Después de cada atentado
En España hay 3.000 familias que han sido víctimas
del terrorismo. Algunas de ellas explican su terrible experiencia
IGNACIO VIDAL-FOLCH, Barcelona
El matrimonio Vicente, junto a las
fotos de sus hijos (C. Secanella).
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Se conocieron en su barrio de Verdum, en Barcelona, eran vecinos de la
misma calle. Casi niños, se hicieron novios y se casaron. Él
trabajaba y aún trabaja como electricista, y ella, hasta hace muy
poco, estaba al frente de su peluquería. Tuvieron dos hijos, Sílvia
y Jordi. Acababan de estrenar el chalecito adosado en una urbanización
de Santa Perpètua de Mogoda donde hoy siguen viviendo. De repente,
un dolor inimaginable les traspasó y les marcó para siempre.
Han pasado 13 años y no hay día que Enrique Vicente Mañé
(Barcelona, 1949) y su esposa Núria Manzanares Servitjá (Barcelona,
1951) no recuerden el día en que perdieron a sus dos hijos, Jordi
de 9 años, y Sílvia, de 13, y a la hermana de Núria,
Mercè.
"Había terminado el curso", recuerda ella; "pocos días
más tarde nuestra hija se tenía que ir de viaje de fin de
curso con las compañeras del colegio y su afán era comprarse
un bañador. Yo la hubiera acompañado, pero aquella tarde
tenía que estar en la peluquería, de manera que en mi lugar
fue mi hermana; y el niño, que en principio se iba a quedar en casa
con el abuelo, quiso ir con ellas. Yo les sugerí que fueran a esas
galerías que entonces se estaban poniendo de moda, el Bulevard Rosa.
Pero decidieron que irían más cerca".
Fueron a Hipercor. Hicieron las compras. Cuando Mercè, Sílvia
y Jordi ya estaban en el aparcamiento, ya se habían metido dentro
del coche, estalló la bomba que ETA había colocado en los
grandes almacenes. Por unos minutos, piensan siempre Enrique y Núria,
por unos minutos no se salvaron de la matanza.
Estamos sentados en la sala, entre el árbol de Navidad, el belén
y la pecera. Todo está limpio, muy limpio y ordenado. Una casa como
tantas. Una familia como tantas destruidas por el terrorismo. Enrique saca
del bolsillo el carnet de conducir. De debajo de la solapa de la funda
saca un papelito: el recibo de la compra. "Aún conservo el tiquet.
No sé por qué, siempre lo llevo encima". Los signos dicen:
Bañador. Laca. Pan y pastas. Total, 3.175 ptas. La fecha: 19 junio.
La hora no está marcada, seguramente las máquinas registradoras
no llevaban aún reloj.
Cuando trascendió la noticia de que ETA había causado
una matanza en Hipercor, Enrique tuvo que peregrinar de hospital en hospital
para identificar entre los cadáveres y los heridos a los suyos.
"Tenía que encontrar a mi cuñada, porque al ser menores de
edad los niños no tenían carnet de identidad. Pensé
que si encontraba a Mercè podría reconocerles a ellos. "Ir
buscando a los tuyos entre los muertos ya es... imagínese. Y reconocer
al nene muerto fue horroroso". Pero su hermana no estaba con él,
de manera que se me despertó la esperanza de que siguiera viva.
Luego comprobé que no: "lo que había pasado es que, como
ya tenía 13 años, la habían puesto en la sala de las
mujeres. Allí la encontré".
El niño no estaba inscrito en el seguro de vida de la familia,
y Enrique tuvo que tramitar el entierro, pagar, firmar papeles. Cada sórdido
detalle de los trámites que hubo que cumplir, los papeles que tuvo
que firmar, las palabras que tuvo que decir, le parecían imposible
de afrontar, firmar, decir. Durante los funerales se desmayó. Su
esposa pasó una temporada en el limbo de los sedantes. "Un golpe
así", dicen los dos, "no se supera nunca. Te destroza la vida. Nosotros
no nos hablábamos, nos era imposible decirnos lo que había
pasado, lo que nos pasaba ahora. Cada uno por su lado pensaba que aquello
no podía habernos ocurrido. Te haces un montón de preguntas
que no tienen respuesta. Te culpas a ti misma de lo ocurrido, piensas 'ojalá
no les hubiera dejado ir', piensas que deberías haberles acompañado...".
