Madrid se resiste a escucharlas. Se dice maniatado. Preso. Im-po-si-bi-li-ta-do. 

-¿Tienen planes para quitar la estatua? 

-No -responde una portavoz de la concejalía de Urbanismo- Es que, además, no podemos porque la estatuta no es nuestra. 

-¿De quién es? 

-Ah, no lo sabemos. Nosotros la limpiamos y tal, pero nuestra, nuestra no lo es. Debe de ser de un ministerio, algo así, el de la Vivienda, que ya no existe, pero tampoco sabemos bien bien de quién. Y cómo vamos a quitar algo que no es nuestro. Es lo que decimos. La limpiamos y tal, pero nuestra... 

Sólo hay un hombre en Madrid que sepa qué hacer con Franco. Trabaja en un piso minúsculo del paseo Santa María de la Cabeza. Su inteligencia y su cultura están muy por encima de la época que le tocó en suerte. Y también superan su profunda capacidad de desprecio. Gonzalo Fernández de la Mora, ex ministro de Franco y escritor muy notable, dirige Razón Española, una revista que desafía al oxímoron, y entre cuyos propósitos vertebrales destaca la reivindicación intelectual del régimen de Franco. El número 104 de la revista va íntegramente dedicado a Franco. Y el 105 también lo estará. Le sobra material. 

En el editorial del último número escribe el editor sobre la memoria histórica de Franco: "Los relatos con odio o a sueldo son un atentado al logos porque no dan razón, sino sinrazón; pero no suelen perdurar. Los hechos son tercos y sobreviven a los manipuladores. Tiempo al tiempo". Sin embargo, el signo de la memoria popular -calles, plazas, estatuas-, no altera su imperturbabilidad. 

-¿Calles a Franco? Y qué más da. Tampoco Trajano tiene una calle en Madrid. 

Todo plural le produce alergia. 

-¿Franquistas? No hay franquistas en España. No puede haberlos. Como no puede haber carloquintistas. 

Santander, ciudad


El último verano, un grupo de historiadores invitados por la Universidad Menéndez Pelayo al seminario La mirada retrospectiva de la historia hicieron prácticas sobre el terreno de la ciudad de Santander. El paseo los dejó boquiabiertos. Una decena de monumentos honra allí la Victoria y sus aledaños y un número muy estimable de lápidas callejeras conducen al viajero al núcleo de la épica franquista. Los historiadores, con Charles T. Powell a la cabeza, exigieron a los políticos que afrontasen el asunto y que libraran a la ciudad de semejante violencia simbólica. Los políticos están estudiándolo. 

Mientras tanto la pregunta es cómo Santander ha llegado a ser la ciudad más franquista de España. 

-Tiene razón, lo es. Más que Burgos y más que Valladolid. En esta ciudad son de derechas los camareros, las putas, los mendigos y, sólo en último término, los señores. ¡Ah, si usted conociera a fondo los formidables mendigos de Santander! 

Jesús Pardo, de Santander, escritor duro y libérrimo, sostiene que sólo una cierta promiscuidad sociológica apuntala hoy los diez monumentos franquistas de la ciudad: que los hidalgos pobres de antaño, luego enriquecidos tras su experiencia ciudadana, los que hoy forman la alta burguesía santanderina, siguen teniendo carne de puta y de mendigo. 

-Unos y otros se respetan y piensan lo mismo sobre la vida- sigue Pardo. Los pobres de hoy están sometidos a los pobres de ayer, pero su cosmovisión no ha variado. 

Como todas las bellezas profundas, la de Santander está hecha también de indiferencia. Y el debate sobre los símbolos franquistas resbala como la luz sobre la neblina de la playa. Aquí no gritan ni las piedras. Ni las propias piedras elevadas al hermanamiento con el fascio ("Españolita, no te enamores, deja que vengan los bravos españoles/ los italianos se marcharán y para recuerdo algún bebé te dejarán") parecen integradas perfectamente en el paisaje. No es extraño que algunos libertinos propongan hacer de la ciudad un museo al aire libre, con sus itinerarios bien señalizados: tal vez crean que no hay épica que pueda resistir el sometimiento a la numeración y al catálogo. 

