Labastida y Fox, dos futuros para México
A menos de un mes de las elecciones mexicanas, el periodista
e historiador Enrique Krauze retrata a dos de los candidatos: Fox, del
PAN, y Labastida, del PRI
ENRIQUE KRAUZE
Fox, durante la campaña electoral en Magdalena
de Kino, en el estado de Sonora (Reuters).
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La historia ocurre en México, donde la biografía presidencial
ha sido destino nacional. Un empresario agrícola se siente llamado
a salvar a su país de un régimen autoritario que ha durado
largos decenios. Lector de san Ignacio de Loyola y practicante de sus ejercicios
espirituales, piensa que el más alto sentido de la vida consiste
en servir al prójimo. Vagamente lo percibió cuando convivía
con los chiquillos pobres en su hacienda, pero al paso de los años
tuvo una revelación: la política es la mejor vía para
ese servicio. Fue su camino a Damasco. Tiempo atrás, tal vez por
la imposibilidad de procrear hijos, había ampliado su paternidad
hasta fundar una casa de asilo para huérfanos y acoger a varios
niños en su hogar. Su carrera ha sido expansiva: del municipio al
Estado, del Estado a la nación. Planea su estrategia con métodos
modernos de promoción. Recorre el país y funda multitud de
agrupaciones cívicas en su apoyo. Al principio, su campaña
presidencial parecía quimérica, pero va creciendo como una
marea. Antes de las elecciones de julio advierte de que, en caso de fraude,
responderá con una vasta movilización. Sabe que sólo
un líder carismático puede derrotar a un sistema tan profundamente
arraigado. Es el primer empresario que aspira a la presidencia de México.
El sujeto original de esta historia es Francisco I. Madero, el derivado
es Vicente Fox. Las semejanzas entre los dos momentos históricos
son limitadas. El régimen porfiriano, en 1910, seguía siendo
una dictadura, mientras que, en el sexenio de Zedillo, México ha
vivido una acelerada transición a la democracia. En cuanto a los
dos líderes, aunque los paralelos existen, conviene matizarlos y
apuntar las profundas diferencias. Dejemos a un lado los obvios contrastes
físicos, caracterológicos o incidentales (Madero era chaparrito,
de voz tipluda, temperamento alegre, suave, conciliador; Fox es alto, de
voz ronca, serio, bronco, testarudo, lenguaraz pero introvertido en el
fondo, y no sólo acogió, sino adoptó a cuatro hijos).
La vertiente religiosa es decisiva en ambos, pero en un sentido muy diferente:
íntima y espiritista en Madero, ortodoxa y militante en Fox. Madero
era un franciscano extraviado en la política. "La formación
jesuita ha sido fundamental en mi vida", dice Fox, que presidió
el patronato fundador de la Universidad Iberoamericana en la ciudad de
León. El proyecto histórico de Madero era estrictamente liberal:
restaurar la Constitución de 1857. En cambio, Fox, que se sintió
tentado a ser cura, es ajeno a la tradición liberal, lo cual no
es una limitación biográfica menor. Vivió desde niño
en un rancho vecino a la ciudad de León, al pie del Cristo del Cubilete,
sede del famoso seminario Conciliar fundado por el obispo Valverde Téllez
y una de las capitales del México cristero y sinarquista. León
es una ciudad agraviada por el régimen de la revolución:
cuando Fox tenía tres años fue el escenario de una matanza
de panistas y sinarquistas que prefiguró a la de Tlatelolco en 1968.
Su plaza se llama "de los mártires". De la historia mexicana, a
Madero lo inspiraba la época de la Reforma. A Fox le apasiona sobre
todo el episodio central de su terruño, epopéyico si se quiere,
pero no democrático: la guerra cristera. Desde chico le gustaba
oír las anécdotas de los viejos combatientes, colecciona
libros y efigies sobre el tema y visita sus museos. En septiembre de 1998
-en uno de sus extraños desplantes- rubricó su discurso con
el grito cristero: "Si avanzo, ¡síganme!; / si me detengo,
¡empújenme!; / si retrocedo, ¡mátenme!".
