Terminal cuatro


BENJAMÍN PRADO

 

EL PAÍS - 02-02-2006

El protagonista de estos artículos, ese hombre llamado Juan Urbano que, a grandes rasgos, podría ser cualquiera de nosotros, es de los que piensa que los dos principios básicos de las sociedades consumistas son intentar cobrarte varias veces por la misma cosa y, en el mejor de los casos posibles, hacerlo a cambio de nada. Por ejemplo, ahora que iba a abrirse la Terminal 4 del aeropuerto de Madrid y que nuestro personaje favorito de los jueves -al que, como sabe el lector, le aprieta la filosofía en el zapato, con lo cual se pasa la vida que si su Ortega que si su Kant- acababa de pasar por uno de esos sucesos que solamente pueden ocurrir o en una película de Cantinflas o en Barajas, Juan Urbano no tuvo más remedio que sumirse en un estado de profundo pesimismo.

Todo ocurrió hace unos días, cuando a él y a mí se nos ocurrió la infeliz idea de volar ni más ni menos que desde Madrid a Alicante, lo que, a todas luces, es una temeridad. Ahora mismo les cuento los pormenores, pero les anticipo que cuando, tras llevar cuatro horas encerrados en una sala VIP del aeropuerto, el pobre Urbano vio un anuncio en el que se aseguraba que la T-4 tendría "las mejores y más modernas infraestructuras" y se auguraba a las futuras víctimas un viaje "rápido, sencillo y agradable", no tuvo más remedio que recordar a Wittgenstein: "Siempre pensé que la verdad surge de una relación entre la proposición y el estado de las cosas, pero jamás pude encontrar una relación de ese tipo". Imagínense: Ludwig Wittgenstein, con lo que eso duele.

El caso es que Juan Urbano y yo íbamos a salir hacia Alicante a las cuatro y veinte de la tarde y llegamos a Barajas a las tres y media. Perfecto: con 50 minutos de antelación nos daba tiempo a sacar la tarjeta de embarque y tomarnos uno de esos zumos de lagartija a los que los dueños de los bares del aeropuerto insisten en llamar café. Al llegar a los mostradores de facturación nos dimos cuenta de que algo no iba bien, porque de los 30 de Iberia que teníamos delante no había personal de la compañía nada más que en cuatro, y uno de ellos reservado para los viajeros de primera clase. En los otros 26 no había seres humanos sino máquinas expendedoras, los sofisticados auto check-in, que les dicen.

Mientras Juan hacía cola, yo intenté sacar en uno de esos cacharros la tarjeta de embarque, pero naranjas de la China: con el nombre, no funcionaba; con la tarjeta Iberia Plus, no funcionaba; con el número de localizador, no funcionaba. Vale, no hay problema, nos ponemos en la cola y concluido.

Las cuatro menos veinte y empezábamos a impacientarnos. Cuando le tocó el turno al siguiente viajero, al parecer se trataba de alguien que estaba perdido, había equivocado su horario o vaya usted a saber, porque la azafata tuvo que hacer una llamada y darle largas explicaciones, hasta que el hombre volvió a cargar sus maletas y se perdió pasillo adelante, mascullando maldiciones en un idioma raro. Cuando el joven que nos precedía llegó al mostrador, ya pasaba un minuto de menos cuarto y cuando, por fin, llegamos a la empleada de Iberia, nos dijo que no podíamos embarcar: los vuelos se cierran con 30 minutos de antelación, en ese caso a las cuatro menos diez, y resultaba que eran las cuatro menos nueve. Creímos que estaba de broma, pero no. Ni hubo razones que convencieran a esa mujer ni a la supervisora que vino luego para intercambiar con nosotros una agradable conversación de besugos: "El horario es el horario". "¡Pero si casi todos los mostradores estaban cerrados!". "Pues haber usado el auto check-in". "¡Pero si no funcionaba!". "Pues haber venido con más tiempo". "¡Pero si llegamos con tiempo de sobra!". "Si hubiera sido de sobra, no les habría faltado". Lo sentí por Juan, al que estas cosas le dejan completamente Schopenhauer.

Al final, eso sí, Iberia se portó miserablemente bien y, tras largas negociaciones, nos ofreció billetes de ida, para cuatro horas más tarde, en clase business -porque en turista, como suele ocurrir en estos casos, no quedaban- y nos respetó la vuelta que teníamos programada para el día siguiente. O sea, que la broma se quedó en 109 eurillos de nada. ¿Lo ven? Lo que decíamos al principio: no hay más que pagar dos veces la misma cosa para que todo funcione a las mil maravillas. Ni se imaginan lo amables que fueron con nosotros en la sala VIP. Y ahora, "bienvenidos a la nueva Terminal 4, la más avanzada del mundo". Por cierto, el vuelo de las ocho y veinte a Alicante salió, exactamente, con una hora de retraso.