Para Senel


erían las tres y trenticinco de la tarde cuando el del pulóver negro entró en el vasto salón de la lista de espera, que aún se parecía mucho al que recordaba: la misma escalera de espiral con su pasamanos de bronce, ya desgastado hasta el hueso, el mismo olor a ropa húmeda y a hollín, la misma mezcla de voces y motores lejanos. El del pulóver negro miró al techo, buscando los cartelitos que marcaban la geografía de las colas, pero habían desaparecido. La de Manzanillo debía estar al fondo, a la izquierda, frente a la de Bayamo, en ese orden con que alguien había querido dibujar la silueta de la isla. Había mucha gente en el salón, quizás más de la que solía encontrar veinte años atrás, aunque no tanta como había temido, y calculó que si eran menos de treinta en la cola a lo mejor se podía ir en las próximas veinticuatro horas, "Si es que antes no ponen una guagua extra". 

El del pulóver negro fue siguiendo el laberinto de bancos, piernas, maletines, jóvenes sentados en el piso, niños, sacos y cajas de cartón. La última persona de la cola de Manzanillo parecía ser una mulata entrada en años que ocupaba el puesto final en el largo banco de tablillas, y él preguntó en voz baja. La mujer lo miró de arriba a abajo y con ella las seis o siete personas más próximas. "Voy detrás de una pareja que marcaron y salieron enseguida y que van detrás de él", y señaló para un señor calvo que no dejaba de mover las mandíbulas. El del pulóver negro se quedó recostado a la pared, con la mochila casi vacía colgándole del hombro, y la mulata entrada en años le advirtió que buscara un lugar donde sentarse. "Esto va para largo, mi hijito", dijo, y el señor calvo, que parecía estar muy preocupado, aseguró que desde la noche anterior, en que habían vendido dos pasajes, la cola permanecía inmóvil. "Parece que están fallando muchos carros", comentó, y volvió a concentrarse en el movimiento de las mandíbulas. El del pulóver negro miró alrededor: el único asiento posible era el piso, y la cercanía del baño de hombres hacía impensable siquiera tirarse encima de la mochila. "¿Usted no va a marcar también para Bayamo?", dijo la mulata entrada en años, tratando de leer el letrero que tenía en el pecho el pulóver negro. Él hizo un gesto indefinido. "Si va a marcar, yo también soy la última. Aquí hay que estar en todas." En la cola de Bayamo se veía más o menos la misma cantidad de personas que en la de Manzanillo: un largo banco de madera ocupado de extremo a extremo y algunas más de pie o agachadas por los alrededores. "No llegan a cuarenta". 

La tarde de agosto caía con su rigor de fuego y humedad y el del pulóver negro estaba sudando antes de tiempo. Si no se iba esa noche, al amanecer sus ropas y su piel serían un desastre, y al cansancio se uniría el malestar del churre. Aquellos bancos de listones de madera eran un mal lugar para dormir, incluso para estar sentado varias horas, y pensó que, como acostumbraba a hacer antes, en cuanto cayera el sol buscaría un sitio en la terraza donde pasar la noche. Pero veinte años atrás le importaban poco la frialdad del sereno, el dolor de la cervical, las manos pegajosas, y ahora, a los quince minutos de haber llegado, le costaba trabajo contener la impaciencia. "Si esta noche pusieran una guagua extra." Pero aún no se había escuchado una sola vez el altoparlante que anunciaba la partida de los ómnibus. 

El del pulóver negro fue el último hasta las cinco y cuarenticinco, y durante esas dos horas se mantuvo casi inmóvil, recostado a la pared, intentando mirar uno por uno los rostros y las cabezas que se exponían frente a él, descifrando los movimientos de los empleados que a veces entraban al salón, conversaban entre sí, hacían anotaciones en alguna tarjeta, consultaban un reloj de bolsillo, se iban; pensando que no le dolían aún las piernas, que había almorzado tarde y en abundancia para soportar la larga noche sin la angustia del hambre y la debilidad; imaginando el instante de bajar las escaleras con el pasaje en la mano, de sentirse arrullado por el motor del ómnibus, de mirar por la ventanilla muchachas y edificios, siempre diferentes cuando abandonaba la ciudad por varios días. 

El sol entraba casi de frente por las altas ventanas de la estación terminal cuando vino abriéndose paso un muchacho delgado, que usaba espejuelos oscuros y golpeaba el piso con un bastón blanco. El muchacho tropezó con una caja de cartón y el señor calvo se levantó a guiarlo. Buscaba al último de Manzanillo, pero antes quería hablar con el responsable de los casos sociales. Al fondo del salón, muy cerca de donde comenzaban las colas, varios empleados se aburrían en torno a un radiecito portátil, y el señor calvo llevó hasta ellos al muchacho de los espejuelos oscuros. Los empleados señalaron a una mujer teñida de rubio, que hablaba por teléfono. El muchacho esperó a que terminara para explicar su problema y la mujer, sin decir palabra, extendió una mano. El muchacho no reaccionó. "Deme su carné de impedido físico", pidió la mujer. "¿Carné?" "Si no trajo el carné de la Asociación Nacional de Ciegos, no puedo darle prioridad." El muchacho meneó la cabeza como Steve Wonder, "Siempre me pasa lo mismo. El carné se me perdió, me robaron la cartera con todos los carnés", sacó un papelito del bolsillo posterior del jeans, "esta es la denuncia", y volvió a posar su mano en el hombro del señor calvo, que no sabía qué hacerse. La rubia miró el papelito: "Aquí no habla del carné de ciego. Si quiere explíquele su caso a la cola, a ver si ellos están de acuerdo en que pase primero. Yo no puedo." 

El señor calvo condujo al muchacho hasta el principio de la cola, y se quedó callado ante la hostilidad con que los miraban. "¿Quién es la primera persona?", preguntó el muchacho, como si estuviera dirigiéndose a una multitud. Su voz sonó pastosa. Una mujer muy maquillada dijo que ni pensarlo, "Aquí todo el mundo tiene su necesidad." El de las mandíbulas fue mirando uno por uno al resto de la cola. Una anciana apergaminada, que parecía estar dibujada sobre el mismo banco, respondió que por ella no había problemas, siempre que vendieran dos pasajes. Que si vendían uno, lo sentía mucho, pero a las seis y media iba a cumplir dos días de estar allí, sin probar otra cosa que café, y sacó de su bolso un pomito vacío. La mujer que hacía el tres, y que cargaba un niño de unos dos años, dijo que de eso nada, "Hubiera venido ayer, como hice yo." En el cuarto puesto había un recluta que sólo tenía una semana de pase y no veía a su madre desde principio de año. Los muchachos del quinto lugar, que vestían camisetas y bermudas de colorines, miraron al techo, con los ojos en blanco, y la mujer de un matrimonio joven que ocupaba el octavo o noveno puesto comentó: "Qué barbaridad, las cosas que se están viendo en este país." El señor de las mandíbulas se había empequeñecido bajo la mano del ciego. "Es la ley del más fuerte", dijo el muchacho, y le pidió al señor que lo llevara al final de la cola. El de las mandíbulas le dio su asiento y se quedó de pie junto al del pulóver negro. 