Creían que seguir viviendo iba a ser imposible, pero entonces
se enteraron de que Núria estaba embarazada. "Decidimos que teníamos
que aguantar por el nuevo crío". Se volcaron en Enric, que ahora,
con 12 años, es un colegial y un pescador aficionado en las playas
de Blanes, donde la familia tiene un apartamento.
"Nos forzamos a mostrar buen humor, a darle una impresión de
alegría, hacemos de tripas corazón para que él no
sufra también las consecuencias. Pero, por supuesto, el carácter
nos cambió. Pierdes la alegría, no tienes ganas de nada.
La salud se resiente".
Pocos años después del atentado a Enrique le operaron
de urgencia para extraerle un tumor cerebral -él cree que es consecuencia
somática de la pérdida de sus hijos-. La operación
le ha dejado las marcas de unos hoyos en la frente. Ahora el tumor se le
ha reproducido y el próximo mes de marzo el mismo médico
que le operó volverá a extirpárselo. Núria
lleva un año y medio atravesando una depresión. "Cada vez
que los etarras matan volvemos a vivirlo todo. Pensamos en lo que estará
sufriendo la familia de la víctima y pensamos que ojalá sea
el último. Pero mire, nosotros creemos que ETA es una secta, y aunque
les den lo que quieran, la independencia, el poder, cualquier cosa, seguirán
matando, y luego se matarán entre sí, hasta que no quede
nadie...".
De la pena al odio
Las historias de todas las víctimas del terrorismo se parecen
en lo sustancial, pero todas son diferentes. El libro de Cristina Cuesta
Contra el olvido explica cómo los familiares de las víctimas
de la violencia etarra en el País Vasco han tenido que sufrir además
aislamiento social, insultos y agresiones, sospechas y silenciamiento.
Esto no se da en el resto de España.
Los relatos de los familiares a veces se obsesionan con algún
detalle circunstancial o alguna falta de protocolo o delicadeza de las
autoridades. Suelen hablar en voz baja, contando un secreto delicado. El
atentado, además de robar una o varias vidas, expande en el círculo
de los allegados un dolor manifiesto o latente que vuelve a manifestarse
como nuevo cada vez que ETA comete un asesinato.
El 8 de enero de 1992, el comando Barcelona asesinó al comandante
Arturo Anguera. A su viuda, Roser Blanc, no le gusta hablar de experiencias
que no hay posibilidad de compartir con los demás: "Porque, afortunadamente,
nadie se puede poner en tu piel; los demás pueden cerrar la puerta
y olvidarse". El Ejército "se portó como si fuera mi familia,
así que no me sentí sola". Las hijas del matrimonio, que
entonces tenían 19, 17 y 14 años, han salido adelante: "No
han conseguido hundir a ninguna de ellas, y yo me he forzado a sonreír
y darles ejemplo. Claro que cuando llegan estas fechas es muy duro. Pero
esa gente [se refiere a los etarras] me da pena: tener que ir por la vida
escondidos, al acecho...".
Guillem (es un alias) tenía 19 años y hacía el
servicio militar como chófer cuando ametrallaron su coche, mataron
al oficial al que transportaba y a él le hirieron de dos balazos.
Fue operado para extraerle una bala alojada en el hígado, y al cabo
de un tiempo volvieron a operarle. Las secuelas siguen: "Cuando haces un
esfuerzo te duele el diafragma, y sabes por qué te duele". Guillem
asistió al juicio de los asesinos, y como tantas otras víctimas
de atentado, se llevó la sorpresa de ver que los familiares y amigos
de los criminales acuden en masa, "no sé si pagados por la comunidad
vasca o por el partido o por quién, y allí estás tú,
escuchando cómo jalean a los asesinos". Recuperado de sus heridas
trabaja como civil en un cuartel.
"Desde que mi cuñada murió en atentado, mi hermano, sus hijos
y yo estamos marcados", dice Francesc (alias), profesor en un instituto
de Barcelona. "Ella era el alma de la familia, y él se quedó
muy hundido. Yo me dediqué a ayudarle y acompañarle en salidas
y viajes al extranjero. Mi hermano ha acabado superando el trauma, pero
la verdad es que cada vez que vemos a Egibar en la televisión...
sentimos odio".
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