La experiencia empresarial de Madero se restringió a los negocios
familiares. El espectro de Fox es más amplio. Tras estudiar administración
de empresas, a los 22 años ingresó en Coca-Cola. Comenzó
desde la calle, recorriendo tiendas y expendios como vendedor de ruta.
Fue supervisor, gerente de zona, director de operaciones, de mercadotecnia
y finalmente, entre 1974 y 1979, director general. En Coca-Cola lo apodaban
Marshall Dillon. Tras esos 15 años en los que revirtió
la preferencia pública por la Pepsicola, Fox -en un arranque de
idealismo incomprensible para sus compañeros de trabajo-
regresó a su rancho de San Cristóbal para atender, junto
con sus hermanos, los negocios familiares: la hacienda del Cerrito, Congelados
San José -brócoli, papa, chícharo, coliflor- y las
Botas Fox. "Conocí la gran corporación internacional y el
pequeño changarro", escribe en sus memorias, "aprendí la
disciplina y el trabajo, muchísimas técnicas empresariales,
todas maravillosas; tonta y despectivamente, nuestros políticos
renuncian a ellas, como la mercadotecnia, planeación, ingeniería
financiera, administración por objetivos, calidad total, desarrollo
organizacional. Todo ese herramental lo traigo y uso".
Hasta aquí, las simpatías y diferencias entre Madero y
Fox parecen casi inocuas, pero la historia, como sabemos, no terminó
allí y su extrapolación para el futuro inmediato produce
escalofríos. El régimen de Díaz instrumentó
un fraude, estalló una revolución en su apoyo, el dictador
renunció, se integró un Gobierno de transición que
ahondó la discordia entre los propios partidarios de Madero, quien
meses después presidió un Gobierno inestable e ineficaz que
culminó en un golpe de Estado, su asesinato y una feroz guerra civil.
Los hechos no se repetirán. El fraude es muy improbable. El Instituto
Federal Electoral se ha ganado una credibilidad plena. Aun así,
Fox parece incapaz de concebir la posibilidad de la derrota si no es a
través de una chapuza a la que, en efecto, seguiría
una movilización con el objeto de anular los comicios. En ese caso,
la reacción de sus partidarios -provenientes sobre todo del México
más moderno, joven, educado y urbano- dependerá de muchos
factores, como la diferencia porcentual o la percepción sobre el
grado de eventual desaseo en la elección. Parece impensable que
se desemboque en la violencia, pero el desenlace es incierto. Fox no se
iría a su casa: empujaría al PAN a la desobediencia civil
y, en el extremo, tal vez integraría un nuevo partido con "los amigos
de Fox" (más de tres millones).
"De político no tengo nada", ha dicho Fox; "no quiero ser político,
no aspiro a ser político, mucho menos a actuar como político.
Yo quiero actuar como ser humano, con mis semejantes, apoyándolos".
La excentricidad política de Madero derivó hacia un quijotismo
sonámbulo y débil. Fox evitaría ese camino, pero podría
tomar una vía populista. Su concepto del poder recuerda a otro presidente
no tan remoto: "El buen gobierno está en la calle, en las cárceles,
en los ejidos, no en el palacio de Gobierno, detrás de un escritorio".
¿Echeverrismo de signo contrario? Con todo, en su aspecto práctico,
el enfoque de Fox tendría sus ventajas. En el siglo XX, México
tuvo tres tipos de presidentes: militares, abogados y economistas. Nunca,
desde Madero, ha llegado un empresario a la presidencia. Fox reinauguraría
el paradigma: un presidente promotor en un país necesitado de ánimo,
renovación, horizontes y entusiasmo creador. Su proyecto -según
parece- sería fundamentalmente económico y social: generar
riqueza y oportunidades para el México pobre y revolucionar
la educación. Alentaría megainversiones en el sureste,
apoyaría el desarrollo de las microempresas, adoptaría los
exitosos casos de bancos de pobres en Bangladesh. Introduciría un
amplio programa de becas.