Entre siete y media y ocho, cuando habían llegado a la cola una muchacha de modales muy finos y un señor que usaba una gorra de pelotero, el del pulóver negro sacó de su mochila un pan con tortilla, del que brindó a la muchacha recién llegada. Ella traía un pomo con agua, otro con té y un pozuelo con arroz blanco y fritas de pasta de oca, de las cuales comieron el del pulóver negro y el señor de la gorra, quien a su vez les brindó de una empanada de guayaba, con muy mal aspecto, que los otros no aceptaron explicando que les daba acidez. La mulata entrada en años compartió con el señor de las mandíbulas, a quien solo le quedaba un pedazo de pan con ajo, y con el ciego, que no había traído nada que comer, una tableta de maní y algunas chambelonas. "Las compré en la entrada de la Terminal, a peso", y aseguró que la señora que las vendía venía todas las mañanas, después de las diez. Por la zona central de la cola únicamente circularon pomos con agua, un poquito de café que le quedaba a un señor grueso, de aire campesino, que descansaba sus pies sobre una enorme caja de cartón, y algunas tabletas de maní que casi todos habían comprado la noche anterior. Aparte del niño de la señora que ocupaba el tercer lugar, los únicos menores del grupo eran dos mellizas de unos ocho años que viajaban con su abuela, y que hacían alrededor del diez. "Me da lástima con ellos", dijo la mulata entrada en años, "pero ya no tengo nada que brindarles." El señor de las mandíbulas temía romper su dentadura postiza con la tableta de maní y la ofreció a las niñas, y la muchacha de los modales finos les llevó un poco de arroz y la mitad de una frita, pero la abuela de las jimaguas insistió en que no tenían hambre y que desde la mañana corría el rumor de que antes del amanecer pondrían una guagua extra. "Esta semana todavía no ha salido ninguna, y estamos en agosto." Uno de los de bermudas de colorines se arrodilló delante de la muchacha, con las manos extendidas como un cuenco. Ella tapó el pozuelo y se lo entregó a la mujer del tres. "Ay, mi hijita, cuánto te lo agradezco. De verdad que no es fácil hacer esta cola con un niño. Si no fuera por lo que es, yo ni pensarlo." La muchacha acarició la cabeza del niño y aseguró a la madre que las fritas eran frescas y la pasta de oca, que es tan traicionera, había sido bien cocinada. El recluta se había puesto muy pálido y miraba el pozuelo con intensidad de autista. "Lo tuve que traer al médico", explicó la madre a la vez que olía las fritas y ponía una expresión complacida, "y total, no le encontraron nada." 

Después de la comida los niños y los ancianos comenzaron a adormecerse. El ciego se hizo acompañar al baño por el señor de las mandíbulas y al regreso pidió al del pulóver negro un cigarro. El del pulóver negro no fumaba. El señor de la gorra sacó una cajetilla que llevaba escondida en la media, y le brindó uno. El ciego propuso salir a la terraza, pero el de la gorra seguía siendo el último y no quería abandonar la cola. El aire de la noche se mantenía caliente y hacia el sur se veía el resplandor de relámpagos. La muchacha de los buenos modales también estaba afuera, e hizo señas para que se acercaran. En los andenes de la terminal había tres ómnibus con las luces encendidas. "Si alguno fuera para Manzanillo", rogó ella, y el del pulóver negro dedujo que al menos uno se trataba de un viaje largo, porque el maletero estaba cargando una carretilla atestada con equipajes. Los muchachos de las bermudas estaban cerca, y el que se había arrodillado se ofreció para explorar. A pesar del calor, la muchacha tenía la apariencia de estar recién bañada. El del pulóver negro miró alrededor: en todos los muros de la terraza donde recordaba haberse acostado se veían racimos de sombras que conversaban o dormían. "Lo peor es pasarse la noche en vela", dijo. "Y que nosotros no tenemos ni una tablita del banco", comentó ella. Mientras esperaban el regreso del de las bermudas, el del pulóver negro y el ciego supieron que la muchacha había nacido en Manzanillo, pero desde muy niña vivía en La Habana "en El Vedado", aclaró y que al cabo de quince años regresaba a buscar unos papeles que hacían falta para casarse. Había pactado con su novio que mientras estuviera en la cola, él debía venir al menos tres veces al día a traerle comida y agua hervida, "porque en esos bebederos de puercos no pongo mis labios". "Con un novio así", dijo el ciego, "yo me casaba sin papeles." A la muchacha le cayó bien el chiste. "Y tú, ¿eres músico?", preguntó ella fijando su mirada en la inscripción del pulóver negro: "Ronnie Scott Salutes". "Jazzista", agregó el ciego. El de las bermudas regresaba corriendo, eufórico. Dentro del salón se escuchó la estática de los altoparlantes al ser encendidos. Todos corrieron hacia dentro. La voz de la mujer que anunciaba las salidas de los ómnibus se perdió en su propio eco y solo se escucharon con claridad las últimas vocales: oa. Los que estaban en varias colas se pusieron de pie y algunos se acercaron a las taquillas. "Baracoa, Ciego de Avila y Manzanillo", dijo sin respirar el de las bermudas de colorines, y sus compañeros saltaron de alegría. "Ahora falta que fallen las reservaciones", dijo la mulata entrada en años, que se había despertado y estaba aprovechando el alboroto para estirar las piernas. Las cientos de personas que estaban en el salón se mantuvieron expectantes, esperando la llamada para la lista de espera. "Dicen allá abajo que el problema no es de petróleo, sino que están faltando muchos choferes", explicó el de las bermudas, que además estaba contando cómo pudo entrar al área destinada sólo a los pasajeros con reservaciones. "Le dije al portero que yo era sobrino de Fernández, y adiviné." También se decía que estaban visitando a los choferes en sus casas, y que se esperaba que al día siguiente se normalizara la situación. "Falta que nos hace", dijo el señor de las mandíbulas. La garraspera del altoparlante estableció el silencio en el salón y la voz de mujer anunció que se venderían dos pasajes para Baracoa, uno para Manzanillo y ninguno para Ciego de Avila. La mujer maquillada dio un grito de alegría, cargó sus bolsos y corrió hacia las taquillas. La anciana apergaminada se sentó en la punta del banco y la mamá besó a su hijo en la cabeza. "Sinvergenzas", dijo la muchacha de buen aspecto, "siempre quedan libres por lo menos cuatro asientos. Mi papá trabajó mucho tiempo en ómnibus y yo sé bien cómo son esas cosas. Deben estarle sacando más de cien pesos a cada pasaje." 

El del pulóver negro se apresuró a regresar a la terraza y encontró un pedazo de muro ancho y al que apenas le daba la luz del salón. Lo sacudió malamente y se acostó, usando la mochila como almohada. A las diez el calor parecía el mismo y los relámpagos del sur habían cesado. Tampoco tenía sueño y en la cintura se le clavaba el cinto o una trabilla del pantalón, y probó a dormir de lado, frente a la terraza, para despertar si ocurría algún movimiento en la cola. Apoyados en el muro que daba a la Avenida, el ciego y la muchacha compartían un cigarro y parecían conversar con vehemencia. El de la gorra de pelotero se acercó a donde estaba el del pulóver negro. "Yo siempre duermo en este lugarcito", comentó. Aún seguía siendo el último, pero era improbable que llegara alguien a esas horas de la noche. El del pulóver negro tuvo que recoger un poco las piernas para darle espacio al otro, que se acostó de espaldas a la terraza. 

