Los
indígenas que plantaron cara a la guerrilla
Los indios
de un pequeño pueblo colombiano se han convertido en símbolo
de resistencia al rechazar un ataque de la guerrilla
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Una
indígena colombiana camina con su hija frente a una casa destruida
por la guerrilla en Silvia, provincia de Cauca. ( REUTERS ) |
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JOSÉ
LUIS BARBERÍA, ENVIADO ESPECIAL |
Popayán
El
Toyota de segunda mano brinca violentamente por la escarpada trocha que
nace de la Panamericana camino de Siberia y de Caldono, el pueblo de la
meseta andina que el 11 de noviembre último impidió a la
guerrilla de las FARC la toma del municipio. Huele intensamente a gasolina
mal quemada y, a cada sacudida con los baches, el vehículo da con
sus atormentados bajos en las piedras que pueblan la intrincada ruta. 'Recuerde,
no lleve nada de valor encima allí arriba, que la guerrilla sale
frecuentemente al camino. Y no abra la boca, que se le nota demasiado que
es extranjero', había insistido el responsable del centro indígena
de Popayán, en la región del Cauca.
Acuclillado
igualmente sobre los sacos de harina que componen la carga del Toyota,
Gilberto Yafue ilustra al periodista sobre el universo espiritual de los
indios andinos, mientras el chófer charla con el resto de los pasajeros:
una india de piel muy oscura que lleva consigo un bebé de meses,
una abogada defensora de la causa indígena y un hombre algo mayor,
de aspecto sereno, que asiste en silencio a nuestra conversación.
'Para ustedes es difícil entender nuestro sentido comunitario, nuestra
concepción espiritual de la naturaleza, el desapego por las cosas
materiales. Sólo trabajamos para vivir, no tenemos una idea materialista
de la vida'. Gilberto me anuncia que la población indígena
que compone el 80% de los habitantes de Caldono ha tomado la alcaldía
porque el regidor no respeta 'los usos y costumbres' de los indios, amparados
por la Constitución colombiana de 1991, y porque, además,
ha intentado formar su propio cabildo (corporación indígena),
hecho, por lo visto, gravísimo que atenta contra el principio de
representación única. Hay un choque frontal de competencias
entre la autoridad administrativa local y los órganos de representación
de la comunidad indígena: el cabildo, los gobernadores, los alguaciles,
creados en tiempos de los españoles cuatro siglos atrás y
absolutamente vigentes.
Caldono
aparece al final de un tortuoso camino ascendente de casi tres horas, asentado
sobre un llano natural en el que las acusadas pendientes andinas se han
dado un respiro. A un costado del pueblo, en violento contraste con las
construcciones bajas, de una o dos plantas, todas ellas distinguidas con
un trapo blanco anudado a un palo, se alza imponente el cuartel de la policía.
Es un búnker fantasmal, sellado y protegido con alambradas y sacos
terreros que no emite más señales de vida que el ondear de
la gran bandera colombiana instalada en lo más alto, por encima
de la red metálica que recubre enteramente el tejado para desviar
los proyectiles de grueso calibre o amortiguar el impacto. 'Es un capricho
del Estado. Está ahí para demostrar que el Gobierno no se
rinde, pero los policías apenas salen del cuartel y desde luego
no dan 10 pasos en esa dirección', indica un vecino señalando
a la espesura. Las FARC han atacado y destruido el edificio en cuatro ocasiones,
pero el 11 de noviembre último el recuerdo de la última toma
del pueblo por la guerrilla resultó insoportable para los vecinos
de Caldono. 'Cuando atacan bajan del monte en columnas de 300, 400 o 500
hombres. Ocupan un área muy vasta, llegan incluso a instalar retenes
muchos kilómetros abajo, en las inmediaciones de la Panamericana,
y son despiadados. Sí, claro que centran sus ataques en este cuartel,
pero los cilindros de gas rellenos de explosivos que lanzan son muy dañinos
y poco precisos. La vez anterior destruyeron 10 casas, el tejado de la
iglesia y las dos escuelas, porque, después de acabar con el cuartel,
persiguieron casa por casa a los policías que habían logrado
sobrevivir al bombardeo. No es una experiencia muy positiva para los niños,
¿sabe usted?', indica un vecino del cuartel.
En
lugar de huir ante el inminente ataque de las FARC -en las zonas ocupadas
por las guerrillas esas cosas se saben por una u otra vía-, los
indígenas de Caldono decidieron ese día plantar cara. Los
altavoces de la iglesia convocaron a los vecinos a concentrarse en los
accesos al pueblo sin más armas que los bastones que utilizan habitualmente.
'Llegaron a eso de las cinco de la tarde y nosotros no nos movimos a pesar
de las amenazas y de los disparos intimidatorios. Todo el pueblo estaba
allá, porque también los no indios salieron de sus escondites
al ver nuestra determinación', comenta un vecino. Gilberto Lafue
negoció aquella tarde con un jefe de la guerrilla conocido como
Rogelio. 'Él insistía en que el cuartel era objetivo militar
y yo le decía que si atacaba tendría que matarnos a nosotros
y ponerse en contra a toda la comunidad indígena. Le dije que no
permitíamos que volvieran a destruir la iglesia, las casas y las
escuelas y que, si lo suyo era el cuartel, que afinaran su puntería
o que dejaran de utilizar los cilindros de gas como proyectiles. Fue muy,
muy tenso', recuerda. Empezaron a disparar contra el equipo de altavoces
que estaba en lo alto de la torre del campanario de la iglesia y no dejaba
de atronar. Hubo un momento difícil en el que el cura pensó
que debíamos desistir. 'Padre', le dije, 'qué importa que
destruyan el equipo de música si salvamos un montón de vidas'.
