El siguiente texto está sacado de Las venas abiertas de América Latina. Su autor, Eduardo Hughes Galeano, nació en Montevideo, Uruguay, en 1940. Fue jefe de redacción del semanario Marcha y director del diario Época. En Buenos Aires fundó y dirigió la revista Crisis. Vivió exiliado en Argentina y España. A principios de 1985, regresó a Uruguay. En él conviven el periodismo, el ensayo y la narrativa, siendo ante todo un cronista de su tiempo, certero y valiente, que ha retratado con agudeza la sociedad contemporánea, penetrando en sus lacras y en sus fantasmas cotidianos. Siempre ha sido inquisitivo y rebelde. Cuenta que de niño le contaron en clase que Núñez de Balboa había sido “el primero” que, desde Panamá, vio a la vez los océanos Atlántico y Pacífico. Galeano levantó la mano y preguntó: “¿Los indios que vivían allí eran ciegos?” Lo echaron de clase. Con Las venas abiertas de América latina (1971), explicativo título, logró su obra más popular y citada, en la que condena la opresión y la explotación de un continente por países extranjeros. Esta obra ha sido traducida a dieciocho idiomas y mereció encendidos elogios pero también amargas críticas desde diversos sectores. ¿Te acuerdas de la V Cumbre de las Américas celebrada en abril de 2009, cuando Hugo Chávez, el presidente de Venezuela, le regaló este libro a Barack Obama? Aun en el presente, Galeano sigue siendo controvertido y polémico pero siempre defendiendo “la voz de los excluidos, de los nadie, de los no invitados a la fiesta”. *** “Es América Latina la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. ... Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del Renacimiento: América aparecía como una invención más, incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien marineros y 508 soldados; traía 16 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y algunos arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades españolas. Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180 soldados y 37 caballos. Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros llegaron después: ‘ ... mucho espanto le causó el oír cómo estalla el cañón, cómo retumba su estrépito, y cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo fuego...’. Los extranjeros traían «venados» que los soportaban ‘tan alto como los techos’. Por todas partes venían envueltos sus cuerpos, ‘solamente aparecen sus caras. Son blancas, son como si fueran de cal. Tienen el cabello amarillo, aunque algunos lo tienen negro. Larga su barba es ...’ Moctezuma creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían anunciado, poco antes, su retorno. Los cazadores le habían traído un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente. En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóatl había venido por el este y por el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y el oriente era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas. Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la guerra entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los hermanos enemigos. |