Adentro, la mayoría de los que estaban en el banco habían logrado acomodar sus cuerpos a las torturas de los listones de madera. La anciana apergaminada parecía imperturbable, la cabeza levemente recostada a un lado, los ojos cerrados con una serenidad de muerte. El niño del dos estaba rendido desde temprano, y su madre trataba de mantenerse despierta abanicándolo de vez en vez con un pedazo de cartón. Las jimaguas habían aprovechado el espacio que dejaron el recluta, que también prefirió la terraza, y los muchachos de las bermudas y estaban ovilladas en sentidos opuestos, dibujando el signo de géminis, y de manera similar dormía el matrimonio joven, ella echada en las piernas de él, él recostado a la espalda de ella, como si cumplieran un complicado juego de amor. El señor grueso, de aire campesino, apenas había rodado un poco más el cuerpo para unir en una cama el banco y la caja sobre la que descansaba las piernas, y el de las mandíbulas estaba de nuevo en su sitio, la cabeza sobre el espaldar y la nuez oscilando en ronquidos que no dejaban dormir a la mulata entrada en años. 

A las once apagaron las luces del salón y solo quedó encendido un bombillo, encima de donde estaban dos empleados de guardia. El del pulóver negro durmió mal, molesto por el sudor, por la arenilla del muro que se pegaba a los brazos y las orejas, y cada vez que el de la gorra tropezaba con sus pies, tenía la certeza de que estaban tratando de robarle los zapatos. La muchacha y el ciego estuvieron hablando hasta muy tarde, y al del pulóver negro le parecía que la noche estaba inmóvil, que el cansancio no alcanzaría para dormir hasta el amanecer, que aquella conversación podía ser mejor que la dureza del muro y el calambre en las manos que usaba como almohada, pero una vez y otra el sueño pudo más que su voluntad. 

A pesar de las noticias que había traído el de las bermudas, el día comenzó sin alteraciones. Al despertarse, el del pulóver negro miró hacia el patio: solo un barrendero levantaba el polvo de los andenes. La muchacha y el ciego dormían aún, recostado uno en el otro, cerca de donde habían estado conversando. El del pulóver negro tuvo que hacer cola para entrar al baño, y dentro encontró al de las mandíbulas, que había despertado con un ataque de migraña. Los baños estaban inundados y los hombres entraban remangándose los pantalones y caminando como acróbatas. "Si no limpian esto temprano, vamos a tener que mear en la puerta", dijo el de las mandíbulas. "O en la terraza", respondió el del pulóver negro. Afortunadamente había agua y pudo lavarse la cara y frotarse las manos con la ilusión de limpiarlas del polvo y la grasa que se le estaban haciendo insoportables. Cuando salió, los muchachos de las bermudas estaban revendiendo tabletas de maní y chambelonas que compraron en la planta baja. Los tres habían ido a explorar los alrededores, lo que fue considerado como una temeridad por la mulata entrada en años. "Si de repente les da por poner la guagua extra, hubieran perdido dos días de cola". "Dos días y medio, tía", respondió el más avispado de los tres, "pero olvídese de la guagua extra". Los nuevos rumores decían que desde las doce iban a estabilizar las salidas regulares, y que incrementarían la vigilancia en el chequeo de boletines para evitar la bolsa negra. "Lo de ayer fue el colmo", sentenció la mulata. 

El novio de la muchacha llegó sobre las ocho de la mañana. Ella mostraba los estragos de la mala noche, pero se había cambiado de ropa y saludó al del pulóver negro con muy buen semblante. "Tenemos que hablar más tarde", dijo. Su novio, que tenía la misma apariencia de haberse acabado de bañar, la besó en la frente, le pasó un dedo por las ojeras y la llevó a la terraza. Los de la cola no apartaron la vista de los termos que salieron de la bolsa de nailon que él traía. "Eso debe ser café", dijo la mulata entrada en años, "si se acordara de nosotros." "A mí las chambelonas me tienen con acidez", se quejó el señor de las mandíbulas, que parecía secarse por minutos. Poco después de que el novio se fuera, la muchacha llamó al del pulóver negro para la terraza. En efecto, el termo pequeño tenía café y a ella le daba pena llevarlo para la cola, porque no alcanzaba para todos. Estuvieron de acuerdo en que debían favorecer a la viejita apergaminada, la mamá del niño y el señor de las mandíbulas y, si sobraba, al recluta, que parecía el más desamparado de todos y soportaba los rigores sin una queja. Al del pulóver negro le llamó la atención que no contara al ciego. "Lo tengo castigado", respondió, "después te cuento." 

Al mediodía el salón de la lista de espera era un horno y en la terraza no había un centímetro de sombra. Varios empleados habían venido a media mañana a tirar cubos de agua en los baños. En los vapores del calor, algunos de los que estaban en el banco trataron de recuperarse de las intermitencias de la noche, y cabecearon como muñecos de trapo. El ciego se había pasado el día en la terraza, solo, y en la cola se comentaba lo bien que había aprendido a cruzar entre los bancos sin un tropiezo y los hombres aseguraban que lo habían visto desenvolverse de lo mejor en el baño inundado. "Busca el inodoro con las rodillas, así", explicaba el de la gorra de pelotero, arrimándose al banco, "y nunca dispara fuera." 

Ya sería pasada la una de la tarde cuando la garraspera de los altoparlantes volvió a estremecer el salón. "Santiago de Cuba y Camagey", anticipó el de las bermudas de colorines, que se había vuelto a hacer pasar por sobrino de Fernández. "Manzanillo es el culo del mundo", comentó el de las mandíbulas, la mirada fija en un punto del aire, una vena latiéndole en la frente interminable. "O el papel con que lo limpian", rectificó la mulata entrada en años, que estaba perdiendo la paciencia por minutos. Era cocinera de una pizzería y debía haber comenzado desde la víspera. "Aparte de mi salario, son doscientos pesos que pierdo por cada día que dejo de trabajar." Esta vez la cuota para la lista de espera fue generosa: doce pasajes para las Tunas, quince para Jiguaní y siete para Santiago de Cuba. El novio de la muchacha llegó después de las dos, y explicó que había tenido que caminar más de veinte cuadras. El del pulóver negro se benefició con un pan con dulce de guayaba, un vaso de té y la promesa de un trago de café a media tarde. La muchacha separó parte de su arroz con frijoles para compartirlo con las jimaguas y el niño, y algo de té para el ciego. "Hay que llevarlo recio, pero me da lástima", le dijo al del pulóver negro, y repitió: "Tengo que contarte después". Los otros no comieron más que las chucherías que algunos temerarios bajaron a comprar: tabletas de maní, maní tostado, coquitos en almíbar y un pan con pescado que encontró el hombre del matrimonio joven, a ocho pesos. "Hay que ver cómo la gente abusa de la situación", dijo la mulata. El señor de las mandíbulas se comenzó a quejar de una punzada en la boca del estómago y la muchacha comentó con el ciego lo pálido que se estaba poniendo. Sin embargo, la frugalidad fue aliviada con la esperanza de que por la tarde habría otras salidas y los muchachos de las bermudas contaban una y otra vez a los que tenían delante, seguros de que al menos siete asientos serían vendidos en el primer ómnibus que partiera para Manzanillo. 

Durante la tarde los altoparlantes se escucharon con frecuencia: varias guaguas partieron para sitios cercanos: Matanzas, Varadero, San Juan y Martínez, San José de las Lajas, Unión de Reyes, y en todas siguió siendo generosa la cuota de pasajes para la lista de espera. A eso de las cinco se apareció la pareja que iba detrás del señor de las mandíbulas. Eran casi dos adolescentes, muy pequeños y delgados, y la mulata entrada en años los recibió con su peor cara: no era justo que vinieran a reclamar su puesto en la cola un día después de haber marcado. "Así cualquiera viaja", concluyó. El de la gorra de pelotero, que ni siquiera sabía de la existencia de la pareja, dijo que marcaran detrás de él, si es que estaban tan necesitados de viajar, y si no que siguieran paseando. Ellos optaron por quedarse de pie frente al señor de las mandíbulas, como si se negaran a renunciar a ese espacio que tan mal estaban defendiendo. La muchacha quería irse y el muchacho insistía en que su familia lo estaba esperando para los carnavales, y que ya tenían comprado el pasaje de regreso. Además, habían escuchado que entre esa noche y la siguiente tratarían de sacar a todos los que llevaban varios días en la lista de espera. La muchacha pidió que aclararan bien ese rumor: un individuo con uniforme de guagero lo estaba comentando en la planta baja, disgustado porque le tocaba viajar de día hasta Sagua de Tánamo. "Con más razón", dijo el de la gorra, "que marquen detrás de mí." 

