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Una
interminable agonía JAVIER
PRADERA Veinticinco
años después de la muerte de Franco, no faltan en España
los lugares de la memoria dedicados a celebrar su figura y sus cuatro
décadas de omnímodo poder: desde la cripta del Valle de los
Caídos (próxima al monasterio de San Lorenzo de El Escorial,
fuente de inspiración de su megalómana arquitectura) hasta
las estatuas, las calles y las plazas en algunos pueblos y ciudades. Existen
también nexos jurídicos que establecen líneas de continuidad
formal entre la dictadura y la actual monarquía parlamentaria: Franco
nombró a Juan Carlos I su sucesor en la Jefatura del Estado a título
de Rey y las últimas Cortes de la dictadura aprobaron la ley que
hizo posible el desmantelamiento del sistema autoritario y el restablecimiento
de la democracia. Y aunque sus votos sean escasos, siguen alborotando grupos
que defienden la herencia del anterior régimen.
Pero
nada queda hoy institucionalmente de la sustancia represora del franquismo,
sustituido por un Estado democrático de Derecho homologable con
los demás miembros de la Unión Europea. El imperio de la
ley, la independencia del poder judicial y la protección constitucional
de los derechos fundamentales garantizan el amparo de las libertades; los
derechos de asociación y participación, la libertad de prensa
y las elecciones periódicas permiten a los ciudadanos controlar
a los gobernantes y removerlos de sus puestos. La nueva distribución
territorial del poder diseñada por el Estado de las Autonomías
ha quebrado el asfixiante centralismo de la dictadura; ese hecho explica
que algunos viperinos predicadores continúen todavía llamando
desde el púlpito a una Santa Cruzada para reconquistar la concepción
esencialista y antropomórfica de España, descrita por un
cursi plumífero como una dama dotada de la misteriosa condición
de saber decaer, a la que se debe mirar con la mano enarcada sobre los
ojos para no quedar cegado. Por último, la incorporación
de España a la Unión Europea y a la Alianza Atlántica
ha puesto fin al aislamiento exterior de la dictadura franquista. Esa
profunda trasformación fue el paradójico resultado de los
acuerdos pactados en su día entre los dirigentes reformistas instalados
en el poder tras la muerte de Franco (que habían hecho su carrera
como políticos profesionales o altos funcionarios del régimen
autoritario) y los representantes de la oposición al franquismo
(desde viejos exiliados de la guerra civil hasta ex franquistas desenganchados
del régimen tras haberlo defendido, pasando por discrepantes condenados
a largos años de cárcel). Una coyuntura exterior altamente
favorable para la instauración de un sistema democrático
en España (en contraste con el adverso contexto europeo de la II
República y la guerra civil) y los cambios demográficos,
sociales y culturales asociados al crecimiento económico de los
sesenta (inducido por la prosperidad mundial a través de la inmigración,
el turismo y las inversiones exteriores) hacían del régimen
creado tras la guerra civil un artilugio arcaico, disfuncional y grotesco.
La cruel muerte de Franco fue una metáfora de la interminable agonía
de su dictadura, una decadencia irreversible percibida desde muchos años
antes tanto dentro como fuera del sistema. Se
suele decir -como reproche a la oposición- que Franco murió
en la cama: esa misma circunstancia explica que nadie fuese agarrado de
improviso cuando las previsiones sucesorias se pusieron en marcha
y comenzaron las negociaciones entre los albaceas del régimen y
los demócratas. Dentro de la Administración civil y militar
del Estado había el suficiente número de profesionales del
poder dispuestos a seguir ejerciendo su oficio o su vocación bajo
alguna variante de ese sistema democrático que las condiciones interiores
y exteriores aconsejaban. Los representantes de la oposición presionaron
-con éxito- para que la reconversión del edificio no se limitara
a un revoco de la fachada: si las elecciones de junio de 1977 abrieron
de manera imparable el proceso constituyente culminado en diciembre de
1978, la crucial intervención del Rey para sofocar el golpe de Estado
de 1981 y la alternancia en el poder de los socialistas en 1982 mostraron
la autenticidad de las nuevas instituciones democráticas. Algo más del 30% de la población española del año 2000 nació después de la muerte de Franco; ese porcentaje desborda el 50% si incluye a las personas cuyo proceso de socialización política fue ajeno al régimen. Muchos disparates tendrían que cometer los demócratas para que prendiese en nuestro país una moda historiográfica revisionista favorable a Franco: no sólo quienes padecieron la dictadura sino buena parte de sus antiguos servidores saben que fueron tiempos de infamia. © Copyright DIARIO
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