Aquello duró tres horas, pero al final terminaron retirándose.
Por si volvían, nos quedamos toda la noche vigilando y cantando
alrededor de las hogueras que hicimos con neumáticos'.
El
comportamiento de Caldono dejó estupefacta a la opinión pública
colombiana, que vio allí un ejemplo supremo de resistencia cívica
frente a la violencia. Durante su campaña electoral, el propio Álvaro
Uribe llegó al pueblo para felicitar a sus vecinos y prometerles
mayor respaldo institucional. 'Vino en helicóptero, nos saludó,
estuvo media hora y se fue'. Los vecinos de este municipio están
lejos, sin embargo, de aceptar complacidos los elogios y los títulos
institucionales que les dispensan últimamente. 'No queremos estar
en esta guerra; tampoco estamos con la policía y el Ejército.
Uribe podía haber aprovechado el viaje para ir a Naya a hablar con
las familias de los 200 desaparecidos, niños y mujeres incluidos,
que masacraron los paramilitares. ¿Sabe usted que allí entraron
en moto armados con motosierras y que por lo visto arrojaron los cadáveres
a unos barrancos gigantescos? La zona de Naya es área de distensión
que se les ha dejado a los paras. ¿Por qué no va allí
el Ejército?, pregunta un miembro de la comunidad indígena.
'En este guerra', dice, 'todo el mundo trata de arrebatarnos nuestro territorio
y sojuzgarnos. Contra lo que se piensa, los paras y las guerrillas
se matan muy poco entre ellos; somos nosotros, la población, la
que pone las víctimas'.
Cabecera
de un área poblada por 32.000 almas, Caldono vive ahora inmerso
en un clima de agitación política. Grupos de jóvenes
alguaciles indígenas armados con robustos bastones patrullan las
calles y vigilan los accesos al municipio bajo la dirección de hombres
maduros, los gobernadores, que se distinguen por las cintas de colores
clavadas en sus varas de mando. Otros jóvenes juegan al fútbol
en la arboleda de la plaza, delante de la iglesia del pueblo, todavía
en reparación, blanca, de una sola nave, hermosa en su sencillez
como tantas otras de América Latina. El Ayuntamiento está
ocupado por miembros de la comunidad indígena que se turnan día
y noche en esta tarea, y el alcalde ha huido temeroso del juicio al que
va a someterle el cabildo.
La
Constitución colombiana reconoce a la comunidad indígena
como parte esencial del propio Estado y le concede la potestad de ejercer
justicia en los casos de los delitos menos graves, pero es dudoso que las
leyes respalden la destitución de un alcalde legítimamente
elegido. El Gobierno ha otorgado a la comunidad indígena, que sólo
supone el 3% de la población, la propiedad sobre el 25% de las tierras.
'Es un reconocimiento teórico, porque la justicia exterior', dice
Gilberto, 'sólo acepta nuestros derechos sobre la corteza vegetal,
pero no sobre el subsuelo ni sobre el aire. Así que las compañías
mineras pueden abrirles las entrañas a nuestra tierra y extraer
lo que les plazca'.
El
chófer lleva ya mucho tiempo inquieto, apurándonos para subir
a la furgoneta. 'Reclutan críos y crías de 15 años
que son capaces de cualquier cosa porque ni siquiera saben el valor de
la vida. Les cambian el azadón por el fusil, y de no ser nadie pasan
a sentirse poderosos y temidos. Aquí cobran y trapichean con los
indios por los cultivos de la amapola, requisan todo lo que pueden y, si
no tienes nada de valor, te cobran un peaje de 20.000 pesos por dejarte
pasar. Dice que todos los habitantes de esa zona viven en riesgo y que
uno no sabe nunca muy bien quién va a pararte en el camino. 'Imagínese
que una vez nos pararon por esta zona en un retén. Estaban muy violentos
y un hombre que venía conmigo se descompuso y empezó a suplicarles.
'No me maten, no me maten, que yo he sido guerrillero'. Lo masacraron allí
mismo porque resultó que no eran guerrilleros, sino los paramilitares'.
El
chófer no quiere esperar más. Cuando nos alejamos, precedidos
por una motocicleta que nos abre el paso para alertarnos en caso de peligro,
el chófer no puede evitar lanzar una última mirada al cuartel
policial envuelto en la penumbra que recorta su silueta en el cielo. 'A
esos sí que les espera una noche larga. Tiene que ser duro vivir
encerrado esperando el momento en que vengan a matarte'. El viaje de regreso
transcurre en animada charla, pero todos los ojos están clavados
en el camino o escudriñando la espesura, porque existe el temor
a las represalias. Por momentos, cuando la furgoneta encara una curva particularmente
cerrada, las palabras quedan suspendidas en el aire hasta que la incógnita
se despeja. Sin problemas, llegamos a la Panamericana, donde los camiones
aprovechan la doble línea continua para adelantarse. Una veintena
de kilómetros más adelante, tras el cambio de una cubierta
reventada, nos topamos con un aparatoso control del Ejército. '¿No
han visto nada tres kilómetros atrás? ', interroga el joven
oficial. 'No tengan miedo, dígannos qué es lo que han visto?',
insiste. Un viajero comenta por lo bajo: 'Si tienen tanto interés,
podían ir ellos mismos a echar un vistazo'. Los del asiento delantero
responden a coro al oficial que no hemos visto absolutamente nada a lo
largo de todo el trayecto. Esta vez es rigurosamente cierto. |