La tarde cayó con los mismos relámpagos iluminando el sur, y al del pulóver negro le pareció que había llovido más cerca y pensó que quizás refrescaría en la noche. En las últimas horas se había inventado un ciclo que lo ayudaba a olvidar el tiempo: unos diez minutos de pie, en su lugar de la cola, tratando de permanecer en silencio, luego hablar de la situación con la mulata o el señor de las mandíbulas (más o menos las mismas palabras, las mismas frases de esperanza o alivio), para después salir a la terraza, pararse a contemplar la ciudad o el cielo desde los tres muros que la limitaban, recostarse a una pared para descansar la espalda, buscar un lugar donde sentarse, ver a la muchacha que había pasado la tarde inventado juegos para entretener a las jimaguas y al niño del dos, volver a entrar, recorrer las colas de pueblos lejanos al suyo (Cruces, Cifuentes, Mayajigua, Santa Rita, Maffo), con la ilusión de encontrar algún viejo conocido con quien diluir la soledad o el cansancio, entrar al baño, otra vez en punta de pies, orinar, mojarse la cara, frotarse de nuevo las manos, regresar a su puesto en la cola: treinta o cuarenta minutos que sumaba al segundo día de espera. "Daría cualquier cosa por irme esta noche." 

Estaba en la terraza, vigilando que el muro donde había dormido antes fuera desocupado, cuando la muchacha vino a él. Traía su trago de café, el tercero del día, y una confidencia: había descubierto que el ciego no era ciego. El del pulóver negro apenas se sorprendió. "Tipo de descarado no le falta". La muchacha aseguró que en el fondo no era una mala persona y que la culpa la tenía una borrachera que cogió la tarde anterior. "Como ya se le quitó la nota, está muy apenado y con pánico de que lo descubran. Imagínate que el calvo se entere. Anoche le dije horrores, pero tenemos que ayudarlo." 

El hambre y el cansancio de día y medio comenzaba a vencerlo y cuando la muchacha dijo que no sabía cómo dormir, él volvió a sacudir el pedazo de muro, dispuso para ella el lugar que había ocupado la noche anterior, le acomodó su mochila como almohada y se echó donde había estado el de la gorra de pelotero, también de espaldas a la terraza, convencido de que durante el sueño los altoparlantes no se escucharían. 

A las once apagaron las luces del salón, dentro se oía el llanto de un niño, quizás el de la señora del dos, "Debe estar muerto de hambre", la muchacha se acomodó en su espacio como si toda la vida se hubiera acostado allí y el del pulóver negro se durmió ayudado por el agotamiento, sus piernas rozando las de la muchacha, enlazándose a veces, estorbándose, sintiendo que ella lo buscaba cuando en la madrugada un pequeño viento frío comenzó a molestarlos. 

Ya era de día cuando se despertó con la certidumbre de que lo habían dejado solo. El lugar de la muchacha estaba vacío, y en la terraza tampoco vio al ciego, al de la gorra de pelotero, al recluta o a los muchachos de las bermudas de colorines. En el salón, la cola de Manzanillo había formado un círculo alrededor de un hombre grandazo que repetía a gritos: "Déjenme explicarles". La muchacha se acercó al del pulóver negro: "No te quise despertar", le sacudió la espalda, le entregó un nailito con una astilla de jabón de olor y un tubo de pasta de dientes, y le explicó que, según la mulata, aquel individuo había venido a ofrecerle al de la gorra un pasaje para Manzanillo, en doscientos pesos. Aunque el individuo aseguraba que sólo estaba preguntando a qué hora debía salir la próxima guagua, el muchacho de las bermudas había testificado haberlo visto en los andenes las veces que había bajado a ver a Fernández. La mulata entrada en años exigía la entrega del pasaje, a cambio de no llamar a la policía. El individuo levantó los brazos y mostró una expresión de víctima. "Regístrenme si quieren." Los muchachos de las bermudas avanzaron hacia él. El individuo bajó los brazos, dio un paso atrás. La mujer del niño le cortó la retirada. El individuo sacó del bolsillo un pasaje, se lo entregó a la mulata y salió corriendo. "Es para esta misma tarde", leyó la mulata. 

El señor de las mandíbulas aseguró que el pasaje debía ser falso. El de la caja de cartón propuso que alguien lo entregara en la administración, porque podía ser robado. "Eso es una injusticia", dijo la anciana apergaminada. La mamá de las jimaguas sugirió que se lo dieran al ciego. El ciego bajó la cabeza. El del pulóver negro opinó que mejor se lo entregaban a la señora del dos. La anciana se lamentó de que los viejos siempre tienen las de perder. Los muchachos de las bermudas dijeron que era verdad, que los niños son la esperanza del mundo. La muchacha pidió la palabra: había varias cosas que hacer. Primero: decidir por votación quién debía merecer el pasaje. Segundo: crear una comisión que se presentara ante el administrador de la Terminal. El del pulóver negro y la abuela de las jimaguas estuvieron de acuerdo. Esa comisión debía acusarlos por permitir la especulación y luego exigir que la persona elegida no encontrara obstáculos para utilizar aquel pasaje. La muchacha agregó que había que hablar de la limpieza del salón y de los baños, "Nos estamos acostumbrando a vivir en la mierda". El recluta dijo algo sobre los vendedores ambulantes, que tenían prohibido subir al salón de la lista de espera. 

Al contar los votos, la mulata advirtió que la parejita que iba delante de ella había vuelto a desaparecer. "Ahora sí que perdieron el derecho, ustedes son testigos", dijo el de la gorra. Uno de los muchachos de bermudas había levantado ambas manos, y el del pulóver negro pidió seriedad antes de contar los votos por segunda vez. Por la mujer del dos votaron quince, trece por la anciana y cuatro por el ciego. La muchacha consoló a la anciana, prometiéndole que mientras su novio mantuviera la fidelidad, no le faltaría qué comer. El de la gorra propuso que el del pulóver negro estuviera al frente de la comisión, y nadie presentó objeciones. Lo acompañarían la muchacha y el recluta, "porque el uniforme siempre impresiona", según la mulata, que fue propuesta por la mamá del dos, pero se quejó de que tenía las piernas muy malas para estar subiendo y bajando escaleras. 

Antes de cumplir la misión, el del pulóver negro opinó que sería conveniente parlamentar con las colas cercanas, para presentarse como un frente unido ante el administrador. Ya en Bayamo, Las Tunas y Jiguaní habían surgido líderes naturales, pero no lograron nada de Santiago de Cuba y Holguín, quienes estaban seguros de ser favorecidos con las próximas salidas. 

