Ecuador, un país en estampida
La quiebra de la banca y el empobrecimiento de la clase
media provocan el éxodo del 12% de la población
MARCIA CEVALLOS, Quito
Una niña cuida de su hermano en
Cotacachi, una de las zonas más
pobres de Ecuador (M. V. Llosa)
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El trágico accidente de Lorca ha acentuado la perplejidad con la
que se vive en Ecuador el fenómeno de la emigración. Pueblos
habitados sólo por mujeres, penosas hazañas en altamar y
a lo largo del continente para llegar a Estados Unidos, y hasta los intentos
de huida de marineros de la Armada Nacional en un buque oficial han creado
la imagen de un país que está en franca estampida. La diáspora
de ecuatorianos crece irrefrenable: 400.000 se han sumado en los últimos
dos años al millón de emigrantes que vive ya en Estados Unidos;
el 12% de una población de 12 millones de habitantes. "No podemos
detener la ola de emigración" , señala el sacerdote Fernando
Vega, que dirige la ONG Movilidad Humana, con sede en Azuay, la región
con más alto índice de desplazamientos. El escenario que
presenta Vega es apocalíptico: "Si las cosas siguen así,
el país puede perder la mitad de sus habitantes en la próxima
década".
La crisis de los últimos años, y del año 2000 en
especial -descenso del PIB en un 7,3%, quiebra de la banca, congelación
de los depósitos bancarios-, es el origen de este éxodo masivo.
La emigración, que se concentraba en ciertas zonas deprimidas, se
ha extendido a todo el país, y a todas las capas sociales. Estados
Unidos ya no es el único Eldorado. España se ha convertido
en la nueva puerta de escape. Aproximadamente 50.000 personas han optado
por este destino en los dos últimos años. Y no precisamente
por obra del azar. Freddy Rivera, profesor de FLACSO, una universidad de
Quito, explica que ninguna migración se produce de manera espontánea
o caótica. "Los trabajadores de provincias agrícolas del
Ecuador como El Oro o Loja, dueños de pequeñas propiedades
en las que se cultivan frutas y hortalizas, consiguen adaptarse fácilmente
a las formas de producción de Extremadura o Murcia".
Rivera recuerda que ocho de las 12 víctimas del accidente de
Lorca eran naturales de El Oro. Y añade que el idioma, la misma
religión y la idiosincrasia de los campesinos favorecen su rápida
integración. La migración de ecuatorianos a España
se ve favorecida, además, por viejos convenios migratorios por los
cuales los ecuatorianos pueden entrar en España con un visado de
turista. Rivera añade: "Ningún emigrante llega a ciegas.
Un compadre, amigo, vecino o pariente le espera en el aeropuerto, le explica
cómo funciona la ciudad, le da alojamiento y le ayuda a conseguir
un trabajo. Estas relaciones no se fundan en la solidaridad. La ayuda tiene
un coste, que se paga con el sobreprecio en el alquiler de la habitación
compartida". Algunas de estas redes son mafiosas, y obligan a los emigrantes
a aceptar cualquier tipo de acuerdo laboral.
España se ha convertido también en un refugio para la
clase media. Mujeres de entre 20 y 40 años, muchas profesionales,
con hijos, que perdieron sus empleos, sus ahorros o su calidad de vida
tras la gran devaluación de 2000 que depreció sus ahorros
y, al mismo tiempo, encareció sus deudas en un 400%, han viajado
a España. "Nos empobrecieron violentamente. La clase media está
a punto de desaparecer", dice Rivera. La historia de Carmen, una mujer
de 40 años madre de dos hijos, que antes de emigrar a España
trabajaba como profesora de inglés en un colegio de Quito, y cuida
ahora a dos niños en Murcia, hijos de un catedrático, fue
publicada el 31 de diciembre pasado en un periódico de Quito como
ejemplo del nuevo perfil del emigrante ecuatoriano. Se siente a gusto en
Murcia y con la familia para la que trabaja. Ahora planea llevar a sus
hijos a pasar este verano, y espera que toda la familia se mude el próximo
año. "Los emigrantes de clase media encuentran en la sociedad española
el modelo de vida con el que soñaron", dice Rivera. "Una sociedad
con una alta calidad de vida y que conserva aún intacto el Estado
de Bienestar". A trabajadores agrícolas y personas de ingresos medios
se han sumado artesanos y trabajadores independientes, muchos maestros
y hasta músicos callejeros.
