La
droga es la gran arma de la guerra de Colombia
Los sectores
en disputa -guerrilla y paramilitares- han visto en el narcotráfico
la solución para ganar la guerra
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Un
cultivador examina plantas de coca cerca de La Hormiga, en el departamento
colombiano de Putumayo. ( REUTERS ) |
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JOSÉ
LUIS BARBERÍA |
Bogotá
Hace
40 años, Colombia tenía una tasa de analfabetismo relativamente
baja. Era un país subdesarrollado entregado al monocultivo del café,
el 50% de su producción agrícola, pero tenía industria
manufacturera y ferrería y se encontraba en franco desarrollo económico.
Había una clase media y una razonable confianza en el progreso,
en las instituciones del Estado y en los valores del trabajo y la educación.
Hoy, Colombia tiene más de 3 millones de niños sin escolarizar
-4,5 millones, si se atiende a las fuentes no oficiales-, un problema de
desnutrición que ataca al 25% de la población infantil, un
millón de campesinos sin tierra, más de dos millones de desplazados
por las actividades de las guerrillas, un 20% de parados -no hay seguro
de desempleo en Colombia-, un 30% de subempleados en tareas que apenas
dan para comer y un 60% de la población con ingresos que no superan
el índice de subsistencia. Tiene, además de eso, una mentalidad
narco que se ha extendido por el país como un mantra y unos
alzados en armas en perfecto estado militar y económico. Aunque
el origen y sus características son bien distintas -las FARC nacieron
en los años cincuenta como autodefensa campesina frente a los terratenientes-,
los tres grandes demonios que asolan el país -guerrillas, paramilitares,
narcotraficantes- se nutren de la misma fuente: cocaína, heroína
y marihuana.
Desde
mediados de los noventa, todos los sectores en disputa ven en el narcotráfico
la solución para ganar la guerra. Es el narcotráfico el elemento
desestabilizador de Colombia, lo que hace a las distintas fuerzas guerrilleras
y paramilitares armarse más y mejor, incrementar sus efectivos,
fortalecer sus posiciones, lo que alimenta en última instancia,
la pesadilla de una guerra sin fin. Los 500 millones de dólares
anuales de ingresos que se le calculan a las FARC, por ejemplo, proceden
en un 48% del tráfico de drogas y del impuesto por hectárea
producida, el gramaje que imponen a los campesinos. El resto sale
de la extorsión (36%) y de los secuestros (16%).
El
maná de la droga llegó a Colombia en la década de
los setenta, cuando EE UU comenzó a fumigar en México los
campos de marihuana. No es casualidad, seguramente, que las nuevas matas
de la maría destinadas a la exportación brotaran vigorosas
en una zona con tradición de contrabando como la Costa Norte, una
de las áreas también más pobres de Colombia. El cultivo
se generalizó rápidamente al olor de los dólares de
los traficantes mexicanos y no puede decirse que las buenas familias de
esa amplia región se quedaran atrás. En poco tiempo, las
gentes de esa región paupérrima duplicaron sus ingresos,
pero no así el Estado que permaneció pasivo, ignorante de
que el fenómeno traía consigo el virus de su destrucción.
'Muchos de nosotros nos limitábamos a menear la cabeza y a comentar
'esos costeños caribeños...', reconoce hoy un hombre de negocios
de Bogotá.
A
mediados de los setenta, cuando la maría había saltado
ya a otras muchas regiones y los narcotraficantes colombianos disponían
de sus propias redes, el cultivo industrial de la marihuana fue abandonado,
de buenas a primeras, y sustituido por la coca. La producción de
la cocaína implica el procesamiento de la pasta de coca, muchas
veces procedentes de Perú y de Bolivia por su mayor calidad, así
como la instalación de grandes laboratorios con generadores eléctricos
en la selva, la construcción de verdaderos poblados para albergar
a centenares de trabajadores. 'Hace falta una infraestructura y toda una
estructura industrial: proceso químico, asistencia técnica,
pero en aquellos tiempos invertir un dólar en eso suponía
una ganancia potencial de 500, diez veces más que en la actualidad',
apostilla el hombre de empresa.
Un
millón de colombianos trabajó para el narcotráfico
en los años en los que las ciudades vivieron una edad de oro, como
en los mejores tiempos del café. Las luchas por el control de la
distribución y los puntos estratégicos desatada entre las
bandas que a esas alturas disponían de flotas de barcos, aviones
y helicópteros y hasta de submarinos adquiridos a antiguos países
de la desmantelada Unión Soviética adquirieron entonces un
salvajismo inusitado. El asesinato como epidemia social y la cultura de
la muerte surgieron directamente ahí. Y puede decirse que si el
Estado colombiano no hincó entonces completamente las dos rodillas
y no abrió de par en par sus puertas a los narcotraficantes fue
por la presión internacional -EE UU, oviamente- y porque hubo políticos
valientes y honestos que se jugaron la vida.
El
abogado Omar Ferreira ilustra con su propia experiencia la tesis de que
los industriales de Medellín, donde se concentra la mitad de la
gran industria del país, y grandes familias latifundistas pactaron
o participaron en los negocios de los narcotraficantes para salvar la reconversión
industrial obligada por la apertura de los mercados o para paliar la pérdida
de los mercados cafeteros amenazados por la competencia asiática
y africana. 'Los narcos', sostiene, 'se convirtieron en los grandes
banqueros, blanquearon su dinero en las empresas y compraron buena parte
de las tierras del país, además de practicar una política
populista de auxilio social construyendo casas y campos de fútbol.
A finales de los ochenta', relata, 'el profesor y ex ministro Enrique Low
y yo mismo fuimos invitados a dar una conferencia en Medellín, cuando
Pablo Escobar era visto como el Robin Hood colombiano y todo el mundo quería
hacerse una foto con él. La sala estaba abarrotada, calculo que
habría unos 500 industriales de la zona, pero cuando Enrique Low
acabó su conferencia, muy crítica con las leyes que permitían
el lavado de dinero, sólo quedaban 3 asistentes. No comprendimos
lo que pasaba hasta que el gobernador civil le indicó a Enrique
Low que podía garantizarle su seguridad y debía abandonar
la ciudad esa misma noche. Lo mataron ocho días después en
Bogotá'.
Dice
que la mentalidad narco sigue estando instalada en buena parte de
la sociedad, que tras el desmantelamiento de las grandes redes, parte de
las bandas encontró trabajo en las guerrillas o en los paramilitares,
y que no es nada extraño el cambio de bando. '¿Para qué
va a estudiar un hijo de la burguesía si ve a su antiguo compañero
de juegos que sin estudios ni nada maneja más dinero que el que
él podrá ganar quizás en su vida?'. |