Para llegar al administrador tuvieron que salvar un laberinto de porteros, escaleras y secretarias. El hombre resultó ser de apellido Fernández, y lo encontraron en el taller aledaño a la Terminal, donde trataban de echar a andar un ómnibus que se apagaba con un bufido de animal enfermo. Les pidió que lo acompañaran a su oficina, y por el camino puso la mano en el hombro al del pulóver negro. "Nadie se imagina el infierno que es esto", dijo, y ofreció un cigarro que el del pulóver negro pasó al recluta. La oficina parecía la tienda de campaña de un militar en retirada. En el buró se confundían papeles y vasos sucios de café o te, en el piso podían verse cigeñales y un enorme bloque de motor, en un perchero descansaban la camisa y la corbata del uniforme, y un ventilador de pie revolvía el calor desde una esquina. El del pulóver negro fue enérgico en la acusación. El administrador estuvo de acuerdo: era imposible controlar a los especuladores cuando el setenta porciento de las guaguas amanecía roto y el índice de ausentismo de los choferes, por no hablar del resto de los empleados, aumentaba por día. Mientras conversaban, pidió a un subordinado que investigara a nombre de quién había sido vendido el pasaje. La limpieza del salón sería resuelta esa misma tarde, con trabajo voluntario de los obreros de la Terminal, y los conserjes se dejarían para darle atención a los baños dos veces al día. "Tres", exigió la muchacha. "Haremos lo posible", aseguró el administrador. "Y de las guaguas, ¿qué?", preguntó el delegado de Bayamo, un señor de espejuelos que sabía manejar muy bien la situación. "Entre hoy y mañana sacaremos, al menos, una para cada uno de los puntos de destino. Imagínense, son 168 salidas en dos días. Pero sí, estoy seguro de que lo vamos a lograr." En cuanto a los vendedores ambulantes, explicó que se trataba de impedir que abusaran de las penalidades de la lista de espera con precios excesivos. "Es que ya no nos queda nada qué comer", dijo la muchacha. El administrador prometió que los empleados de la cafetería iban a subir a vender infusiones y agregó la posibilidad de una cuota de diez cajas de cigarros para cada cola. La comisión insistió en que los vendedores llegaran a la escalera, y se acordó que las compras las hicieran no más de dos representantes por cada pueblo, para evitar que la desesperación precipitara la subida de los precios. El subordinado regresó con la noticia de que el pasaje era falso. "Nadie calcula el infierno que hay aquí abajo", repitió el administrador mientras tiraba al cesto el papelito inútil. Al despedirlos, rogó que no dejaran de venir cada vez que tuvieran una queja, y prometió visitarlos en el salón cuando el tiempo se lo permitiera. 

La mamá del dos recibió con lágrimas la noticia de que el pasaje era falso. "Van a hacer tres días que este infeliz no toma leche". Cada uno de los representantes reunió a su gente. Los de Manzanillo propusieron a la mulata como tesorera, y al hombre del matrimonio joven y al de aire campesino y caja de cartón para que se ocuparan de las compras. El de la caja de cartón no aceptó: tenía mala cabeza para los números. Su lugar fue ocupado por uno de los muchachos de bermudas, a quien el de las mandíbulas miró con mala cara: "Ese loco es capaz de irse a jugar por ahí y matarnos de hambre." La muchacha hizo el censo de fumadores, que sumaron nueve, de manera que tendrían una caja extra para estimular las actitudes destacadas. 

El del pulóver negro aconsejó a todos que separaran el dinero del pasaje, y el resto fuera entregado a la mulata. Se acordó que aquellos que sólo iban de visita a Manzanillo (la muchacha, los de las bermudas, el de la gorra de pelotero y el del pulóver negro), guardaran lo necesario para los gastos de estancia. "Total", protestó el de las mandíbulas, "no sé allá en qué van a gastar el dinero." El hombre del matrimonio joven calculó que se debía reservar lo necesario para quince días. La muchacha y la mamá del dos opinaron que era una exageración. "Ojalá lo sea", dijo el del pulóver negro, "pero nuestro deber es prepararnos para lo peor." También se estuvo de acuerdo en que los que llegaran nuevos debían entregar de inmediato su aporte a la sobrevivencia, como lo bautizó la muchacha, quien además quitó a su novio todo el dinero que llevaba encima cuando vino a traerle el almuerzo. 

Al mediodía los muchachos de las bermudas sacaron de sus mochilas una casa de campaña y la ofrecieron para la atención de los niños. Tenía capacidad para unas doce personas, y la instalaron en la terraza. Cuando estuvo lista se agregaron menores de Bayamo, Jiguaní y Holguín, y a las madres se unió una maestra jubilada de Media Luna, quien se propuso para ir repasando a los niños que estaban en edad escolar. El del pulóver negro pidió a los que llevaban maletas que las guardaran en la casa de campaña, de manera que se pudieran usar como bancos, y se pensó que era urgente conseguirles leche. "Con los vendedores ni pensarlo", dijo el de las bermudas, "ya me querían cobrar a siete pesos la tableta de maní." 

Ocupado en los trajines de su responsabilidad, el del pulóver negro se sorprendió de lo rápido que se había ido la tarde. Tanto él como la muchacha, que se había convertido en su lugarteniente, estaban cansados y satisfechos: ya una decena de niños jugaba en la tienda de campaña, la recolección de fondos había sido más provechosa de lo que suponían al principio y la comisión de compras había logrado que un par de vendedores rebajaran los precios del pan con pescado y el dulce de guayaba cuando prometieron compras diarias al por mayor. Además de las salidas habituales para los pueblos cercanos, durante la tarde partieron ómnibus para Nuevitas, Sagua de Tánamo y Chambas, y en cada uno fueron vendidos cinco pasajes para la lista de espera. El hombre del matrimonio joven recordó la promesa del administrador: "A este paso no va a cumplir ni en una semana." Ahora temía haber sido demasiado optimista en su cálculo de quince días. El del pulóver negro pidió discreción: "El pánico nos puede hacer tanto daño como el hambre." 

Las mamás prepararon la tienda de campaña como dormitorio para los niños y el del pulóver negro organizó una guardia de hombres con turnos de dos horas, que él mismo inició a las doce, para que ellas también pudieran descansar. El cielo estaba limpio, los niños dormían como ángeles y a ratos el terral refrescaba la noche. El señor de las mandíbulas, que tenía el turno de dos a cuatro, se le unió temprano. Ya le resultaba imposible dormir en el banco y la noche anterior se había tomado su último meprobamato. Su esposa, que padecía el Mal de San Vito, hacía una semana que estaba sola, esperándolo. "Imagínese qué suplicio el mío". El del pulóver negro aseguró que a más tardar en dos días estaría junto a ella. El de las mandíbulas negó con un gesto: "Ya estoy perdiendo las esperanzas de volverla a ver." 

Cumplida la guardia, el del pulóver negro buscó su pedazo de muro. La muchacha estaba acurrucada en su espacio, y aun durmiendo conservaba una expresión de mujer satisfecha. Él acomodó un mechón de pelo que caía sobre sus labios y ella le tomó una mano, "¿Ya acabaste?", se hizo a un lado, "Tengo frío". El del pulóver negro se acostó junto a ella y la muchacha lo abrazó, protegiéndose. "Eres lindo", dijo, y le dio un beso en la punta de la nariz. 

El alba no había acabado de despuntar cuando el ciego vino a llamar a la muchacha. Acababa de encontrarse, tirada en un rincón de los baños, una lata vacía de carne rusa, y estaba seguro de que el dueño era el señor de la gorra. "Fue el único que entró antes que yo, y se demoró muchísimo en salir", explicó el ciego al del pulóver negro. La muchacha propuso que confiscaran de inmediato el maletín, donde seguramente encontrarían más comida. "Tiene cara de especulador." El ciego recordó que él no podía haber visto nada. "Dejé la lata en el mismo lugar, hace falta que él sea el que se la encuentre", y señaló al del pulóver negro, quien pensaba que lo más prudente era citar una reunión con toda urgencia, explicar lo sucedido sin levantar falso testimonio, apelar a la conciencia ciudadana, prometer que los productos empleados en el bien público serían pagados. Si el culpable no se entregaba, procederían a registrar los equipajes. Cuando el del pulóver negro revisó los baños vio también cerca del lavabo unas gotas blancas que podían ser de leche. 