José María S., un arquitecto español que vive en
Quito, relata que los fontaneros, electricistas y albañiles que
trabajaban hasta hace poco para él lo hacen ahora para sus colegas
en Madrid. Esos trabajadores independientes poseen una cualificación
que les permite conseguir un empleo con facilidad en la construcción,
pues "acostumbrados a trabajar con recursos limitados, son obreros con
mucha imaginación y versatilidad", dice.
El accidente de Lorca es uno más de la historia trágica
y, a veces épica, de la emigración ecuatoriana de los últimos
años. Dolorosas hazañas se conocen todos los días,
especialmente los naufragios de los frágiles barcos de pesca, atestados
de personas, que van por el océano Pacífico hacia las costas
centroamericanas, puente a los Estados Unidos. En marzo pasado, la Policía
del Ecuador detuvo dos pequeñas embarcaciones que pretendían
partir con 160 emigrantes a bordo. O las peripecias de polizones ocultos
en los frigoríficos de los buques bananeros que recalan en Nueva
York. O la del indígena campesino que apenas habla el español,
que ha vivido en remotas comunidades rurales y que, después de un
viaje trasatlántico, recorre Europa de cabo a rabo. Algunos indígenas,
según el jefe de Migración de la provincia costera de Manabí,
Agusto Naranjo, no resisten el viaje. "Mueren y son lanzados al mar por
los dueños de las embarcaciones", dice. La Vicaría de Cuenca,
la ciudad principal de Azuay, ha denunciado la desaparición de más
de 300 personas durante 1999. Un grupo de 26 ecuatorianos que emprendió
un viaje en barco a Guatemala el pasado agosto no arribó a la costa.
Ni las autoridades ecuatorianas, ni las guatemaltecas investigan cuál
fue su suerte. Otros 250 están ahora detenidos en Guatemala. Muchos
serán repatriados. "Lo volverán a intentar", augura Vega,
que considera que intentar frenar una emigración de esta magnitud
resulta inútil. Vega recuerda el caso de Manuel Loja, el único
superviviente de los cuatro pasajeros que quedaron atrapados durante 24
días en el frigorífico de un barco de carga, cuyo destino
era no EE UU, como ellos suponían, sino un desconocido puerto en
la distante Croacia. Muchos deportados -que en 2000 sumaron 3.366- descubren
que han caído en las trampas de los traficantes de hombres, que
los lanzan a la deriva.
El viaje a EE UU puede costar hasta 8.000 dólares (casi millón
y medio de pesetas) y a España la mitad, en un país en el
que el salario mínimo no alcanza las 20.000 pesetas. Los deportados
han vendido sus casas y han hipotecado la vida, y lo han perdido todo en
una suerte de ruleta rusa que se juega en las ventanillas de migración
de los aeropuertos. Y anuncian que el año siguiente volverán
a intentarlo. "Si no podemos detener la emigración, pensemos en
humanizarla", añade Vega, que conoce los grandes trastornos que
tres décadas de éxodo han provocado en pueblos como Sigsig,
Gualaceo, Checa, Chiquintad... Habitados por mujeres solas que reciben
los envíos de dólares de sus esposos, hijos o padres. Con
la última oleada migratoria, una generación de niños
que no ha visto a sus padres durante meses está siendo educada por
tíos y abuelos.
La emigración tiene, en cambio, otra cara para la economía
del país. Las remesas del exterior superan ya la exportación
bananera y la de camarones. Es un dinero que cuesta caro: "Con el salario
de uno o dos días cubro los gastos del mes, el resto es ahorro",
dice Rocío, una emigrante ecuatoriana que trabaja en Totana (Murcia).
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