No se necesita ser adivino para advertir de que el riesgo potencial
de Fox -en las antípodas de Madero, el "apóstol de la democracia"-
está en un abuso autoritario e intolerante de la dominación
carismática. En caso extremo, el liderazgo de Fox se degradaría
en un caudillismo plebiscitario con ribetes mesiánicos muy peligrosos
en un país al que costó mucho la separación entre
la Iglesia y el Estado. Su temperamento es imperioso, habla de sí
mismo en tercera persona, sus palabras revelan un voluntarismo excesivo.
Entre los muchos presagios preocupantes en ese sentido están las
declaraciones de Fox tras siete horas de "profunda conversación"
con Fidel Castro: luego de celebrar sus coincidencias biográficas
con el dictador -ancestros españoles, origen campirano, educación
jesuita-, Fox subrayó las "pocas, muy pocas, discrepancias" entre
ambos y afirmó que Cuba era un ejemplo para la América Latina
por la armonía que ha logrado entre el mercado y el Estado: la verdadera
tercera vía. Del ahogo histórico a las libertades,
ni una palabra, omisión incomprensible en un hombre que lucha por
la democracia.
Francisco Labastida, al conocer el resultado
de las primarias del PRI en las que salió
elegido candidato (AP).
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Salvo haber nacido en el mismo año de 1942 y ser mexicano por
nacimiento, Francisco Labastida no tiene casi nada en común con
Fox. Su padre, un médico jalisciense, emigró a Los Mochis
(Sinaloa) y allí formó su familia. La gente de la región
conserva hasta la fecha un grato recuerdo suyo, por su vocación
cumplida de servicio a la comunidad. Un bisabuelo suyo, don Luis Labastida,
había servido a la causa juarista en la guerra de intervención.
Su bisnieto conserva la bandera del escuadrón Guías de Jalisco
que le regaló Juárez y otros documentos probatorios de su
filiación liberal, en su vertiente no jacobina.
Francisco salió de Los Mochis a los 15 años para no regresar
más. Estudió en el colegio Madrid, fundado y dirigido por
republicanos españoles, y pasó un tiempo en la rígida
Universidad Militar Latinoamericana. Su familia quería que fuese
ingeniero y empresario. Él optó por estudiar economía
en la UNAM. A los 20 años tomó dos decisiones cruciales;
la primera, definitiva; la segunda, no: ingresó en el servicio público
y se casó. Con su primera esposa procreó cuatro hijos; con
una segunda mujer tuvo una hija; su segunda esposa desde 1986 es Teresa
Uriarte, doctora en historia con una obra apreciable, un temperamento combativo
y -a juzgar por algunas intervenciones públicas- una influencia
no desdeñable sobre su marido.
El currículo de servicio público de Labastida es extenso
y variado: entre 1962 y 1982 fue un alto funcionario en tres secretarías:
Hacienda, Presidencia y Programación y Presupuesto. A los 40 años
tuvo su primer cargo en el Gabinete de Miguel de la Madrid: secretario
de Energía y Minas. En 1987 fue gobernador de Sinaloa, Estado agrícola
y pesquero, mitad tropical y mitad norteño, bronco y caciquil, que
en 1965 había frenado una primera reforma democrática del
PRI y que en tiempos de Labastida empezaba a convertirse en una de las
mecas del narcotráfico y a padecer por ello altísimos índices
de delincuencia. El senador panista Emilio Goicoechea llegó a ponderar
positivamente la gestión de Labastida: "Inauguró una nueva
forma de gobernar, más moderna". Aquéllos fueron años
turbulentos y de riesgo para la familia Labastida. Las amenazas de muerte
por parte de los narcotraficantes llevaron al Gobierno de Salinas a ofrecerle
la Embajada de Portugal. Ya en tiempos de Zedillo, Labastida dirigió
brevemente Puentes y Caminos Federales de Ingresos, de donde pasó
a la Secretaría de Agricultura y, finalmente, a la estación
previa a su candidatura: la Secretaría de Gobernación.