La asamblea se hizo en la terraza, para no despertar a los que aún dormían dentro, y la sorpresa y la indignación del señor de la gorra parecieron tan auténticos como los de la mamá del dos y la abuela de las jimaguas, a quienes se les saltaron las lágrimas cuando escucharon la palabra leche. La apelación fue inútil. Se decidió que el del pulóver negro, la muchacha y el hombre del matrimonio joven (que ya eran llamados El Ejecutivo) se instalaran en la casa de campaña y allí revisaran los equipajes, uno por uno. Los muchachos de las bermudas ayudaron a cargar las maletas de algunas mujeres. El maletín del señor de la gorra no contenía más que piezas de ropa interior, un par de chancletas plásticas y dos pulóveres Ocean Atlantic, y en el resto de los equipajes solo encontraron algunas medicinas (imipramina, novatropín, levamisol, bicarbonato) que la anciana apergaminada y el señor de las mandíbulas llevaban para sus familias, y algunos jabones y tubos de pasta de dientes. Se tomó inventario de todo, para casos de urgencia. "Entonces el sinvergenza tiene que ser de otro pueblo", dijo el hombre del matrimonio joven. "Pero cercano", insistió la muchacha. Era improbable que alguien se arriesgara a atravesar el salón, aun de madrugada, con una lata de carne. 

Iban a comunicárselo a los representantes de Bayamo y Las Tunas, cuando uno de los muchachos de bermudas los interceptó. La enorme caja de cartón no había sido revisada. Ellos quisieron cargarla y el dueño aseguró que era la ropa de un tío que acababa de morir, y les enseñó por una hendija las alforzas de una guayabera de hilo. El de la caja los recibió con un gesto de sorpresa y amabilidad. Por supuesto, no tenía inconvenientes, sólo quiso evitarles el trabajo, y bajó los pies de encima de la caja, abrió las tapas, que habían sido cruzadas en hélice. Lo primero en aparecer fue la guayabera, que la muchacha tomó en sus manos. Tenía el cuello destrozado y una gran mancha de moho cubría la espalda. También había pedazos de sábanas de guarandol, un pantalón de casimir tan deteriorado como la guayabera, trozos de encaje de lo que fue un mantel. El hombre del matrimonio joven introdujo su mano más allá de la ropa. Sonrió. 

La caja contenía noventisiete latas de carne rusa (de la china, que es la que trae menos grasa) y ochenta bolsas de leche en polvo (de la amarillita, que reparten a los diabéticos). "Nada de eso es mío", imploró el dueño, "Yo nada más que estoy haciendo un favor. Aquí hay miles de pesos que no puedo tocar." El botín se trasladó a la casa de campaña y El Ejecutivo decidió que fuera compartido con los niños de los demás pueblos que estaban en ella, e incluso con otros que pudieran añadirse. También debían considerar algunas personas mayores cuyo deterioro lo aconsejara. La muchacha fue del criterio de que el dueño había perdido la fuerza moral y no debía ser indemnizado. El señor del matrimonio joven creía que la confiscación era una medida excesiva: "Vamos a calcular a cincuenta pesos cada bolsa de leche y a treinta las latas de carne. Son más de siete mil pesos." El del pulóver negro decidió que se pagara todo, pero al precio oficial. La mulata contó ciento noventiséis pesos con cuarenta centavos. El señor de la caja no quería aceptarlos. "Prefiero que me pongan una multa, que me lleven preso." 

Al filo de las seis de la tarde el administrador subió a visitarlos. Estaba vestido con el uniforme sucio que habían visto en su oficina, pero tenía el pelo húmedo y acabado de peinar. "Les traigo buenas noticias", y llevó al Ejecutivo para la terraza. Cinco ómnibus estaban en los andenes, listos para partir. "Aquel, el 133, es para Manzanillo. Con esos nos ponemos al 38% del plan." La muchacha dio dos palmadas de alegría. El administrador meneó la cabeza: "Lo malo es que con tantos fallos se nos ha acumulado mucha gente con pasajes." El hombre del matrimonio joven propuso no decir nada a la cola, para evitar falsas esperanzas. El administrador quiso hacer un recorrido para ver cómo andaba la limpieza de los baños y el salón. Mientras caminaba, fue recogiendo papeles y colillas del piso, habló brevemente con los empleados que se aburrían en las taquillas y a la hora de la infusión compartió con el Ejecutivo un brindis de cañasanta. "Tienen que lograr que la gente comprenda, que colabore con nosotros." Después lo llevaron a ver la casa de campaña, donde los niños estaban comiéndose la primera ración de carne rusa. La maestra jubilada aseguró estar sorprendida con la inteligencia natural de los muchachos de hoy en día, "que aprenden en un dos por tres". "Esa es la actitud que queremos de ustedes", dijo el administrador al despedirse, "ya saben que pueden contar conmigo incondicionalmente." 

La mujer del altoparlante anunció que sería vendido un pasaje para Manzanillo. La mamá del dos abrazó llorando a la anciana apergaminada, que estaba en un temblor. "Hasta que no esté montada en esa guagua, no me lo creo", decía. El Ejecutivo la acompañó a hacer los trámites en la taquilla y casi todos los de la cola la despidieron en la escalera. Antes de bajar, la anciana sacó de su cartera el nailon donde guardaba las medicinas y se lo entregó al del pulóver negro. "Ojalá que nunca hagan falta." Los muchachos de las bermudas, que cargaban la maleta, siguieron con ella. Los demás la vieron subir al ómnibus desde la terraza y algunos agitaron las manos cuando el carro salió del patio de la Terminal. "Era una buena mujer", dijo la mulata entrada en años al regresar a su asiento. Ya la mamá del niño se había corrido para la punta del banco y aún tenía los ojos húmedos. "La viejita llegó diez minutos antes que yo", decía al recluta, sentado junto a ella. 

Cuando cayó la noche, el representante de Bayamo vino a hablar con el Ejecutivo de Manzanillo: quedaba por resolver el problema de las parejas. Varias mamás se habían quejado de que la noche anterior se escucharon gemidos en la terraza, y un niño había estado jugando con un condón que encontró junto a la casa de campaña. "Hay que declarar una zona liberada." Lo ideal era la casa de campaña, si lograban convencer a las mamás de que los niños volvieran a dormir en el salón. "Hasta la podríamos alquilar", dijo el de Bayamo. La muchacha pensó que era un intento inútil. El del pulóver negro consiguió una soga con la que cercaron el cuadrante de la terraza más alejado de la casa de campaña. Quedaba poner un cartel, que encargaron a los de las bermudas, y divulgar la información por las restantes colas. Acordaron sancionar con multas muy severas a las parejas que emprendieran escaramuzas de amor fuera del perímetro de la zona liberada, o incluso de día. 

Antes de acostarse, el del pulóver negro se asomó a la casa de campaña. El recluta cumplía su guardia y, salvo una niña ahogada por la tos, el resto dormía en paz. La muchacha lo esperaba despierta. "Mañana te voy a lavar ese pulóver", dijo, mientras pasaba el dorso de su mano por los cañones de la barba. Él se acercó para besarla. Ella lo detuvo: "Aquí no." El del pulóver negro miró hacia la oscuridad de la zona liberada. "Vamos." "Todavía. Ven." La muchacha se acostó en el muro. "Estoy tan cansada. ¿Tienes hambre?" El del pulóver negro se echó junto a ella. En la piel le quedaba el lejano olor de un perfume conocido. "¿Estás contento?" Él la beso en la oreja. "Mucho." 

