Del 'efecto tequila' al 'efecto pisco'
SERGIO RAMÍREZ
El mapa político de América Latina puede ser interpretado
hoy en día a través de relieves diversos y muy contrastados,
que nos muestran lo que podríamos llamar las variaciones geológicas
del fenómeno electoral que comenzó a ser ensayado en los
años ochenta del siglo recién concluido, para convertirse
luego en una constante a veces sinuosa.
Las elecciones periódicas, y el experimento contrastado, y no
pocas controvertido, del funcionamiento de las instituciones democráticas,
no ha sido siempre la llave de la estabilidad social, ni de la transformación
económica en estas dos últimas décadas, como lo demuestra
el caso del Ecuador; pero allí donde los votos son respetados, y
los abusos de poder no pasan a dominar el panorama, las sociedades están
muy bien persuadidas de que el sistema democrático no puede ser
sustituido por quimeras autoritarias que avasallen la voluntad de los electores,
o la falsifiquen.
Ahora estamos viendo como se desmantelan escenarios ya inservibles,
y mientras las tramoyas en desuso van a dar a las bodegas de trastos viejos,
los antiguos actores se resisten a salir de escena. El principal de ellos
es, por supuesto, el viejo PRI mexicano.
No hay duda que el efecto tequila que irradia desde México
tras la elección de Vicente Fox, tendrá consecuencias benéficas
para ayudar a moldear el nuevo mapa político del continente, bajo
las premisas saludables de la plena separación entre el partido
en el poder y el gobierno en el poder, y las garantías de alternabilidad,
no sólo ahora entre personas, sino entre partidos.
Cada vez más se verá prosperar la necesaria interrelación
entre modernización económica y modernización política,
como es el mejor ejemplo el caso de Chile. La propaganda le había
conferido a la dictadura de Pinochet el prestigio del crecimiento económico
a tasas sostenidas; pero tras una década de gobiernos democráticos,
desde Patricio Alwyn a Ricardo Lagos, ha quedado demostrado que para el
avance de las economías no son precisos los gobiernos autoritarios,
ni la represión, ni la supresión de las libertades públicas.
Y en la manera de dejar zanjado para siempre el caso Pinochet, Lagos
tendrá un calificación de diez en conducta. Nunca olvidaré
haberlo oído decir en Guadalajara, antes de su elección,
cuando ocupó la Cátedra Julio Cortázar, que el juicio
a Pinochet era para él un asunto del pasado. Los tribunales se encargaban
del pasado, y los gobernantes del futuro. Una magnífica lección
sobre la justa separación de poderes.
El polo opuesto al efecto tequila que se extiende desde México,
viene a ser el efecto pisco, que irradia desde el Perú. Mientras
Fox, que trae el estigma de provenir de un partido autoritario en cuanto
a sus posiciones sobre la religión, la propiedad y la familia, busca
un amplio consenso antes de ponerse a gobernar, y no propone ningún
esquema de mano dura, que de todos modos la sociedad mexicana ya no toleraría,
Fujimori ha impedido la libre competencia para resultar electo por tercera
vez, en unos comicios en los que se presentó como candidato único,
y se ha hecho imponer la banda presidencial en medio de una masiva protesta,
que lo que menos augura es estabilidad en el tiempo por venir.
Pero a diferencia del nuevo modelo mexicano, el viejo modelo peruano
está destinado a tener pocos seguidores. Ya tuvo uno, hace algún
tiempo, en Guatemala, cuando queriendo repetir la consigna del autogolpe,
el presidente Jorge Elías Serrano mandó a disolver el Congreso
Nacional y la Corte Suprema, y terminó exiliado en Panamá,
con muchas penas y ninguna gloria.
No hay duda que en un mundo cada vez más globalizado, aún
en términos políticos, al fin de cuentas los malos ejemplos
no pagarán réditos a quienes los originan. Si la actitud
de la OEA prometió ser severa con los desmanes de Fujimori en su
parodia de elecciones, y después se volvió tibia, eso no
augura que los regímenes nacidos de fraudes, o decididos a violentar
las instituciones, vayan a tener una vida tranquila en el plano de sus
relaciones internacionales, tanto políticas como económicas.
Los alegatos de "respeto a la soberanía patria" por parte de
quienes falsean las elecciones para quedarse mandando, vienen a resultar
fementidos, y suenan entre los ecos de la vieja retórica. Ya no
valieron en México, donde el partido en el poder no aceptaba siquiera
la observación electoral internacional, que en los últimos
comicios, por el contrario, estuvo presente por todas partes.
Esto es válido para Nicaragua, donde el fraude electoral ya ha
comenzado, con la eliminación de por lo menos cinco partidos políticos,
al ser rechazado su registro para las próximas elecciones municipales
por medio de trampas electrónicas. En Managua, las computadoras
todavía son sensibles no sólo a los fallos de corriente eléctrica,
como una vez en México, sino también a los dedos que las
manipulan en la sombra, como en el Perú.
El pacto entre Arnoldo y Daniel Ortega, destinado a crear la exclusividad
entre las dos fuerzas políticas que ellos encabezan, es por naturaleza
excluyente, y pasa por el control absoluto que ejercen sobre el Consejo
Supremo Electoral, cuyo prestigio ante la población tiene una cota
muy baja. Y no sólo excluyen partidos, usando una guillotina bien
afilada, sino candidatos que no les convienen, mandando aún a cambiar
los límites municipales de la capital, para dejarlos fuera de competencia.
Nicaragua se coloca ahora, en este dilema crucial, bajo el efecto
pisco, y no bajo el efecto tequila. Pero en aquel caso se trata
de un modelo del pasado, una tramoya que irá a dar sin remedio a
la bodega de los trastos viejos. Para algunos, en estos tiempos de tantos
cambios y transformaciones, seguir el modelo autoritario es más
fácil y más cómodo que aceptar los retos de la verdadera
modernización, que implica necesariamente la apertura democrática
como requisito de la credibilidad internacional, y por tanto de la transformación
económica.
Lo contrario, es tratar de ver al futuro con el catalejo al revés.
Sergio Ramírez es escritor y fue
vicepresidente de Nicaragua. |