Pardo: 

-Franco es ridículo. Todos los dictadores son ya ridículos. ¿Quién puede hoy creerse la panza de Franco y el bigotito de Hitler? En cuanto a sus piedras, ya no hacen ningún daño. 

Arroyovil, cortijo


A un par de kilómetros de Mancha Real, en la provincia de Jaén, en un cortijo arrancado a los olivos, Francisco Franco Bahamonde fue feliz. Allí, entre 1957 y 1972, cazó la perdiz, roja, y 15 veces pasó el fin de año entre lo suyos. Hoy han muerto todos. De Arroyovil sólo queda este hombre, Andrés Martínez-Bordiú, conde de Morata, hermano del que fuera marqués de Villaverde e hijo del Conde de Argillo, consuegro de Franco. Un parkinson incipiente bloquea su mandíbula, pero la enfermedad y sus 81 años aún le permiten habitar en solitario la casa, trabajar en los olivos, y encarar el viento otoñal de Sierra Mágina con unos tejanos trozeados y una leve camisa de algodón. El conde tiene pocas visitas, un whisky muy hospitalario y una veintena de álbumes fotográficos donde la dictadura exhibe su intimidad. Por supuesto, esta intimidad no resulta obscena en sí misma; depende de quien la mire. 

El conde, amabilísimo, evoca a Manolo Caracol cantándole a Carmen y Mariola para que bailen una suerte de bulería yeyé, a Manuel Benítez el Cordobés tirando a dar con el Caudillo, a José Solís Ruiz, tenaz, año tras año, en su propósito de que Alfonso de Borbón fuera Rey, a doña Carmen cosiendo bajo una cerámica escrita con el gracejo insufrible del género: "Los enemigos del hombre son tres, suegra, cuñada y mujer", al marqués de Villaverde, su hermano, apartándose a las mujeres, a Franco sentado en un sillón de orejas, contemplándose en la Telefunken, durante el discurso de Nochevieja: "Españoles: Al doblar el cabo del año..." 

-¿Quieren ver ustedes la habitación de un Jefe de Estado? - se levanta de pronto el conde como obedeciendo a un rito. 

Al igual que el resto de habitaciones de la casa ésta lleva un nombre escrito con hierro forjado: "Franco", secamente. Detrás del nombre hay apenas seis metros cuadrados y dos camas, muy cortas, con un cubrecama de geometrías variables. Por la ventana, los Franco veían una aglomeración de tejas y unos olivos lejanos. No es, ni de lejos, la mejor habitación de casa, sino, exactamente, la habitación de un consuegro emparentado con un terrateniente aristócrata. 

-Lo único que falta son los teléfonos que le instalaban al venir. El resto he querido dejarlo como estaba. 

Buena parte del cortijo está decorado a la manera de la droite divine y algunos rincones, como el de la chimenea, podrían formar parte, con sus cojines peludos, de una discoteca sixty, Cala Gogó, por ejemplo, allí donde dejara honda huella el catalán Jaime Castell, visitante habitual de la casa y dueño del Banco de Madrid, que presidiera el conde de Argillo. Hasta el propio Franco acaba dominado aquí por ese aire. El mínimo rastro de su traza chusquera ha desaparecido: en el campo, aliñado con ropas de cazador y protegido tras unas Ray-Ban monumentales, no provoca mayor violencia que un burgués envejecido, pero a la moda, de Serrano: en las fiestas de Nochevieja, sonriente e impecable con su smoking, parece un demócrata. 

El cortijo tiene un anexo, pija y deliciosamente llamado La Cateta. Una íntima planta baja y arriba las habitaciones. Aquí, los más jóvenes y bravos aguardaban al alba, mientras que en la casa reposaban los mayores, durmiendo sonrientes bajo el efecto de los chistes de Ángel de Andrés. El conde ha empezado por aquí las reformas. 

-En enero inauguramos: turismo rural.

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