Los días siguientes pasaron sin complicaciones notables. Se comentaba que en los demás pueblos estaban constituyendo ejecutivos similares al que ellos habían fundado, aunque ya más amplios, de hasta siete personas, y con sus responsables de guardia, de orden interior, de economía y servicios y de atención a menores, entre otros. Tres personas habían llegado a la cola de Manzanillo, pero todos la abandonaron al enterarse de la situación. La muchacha lavó el pulóver negro, que él sustituyó por otro del mismo color, pero sin letreros. También le había pedido la ropa interior sucia, pero él se había hecho el hábito de enjuagarla diariamente, cuando se lavaba la boca por la mañana. En la terraza, durante el día, se colgaban cordeles para secar la ropa y al atardecer, cuando la sombra del salón avanzaba lo suficiente, se jugaba dama, parchís y un dominó al que el administrador se sumaba poco antes de la hora de la infusión. En la casa de campaña todo marchaba a pedir de boca, la niña que tosía ya tenía el pecho más flojo y la carne rusa, aunque cruda, no había traído complicaciones estomacales. Las guardias se cumplían rigurosamente y, al menos por el momento, las parejas estaban usando adecuadamente la zona liberada. La única preocupación que quedaba era la alimentación de las personas mayores. El vendedor del pan con pescado solía perderse y ya les costaba trabajo soportar las chambelonas, las tabletas de maní y los cocimientos de tilo o cañasanta. 

El quinto día, a la hora del desayuno, el novio de la muchacha llegó con las manos vacías y después del beso de rigor avanzó con ella hacia la escalera. Desde lejos, los de la cola de Manzanillo los vieron manotear el aire y el del pulóver negro tuvo intención de ir hacia ellos cuando él la sacudió con fuerza. Al regresar, la muchacha tenía los ojos húmedos y pasó más de una hora antes de que el del pulóver negro pudiera sacarle alguna palabra. "El muy sinvergenza, me exigió que me fuera, que lo abandonara todo. Imbécil." 

Por la noche se acostaron como siempre en su pedazo de muro, el del pulóver negro se abrazó a ella, olió el lejano perfume conocido, se durmió. Poco después de que apagaran las luces del salón la muchacha lo despertó, mordiéndole la oreja. "Vamos", dijo, y juntos cruzaron por primera vez la soga de la zona liberada. 

El señor de las mandíbulas amaneció con fiebre alta y una punzada en la boca del estómago. La mulata entrada en años recomendó darle novatropín y la muchacha fue por otros pueblos en busca de duralginas o un calmante inofensivo para las vías digestivas. Sentado en su lugar de siempre, las manos cruzadas sobre el vientre, el señor de las mandíbulas tenía una palidez sobrenatural y la vena de la frente se dibujaba de un azul intenso. "Aquí hace falta un médico", dijo el del pulóver negro, pero en todo el salón no encontraron más que una muchacha de Caibarién que decía haber sido enfermera. La mamá del uno trajo medio vasito de leche, y fue imposible hacérsela tragar. La cañasanta y el tilo tampoco dieron resultado. A las diez de la mañana la fiebre no había cedido y tuvo las primeras convulsiones. Alguien recomendó que se le quitara la dentadura postiza. El del pulóver negro ordenó al recluta que fuera con toda urgencia a pedirle al administrador que hiciera venir un médico. Fernández llegó corriendo y dijo las palabras que todos temían: "Hay que llevarlo cuanto antes para un hospital." "No es justo", se quejó la abuela de las jimaguas, "no podemos hacerle eso." Fernández ignoró la protesta e intentó que el enfermo se pusiera de pie. Su cuerpo estaba rígido pero la súplica de su mirada fue tan intensa que Fernández no hizo más que pasarle la mano por la frente sudada. Diez minutos después el señor de las mandíbulas deliraba bajo la mano de la mulata entrada en años, que le pasaba por la frente un pañuelo empapado en alcohol. El médico llegó más rápido de lo que el Ejecutivo pudo esperar, pero fue inútil. A las once de la mañana el señor de las mandíbulas había muerto. 

Quedaban los trámites. Hasta donde habían podido conocerlo, no tenía familiares en La Habana, y las pocas pertenencias que llevaba en la maleta de cartón no ofrecieron más datos sobre su vida que una dirección de Manzanillo, el número del carné de identidad y un nombre tan desvaído que sólo fue usado en los papeles de rigor. "Pasado mañana cumplía sesentisiete años", comentó la mulata. El del pulóver negro intentó redactar un escueto telegrama para la viuda, pero no encontró palabras con qué comunicarse con aquella mujer por cuya soledad había sufrido tanto el señor de las mandíbulas. El Ejecutivo, reunido con el administrador y el médico, decidió que el cadáver fuera embalsamado, guardado en la administración, junto a la maleta, y embarcado en el primer ómnibus que partiera. 

El velorio fue en la terraza y, para evitarles la impresión, la maestra jubilada llevó a los niños a dar un paseo por los talleres de la Terminal. Cuando el cadáver estuvo listo, la mulata entrada en años se ocupó de afeitarlo, devolverle la dentadura postiza y vestirlo con la mejor ropa que encontraron en la maleta. Los muchachos de las bermudas cargaron el féretro, y el cortejo fúnebre, al que se unieron personas de otros pueblos y algunos trabajadores, caminó en silencio hasta la administración. Cuando el ataúd descansó sobre el bloque de motor, el del pulóver negro dio dos pasos al frente, se enjugó una lágrima y despidió el duelo: había poco que decir, pero el dolor de todos era sincero. El señor de las mandíbulas había sido un buen hombre, sin dudas un marido ejemplar y un trabajador serio y honesto, y merecía descansar en paz. El ciego se quitó los espejuelos oscuros y la mulata entrada en años lamentó no tener una flor que dejar sobre el ataúd. 

La impresión causada por la muerte del señor de las mandíbulas no detuvo la vida en la lista de espera. Después del entierro, los niños regresaron a la casa de campaña, los de la cafetería subieron a vender sus infusiones, el del pan con pescado hizo una pequeña rebaja, en atención a las circunstancias, y la noche no había terminado de cerrar su oscuridad cuando algunas parejas se distribuían el espacio de la zona liberada. 

En los días sucesivos el niño del uno aprendió a identificar las figuras geométricas y las jimaguas a dividir entre números de dos lugares. El señor del matrimonio joven propuso, y fue aceptado, repartir sólo cinco de las diez cajetillas diarias de cigarros (se hablaba de algunos que fumaban menos y estaban empezando el trueque por cuenta propia) y emplear las restantes en el canje de alimentos. La medida dio excelentes resultados, y comenzaron a aparecer café (dos litros por cajetilla), pan con jamón (dos cajetillas la unidad), empanadas de queso (dos por tres cajetillas) y huevos duros (uno por una). También jabón, pasta de dientes, desodorante de tubito, cuchillas de afeitar y algún detergente que fue rechazado porque apenas hacía espuma. El administrador estaba espantado por las dimensiones que iba adquiriendo la bolsa negra, pero estuvo de acuerdo en que lo mejor era hacerse el de la vista gorda. 