Un hombre de carne y hueso se esconde detrás de este recuento.
Pero no es fácil conocerlo. Personas allegadas al ingeniero Fernando
Hiriart -a quien Labastida considera su segundo padre, su tutor profesional
y moral- dibujan el perfil de una especie de ingeniero natural. "A pesar
de ser economista, usted me cae bien porque parece ingeniero", le habría
dicho Hiriart, uno de los técnicos más inteligentes y respetados
en el servicio público mexicano. Labastida es, en efecto, un hombre
de esquemas, análisis y números, a más de trabajador
obsesivo, escrupuloso en su vida privada y pública (no es propiamente
rico: declaró propiedades por seis millones de pesos), prudente,
sencillo y reservado. En sus apariciones públicas ha revelado una
cierta limitación de horizontes intelectuales, inseguridad y rigidez.
"Es buzo", dice su esposa, "no sólo por abusado, sino porque
le gusta bucear, y la virtud principal del buzo es la serenidad para afrontar
un momento peligroso". El asesinato a mansalva de su hombre de seguridad
en Sinaloa, las amenazas de muerte y el fantasma de un atentado por parte
de los narcos lo templaron. De ganar la elección, por razones íntimas
y sociales, la seguridad sería una de sus prioridades.
Labastida llegó a la candidatura por un azaroso proceso de eliminación,
resultado, a su vez, de un agotamiento del liderazgo en el sistema que
data por lo menos de la gran crisis de 1982. Los politólogos -que
yo sepa- han estudiado poco el curioso fenómeno. De la Madrid adelantó
los tiempos generacionales, desplazó a su propia generación
política e integró su Gabinete con jóvenes tecnócratas.
En 1987 ocurrió el histórico desprendimiento del ala cardenista
del PRI. Salinas -el último líder carismático del
sistema- pareció consolidar a su "generación del cambio"
(que esperaba gobernar 24 años más), pero este proyecto transexenal
irritó a los desplazados, que le declararon la guerra. Chiapas y
el asesinato de Colosio precipitaron la disolución: Salinas salió
del país; Camacho, del PRI, y Aspe, del servicio público.
El error de diciembre desacreditó aún más a los tecnócratas.
Zedillo optó por la reforma política y consintió en
los famosos candados: el candidato presidencial debía contar con
un puesto de elección popular. Las enfermedades físicas,
el desprestigio moral o el deterioro de su imagen quemaron varios cartuchos
del sistema. Sobreviven, por supuesto, algunos cacicazgos políticos
regionales, pero los procesos electorales en Estados y municipios han ido
descuartizando, literalmente, ese viejo cuerpo. En el ámbito sindical,
núcleo duro del sistema, la muerte de don Fidel Velázquez
fue, en verdad, el fin de una era. ¿Quién quedaba después
de semejante destazadero? Un dinosaurio (Bartlett), un político
con carisma heredado (Roberto Madrazo), un funcionario preparado pero de
segundo nivel (Roque) y Francisco Labastida.
No sólo de errores, desplazamientos, marginaciones y asesinatos
está hecha la circunstancia actual del PRI. También, sobre
todo, de desgaste histórico. Es evidente que no todo México
está en su contra, pero desde hace años la mayoría
del país -incluido, por supuesto, el sector más moderno-
pertenece a las oposiciones. En esas circunstancias, muchos priístas
jóvenes y honestos han desembocado en una crisis de identidad que,
a diferencia de 1938 o 1946, no se resuelve con un cambio de siglas o la
mera anteposición de la palabra nuevo. El proceso de elección
abierta del candidato presidencial fue un acto meritorio y legitimador,
pero insuficiente para lograr la transformación del PRI en un partido
más, reconciliado consigo mismo y abierto al futuro. Y, curiosamente,
el triunfalismo interno que siguió a esos comicios aturdió
a los operadores de la campaña, que se durmieron en los laureles.
