50
AÑOS DE LA MUERTE DE EVA PERÓN
¿Qué
hago con el cadáver?
TOMÁS
ELOY MARTÍNEZ
A
partir de ahora, el coronel aludirá a la historia en primera persona:
'Viajamos, conspiramos, luchamos': todos los verbos lo incluyen a él.
Los otros personajes quedarán siempre en las sombras, salvo cuando
hable de Evita y del último atentado.
'Septiembre,
entonces', sigue. 'Entramos en Buenos Aires con el general Eduardo Lonardi,
jefe triunfante de la revolución, y nos hicimos cargo del Gobierno.
Yo me puse al frente del Servicio de Informaciones del Ejército,
un organismo delicado, que debía limpiar el arma de peronistas infiltrados,
a la vez que vigilar al propio tirano, refugiado en Paraguay. Creímos
que la derrota lo silenciaría por un tiempo, pero desde que llegó
a Asunción, dio declaraciones contra nuestro Gobierno. Elevamos
una protesta diplomática y logramos que lo confinaran en Villarrica,
un pueblo de poco más de 20.000 habitantes situado 140 kilómetros
al sureste de la capital. Ni aun allí el tirano retuvo su lengua.
Decidimos darle su merecido. Sin informar ni una sola palabra a Lonardi
-que sin duda iba a oponerse-, me instalé en la ciudad de Posadas
y desde allí envié a siete suboficiales, con identificaciones
falsas, para que me informaran sobre lo que sucedía en Villarrica.
Todos ellos hicieron su papel a la perfección: fingieron ser peones
que andaban en busca de trabajo, y se alojaron en ranchos de gente muy
pobre, tanto en Borja como en otro pueblito vecino. Lo que hicieron fue
muy sacrificado. El tirano iba de un lado a otro de Villarrica, con la
pistola al cinto, y a veces hasta andaba en motocicleta. Decidimos secuestrarlo
el 22 de octubre durante uno de esos paseos y llevarlo en jeep por
caminos de selva hasta Puerto Esperanza, que era el pueblo argentino más
cercano. Allí lo ejecutaríamos. Yo me había reservado
el derecho de darle el tiro de gracia. Uno de nuestros hombres cometió
un error fatal. Tenía un hijito enfermo de difteria y llamó
a su casa para saber cómo estaba. Alguien detectó la llamada
y nos siguió el rastro. El 21 de octubre, los siete suboficiales
fueron detenidos. Jamás se dio a conocer la identidad de ninguno.
Al Gobierno le costó un mes de trabajo sacarlos de la cárcel'.
El
coronel mueve la cabeza, sarcástico. 'Tal vez haya oído usted
algo de lo que estoy contándole', dice. 'Rumores. Nunca supo nadie
la verdad de lo que tramábamos. Hasta ahora'.
No
lo dice, pero el fracaso de Villarrica le costó al coronel una discusión
áspera con Lonardi. El presidente y el jefe de sus espías
se distanciaron tanto que el coronel temió ser apartado del Servicio
de Informaciones del Ejército a fines de aquel 1955 y, quizá,
obligado al retiro. Pero lo que se imagina como desgracia es, a veces,
sólo el comienzo de la salvación. Tres semanas después
del incidente en Paraguay, el 13 de noviembre, la pugna que se había
entablado entre militares liberales y nacionalistas terminó con
la victoria de aquéllos. Lonardi fue sustituido por el general Pedro
Eugenio Aramburu. Por su atentado contra Perón, al coronel se lo
imaginaba en el bando de los vencedores. En vez de caer, fue ascendido
a jefe del Servicio de Informaciones del Estado.
Aunque
agradeció la confianza del Gobierno, el coronel se preparó
para un año de aburrimiento. En el Servicio de Inteligencia del
Ejército (SIE) lo reemplazó un coronel astuto, brillante,
exacto como un prusiano: Carlos Eugenio de Moori Koenig, experto en la
difusión de rumores y en teorías sobre el secreto. A los
diez días de asumir, Moori Koenig retiró del segundo piso
de la Confederación General del Trabajo el cadáver de Eva
Perón, que hasta entonces había estado al cuidado de Pedro
Ara, el médico español que la embalsamó. Al coronel
habría querido que le encomendaran ese trabajo y sintió una
envidia que tardaría años en admitir.