Ya los más antiguos iban a cumplir dos meses en la lista de espera cuando, a propuesta del delegado de Santiago de Cuba, se hizo la primera Asamblea de Representantes Municipales. El propósito, en principio, fue el de constituir una directiva que unificara todos los ejecutivos, pero a la idea de un organismo colegiado, presentada por Santiago y Guantánamo, y apoyada por Manzanillo, Bayamo y Sancti Spíritus, se opuso la tesis de un presidente con plenos poderes, acompañado por un Consejo de Delegados, que llevaron Camagey y Ciego de Avila, con simpatizantes en Holguín, Cienfuegos y algunos pueblos de Matanzas. Fueron días de mucho ajetreo para el del pulóver negro, quien al final estuvo entre los que opinaron que era preferible aplazar la decisión antes que dividir el país con luchas inútiles. 

La Asamblea se hizo en el centro del salón, con los bancos dispuestos en herradura en torno a las taquillas, donde se sentó la presidencia. Participaron 166 delegados, porque Varadero y Matanzas tenían colas efímeras, y el administrador, que fue especialmente invitado, vino con el uniforme acabado de planchar y gorra y corbata nuevas. Los temas más discutidos fueron la permisibilidad con la bolsa negra, la limpieza de los baños, la gratuidad de la zona liberada, la implantación de servicios médicos y la necesidad de encontrar otra persona que ayudara a la maestra en el cuidado y la enseñanza de los niños. Al final no fueron aprobadas propuestas como la creación de una milicia para preservar el orden interior, ni las brigadas permanentes de trabajo voluntario para cooperar en la reparación de los ómnibus y el mantenimiento de la Terminal. En cambio, se acordó que la próxima Asamblea debía hacerse dentro de dos meses, con la esperanza de que ya para esa fecha hubiera consenso sobre qué estructura de gobierno adoptar y, como fórmula de tránsito, se eligió una Presidencia Provisional, compuesta por los líderes de ambas tendencias, lo que satisfizo sobre todos a los partidarios del organismo colegiado. El discurso de clausura estuvo a cargo del administrador, quien dijo que nunca, en la historia de esa Terminal de Omnibus, se había contado con una fuerza tan organizada y eficiente, y alabó el buen tino de quienes supieron poner los intereses del país por encima de ambiciones personales. 

La Asamblea terminó con una fiesta en la terraza. Un grupo de mujeres había dedicado la tarde a baldearla y adornarla con malangas y arecas que rescataron de algunas oficinas de la Terminal, y la casa de campaña fue convertida en kiosco. Con la ayuda del administrador, se había resuelto una grabadora y un tambucho con refresco instantáneo de mantecado y, salvo algunos que se refugiaron en el fondo del salón para dormir temprano, se estuvo bailando hasta muy tarde. La muchacha estaba feliz y, como el del pulóver negro era torpe en asuntos de baile, fue disputada como pareja por los muchachos de las bermudas, el representante de Bayamo, que demostró tener gracia para las vueltas del casino, y el ciego. Los niños tuvieron una cuota adicional de chambelonas y las mamás permitieron que estuvieran junto a los mayores hasta el final de la fiesta. 

Ya habían pasado las peripecias de la política y lo que estaba en el candelero era una gripe que se extendía de la casa de campaña hasta los pueblos más cercanos a la escalera, cuando la muchacha tuvo la primera impresión de que podía estar embarazada. La gripe no tuvo complicaciones mayores, salvo la niña de la tos, cuyo pecho había vuelto a cerrarse y pasó varias noches en vela, ahogada por unos estertores de perro. El representante de Bayamo pudo conseguir bulbos de penicilina, los de la cafetería se comprometieron a hervir aguja y jeringuilla (luego se les regaló una caja de cigarros), y bajo la mano de la abuela de las jimaguas, que inyectaba aún con pulso firme, la niña estuvo bien en unas semanas. 

El del pulóver negro no quiso hacer pública la noticia de que iba a ser padre hasta que hubiera evidencias más firmes. Por el momento, suspendieron las visitas a la zona liberada. Ahora ella se acostaba de lado y él se dormía con una mano acariciándole la tersa piel del vientre, imaginándose que sentía crecer la pequeña criatura aún informe. Dos semanas después a la muchacha le era imposible abrocharse el pantalón y las mujeres de Manzanillo acogieron con júbilo la posibilidad de un nuevo miembro. La abuela de las jimaguas lamentó no contar con aguja e hilo para tejerle unas mediecitas, la mulata entrada en años se hizo cargo de ir resolviendo lo imprescindible para una canastilla y la mujer del matrimonio joven comentó, con una mirada de reproche para su marido, lo valiente que era la muchacha. 

Los primeros rumores subieron cuando ella había tenido que cambiar casi toda su ropa por prendas más holgadas. Eran comentarios muy vagos, cuya fuente nadie podía precisar, y los recibieron con el gesto amargo con que se admite una broma de mal gusto. En los dos días siguientes los rumores ganaron una persistencia amenazante. A la hora del dominó, el del pulóver negro llamó a solas al administrador. Fernández lo miró con una expresión ambigua y bajó la cabeza para responder: "No te preocupes, que todo está en orden." Pero a prima noche no se hablaba de otra cosa en el salón. El del pulóver negro, confiado en la palabra del administrador, trató de convencer a sus subordinados de que no se trataba más que de una bola, quizás lanzada por los partidarios del presidencialismo para imponer la anarquía y minar la autoridad de la Presidencia Provisional. El representante de Bayamo fue más escéptico: había sabido de buena tinta que en los talleres se estaban trabajando turnos de doce horas y se hablaba de la llegada de una partida importante de piezas de repuesto. La muchacha se negó a creerlo. "No nos pueden hacer eso." El del pulóver negro salió en busca de algún miembro de la Presidencia. El representante de Holguín también había hablado con el administrador y tenía la misma fe que el del pulóver negro. El de Camagey decía no tener autoridad para convocar una sesión extraordinaria de la Presidencia, menos aún de la Asamblea, y el de Santiago no aparecía. "Debe estar allá", dijo alguien, señalando hacia la zona liberada. No había más remedio que esperar. 

Durmieron mal. Durante toda la noche no cesó el abejeo en el puesto de guardia de la casa de campaña y en el patio de la Terminal se vieron luces y trabajadores que cargaban bultos de un lado al otro. La muchacha se acostó de espaldas a la terraza y se sacudió con brusquedad cuando el del pulóver negro intentó acariciarle el vientre. El se sintió culpable: "Perdóname. Si es verdad, no hay nada que hacer." Ella sollozaba, quería estar sola. El alba los sorprendió despiertos. 

En cuanto se lavó la boca, el del pulóver negro bajó a ver al administrador. No estaba, pero el ajetreo en toda la Terminal no dejaba lugar a dudas. Varios choferes con uniformes impecables conversaban en la puerta de la cafetería, la farmacia y el correo estaban abiertos y los empleados de limpieza devolvían el brillo a los pisos de granito. Al regresar al salón, el del pulóver negro se reunió con el hombre del matrimonio joven y los representantes de Bayamo y Las Tunas. La muchacha permanecía en la terraza, sola, de espaldas a todos. Los muchachos de las bermudas de colorines estaban recogiendo la casa de campaña y el ciego había vuelto a usar los espejuelos oscuros. "Hemos sido traicionados", informó el del pulóver negro, "lo único honorable es renunciar." Fue inútil que intentara lograr una respuesta de la muchacha. Ella estaba inmóvil, llorando en silencio, ajena al mundo que se derrumbaba a sus espaldas. Serían las once y treinticinco cuando el del pulóver negro bajó por última vez las escaleras. No se había despedido de nadie y la barba acentuaba la expresión de su dolor.