Cuando despertaron, el empresario con botas estaba allí.
Tras la apertura democrática sustantiva de este sexenio, la lógica
histórica reclama la prueba de fuego que muchos mexicanos hemos
favorecido desde hace cerca de 20 años, la misma que tarde o temprano
llegará hasta por efectos demográficos y que sería
benéfica para el propio PRI: la única alternancia que falta,
la del poder ejecutivo.
De triunfar el 2 de julio, Labastida tendrá una ardua misión:
atraer y animar al electorado joven, urbano, educado y moderno -de izquierda
o derecha- que habrá votado en su contra. A pesar de los avances
políticos y económicos del sexenio, todos los candidatos
admiten que el país se enfrenta a problemas gravísimos, como
la pobreza y la inseguridad. Para encararlos, el ciudadano se orienta al
cambio, pero cambio es una palabra contradictoria en los labios
del PRI, que, a despecho de sus aciertos históricos -sobre todo
en el periodo 1929-1967-, ha representado precisamente lo contrario: la
movilidad quietista, la revolución institucional. Con todo, el PRI
cuenta con un piso electoral sólido (cerca del 40%), compuesto por
varios millones de personas, no todas ellas pobres, ignorantes y cautivas
como pregona la oposición. Hace unos días, alguien razonaba
su voto por Labastida con un pasaje del Juan de Mairena de Antonio Machado:
"Y a los arbitristas y reformadores de oficio convendría advertirles:
/ Primero. Que muchas cosas que están mal por fuera están
bien por dentro. / Segundo. Que lo contrario es también frecuente.
/ Tercero. Que no basta mover para renovar. / Cuarto. Que no basta renovar
para mejorar. / Quinto. Que no hay nada que sea absolutamente inempeorable".
Si el PRI pierde las elecciones, la democracia mexicana entrará
en un vertiginoso proceso de ajuste, lleno de sobresaltos y hallazgos.
No es impensable una alianza de priístas y perredistas, históricos
y recientes, dinosaurios y tecnócratas, contra Fox, sus amigos
y el PAN. En ese caso -argumentan algunos-, Fox sucumbiría a la
tentación populista (Fujimori, Chávez) de apelar directamente
a la ciudadanía por encima de las instituciones. No es impensable,
pero se trata de una conjetura: en su Gobierno de Guanajuato mantuvo un
trato respetuoso con la legislatura de oposición, designó
a un priísta en Hacienda y no vulneró las libertades cívicas.
Por lo demás, la globalización financiera y democrática
acotaría de inmediato ese escenario.
El límite mayor a cualquier extremismo político está
en las nuevas libertades políticas que ejercemos los mexicanos.
Hace seis años, el país estaba hundido en la crisis integral:
guerrilla en Chiapas, asesinatos políticos, crisis económica
aguda, descrédito de las instituciones electorales, los medios de
comunicación bajo control. La transición en este sexenio
ha sido más suave de lo esperado: la oposición gobierna en
la Cámara de Diputados, el DF y varios Estados y municipios. El
azar puede reservarnos todavía alguna sorpresa, pero los mexicanos
comprendemos y apreciamos cada vez más el nuevo clima democrático,
y allí reside nuestra mayor fortaleza. El hecho mismo de tener elecciones
a tal grado abiertas y competidas es ya una fiesta de principio de milenio.
Si son transparentes y predomina la concordia habrá triunfado la
democracia sin adjetivos. Pero su victoria será siempre provisional.
Es un ser vivo: debe nutrirse, incesantemente, de libertad y crítica.
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