Durante
meses, nada se supo del cadáver. Algunos de los hombres que estaban
bajo su mando trataron de confirmar la veracidad de las versiones que circulaban
entre los peronistas: que la habían sepultado en el lecho del río
de la Plata, cubriéndola con una losa de cemento, o que la habían
incinerado, arrojando sus cenizas en un basural. El coronel pensaba que
el cadáver de Eva Perón debía yacer, más bien,
en un cementerio despoblado, bajo un nombre cualquiera.
Como
el destino de aquel cuerpo no estaba entre sus deberes, dejó de
inquietarse. Lo que le sorprendió fueron las historias que se oían
en los casinos de oficiales sobre el SIE. Alguien había visto salir
de allí una noche a Moori Koenig, borracho, y subir al camión
de una empresa de mudanzas. Se hablaba de luces que subían y bajaban
por los pisos altos del edificio, situado en la esquina de Viamonte y Callao,
en pleno centro de Buenos Aires. 'Allí celebran misas negras', decían.
O bien: 'En ese lugar se rinde culto al demonio'.
El
coronel desdeñaba esas suposiciones. La imaginación es atributo
de los débiles, se dijo. Suponía, por lo tanto, que los chismes
venían de fuera: de peronistas solapados, con certeza. El rumor
sobre su reemplazante le parecía el más inverosímil
de todos: lo único que bebía aquel hombre era agua.
En
julio de 1956, sin embargo, sucedió un hecho inquietante. Uno de
los oficiales que estaban a las órdenes de Moori Koenig, el mayor
Eduardo Arandía, mató de dos balazos a su esposa, Elvira
Herrero. La mujer estaba embarazada de dos meses y tenía una hija
de un año. Un parte reservado del Ejército informó
de que el mayor guardaba documentos confidenciales en la buhardilla de
su casa, de la que nadie tenía llave. Al oír ruidos en la
buhardilla, temió que hubiera un ladrón. Subió con
sigilo, distinguió un bulto que se movía y disparó
a ciegas.
Afuera,
en el jardín de la calle Venezuela, el cielo se ha ensombrecido.
Se oyen truenos a lo lejos. 'Tengo que irme', dice el coronel. 'En casa
van a empezar a preocuparse'. No tendrían por qué, le replico.
Usted parece saludable. 'No crea', me corrige. 'Estoy perdiendo la vista.
Y por las noches, a veces me despierto con la lengua dura, como piedra.
Quiero hablar y no puedo'. Hace el ademán de levantarse, pero se
detiene. Siente que en la historia hay un punto que debería dejar
claro ya mismo. Alza otra vez la quijada orgullosa y dice: 'Dos o tres
meses después del incidente de Arandía, el ministro de Guerra,
Arturo Ossorio Arana, me citó en su despacho y me pidió que
guardara silencio sobre todo lo que estaba por revelar. Me preocupé.
Lo he llamado porque el presidente Aramburu quiere que usted regrese al
SIE, me dijo. Esta misma tarde tiene que tomar posesión. ¿Y
Moori Koenig?, atiné a preguntar. Hemos tenido que ponerlo bajo
arresto. Está en la Patagonia, en Comodoro Rivadavia. Me quedé
de una pieza. Y eso que aún faltaba por saber lo más importante.
Al caer la tarde, Ossorio Arana reunió al personal de Inteligencia
y me entregó el mando. Después del acto nos quedamos a solas.
Me hizo una señal de silencio y abrió la puerta de un cuarto
que estaba junto al despacho y que se usaba para guardar papeles. Prepárese
para una sorpresa, me dijo. Vi un ataúd abierto. Allí estaba
el cadáver embalsamado de Eva Perón. Todo lo que atiné
a preguntar fue: ¿Qué hago con esto ahora? Nada, me dijo
Ossorio Arana. Lo dejo bajo su custodia personal. Pronto vamos a decidir
su destino. Lo acompañé hasta la puerta y me quedé
un largo rato mirando a esa mujer por la que tantas personas habían
llorado. Parecía viva, como si en cualquier momento se fuera a despertar'.
A
la tarde siguiente, el coronel regresa con puntualidad a la oficina de
la calle Venezuela. Se quita el impermeable, deja a un lado las galochas
con las que ha protegido sus zapatos impecables y se pasea de un lado a
otro del cuarto. La lluvia le altera el humor, dice. Tiene los nervios
de acero, pero la humedad que no cesa le quita las ganas de salir a la
calle. 'He salido con un esfuerzo enorme', repite. 'Pero no quiero que
muera conmigo esta historia que llevo dentro como un fuego'.
'Qué
sabe uno lo que nos va a pasar', dice. Es abril de 1989. El coronel vivirá
casi nueve años más. Irá quedándose ciego y
sin habla hasta que, a fines de enero de 1998, la muerte le llegará
como una bendición.
Tarda
un largo rato en volver al sofá. Casi todo lo que cuenta ahora lo
hace de pie, a veces frente a la ventana, sin mirarme, y otras veces apoyándose
en la escueta biblioteca que cubre una de las paredes de la oficina.
Le
pregunto si el ataúd donde estaba el cuerpo de Evita era el mismo,
lujoso, ante el que habían desfilado millones de dolientes en agosto
de 1952. 'No', responde. 'Era un cajón común, sin chapa ni
nada. Hasta poco antes de que yo llegara lo habían tenido cerrado
y de pie, con un letrero que decía: Equipos de radio. Fue por eso
que tenía fisuras, heridas en la carne muerta. Yo mismo lo acosté.
Fue fácil. Con el tiempo, el cuerpo se había vuelto muy liviano'.
Durante
los primeros meses, la idea de que el cadáver estaba en el cuarto
de al lado no le daba sosiego. La calma vino sólo cuando decidió
quedarse a dormir allí. Los hijos lo extrañaban y él
extrañaba a los hijos 'Uno de ellos', cuenta, 'estaba preparándose
para el Colegio Militar. Venía por las tardes al SIE y se quedaba
en mi despacho, estudiando. Siempre se quejaba del olor raro que había.
Yo negaba lo que era evidente: Es tu imaginación, le decía.
Es el spray que se usa para limpiar las armas. También a
mí me faltaba el aire. También yo sentía aquel olor
partiéndome la cabeza'.
De
vez en cuando, el coronel se lleva las manos a la espalda, como si fuera
allí donde le duele lo que recuerda. La suerte del cadáver,
dice, empezó a obsesionarlo. Investigó con celo lo que le
habían hecho con él desde que lo sacaron del laboratorio
de la CGT, donde yacía en piletas que mantenían húmedos
y tensos los tejidos. Supo que, cuando lo llevaron al SIE, un oficial vertió
vino sobre la mortaja. Supo que, temerosos de que lo secuestraran, lo habían
mudado después de un lado a otro, deambulando -dice el coronel-
para ocultarlo. 'Estuvo en una casa de las barrancas de Belgrano, estuvo
en un arsenal, y también en la buhardilla del mayor Arandía.
Fue allí donde la esposa entró en sospecha de que se guardaba
algo y violentó la entrada, como la mujer de Barba Azul. Fue allí
donde Arandía la escarmentó con dos balazos'.
Luego,
una noche, cuando salía a despedir al hijo, el coronel distinguió,
junto a la puerta contigua a su despacho, dos flores silvestres. Parecía
que alguien las hubiera dejado caer al azar, pero el incidente lo intrigó:
nadie llevaba flores al Servicio de Inteligencia. Estuvo a punto de pedir
que se investigara el hecho. No lo hizo. Recogió las flores y decidió
esperar. Al día siguiente ya no eran flores, sino una vela encendida.
De inmediato salió en busca del ministro Ossorio Arana. Ambos, sin
vacilar, pidieron una audiencia de prioridad con el presidente Aramburu
y le confiaron su zozobra: 'El cadáver de esa mujer ha sido localizado',
informó el coronel. 'Hay peligro de que el SIE sea infiltrado y
copado por partidarios del tirano prófugo. Hay peligro de una acción
de fuerza para secuestrarlo'. Sentado bajo el busto de la República,
el presidente se quedó en silencio, cavilando. Pasaron dos, tres
minutos. Entonces dijo: 'Hemos obrado mal al retener tanto tiempo a esa
muerta. Le ordeno, coronel, darle cristiana sepultura en un lugar anónimo,
del que nadie sepa nada. Y guarde usted el secreto hasta el momento en
que debamos devolverla a sus legítimos deudos'.
Sintió
que la solemnidad de aquella orden comprometía su vida, que no tendría
descanso hasta cumplirla por completo. |