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MARK BOWDEN
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2001 Prospect/NYT Syndicate |
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George Bush, reacio a intervenir
en el extranjero, impulsa el Plan Colombia, destinado a matar dos pájaros
de un tiro: el tráfico de cocaína y la guerrilla más
antigua de América. Un relato excepcional sobre la más secreta
y arriesgada actuación militar norteamericana, en la que a la presencia
oficial de asesores militares se suma un creciente número de consejeros
privados
Me sorprendió ver a Fast
Eddie desarmado. Eddie, un hombre rubicundo y en forma, es exactamente
tal como se le describe: un implacable hombre de negocios que preside con
una energía frenética su imperio improvisado pero creciente,
junto a las ajetreadas pistas del aeropuerto de Eldorado, en Bogotá.
Es mi primer día de regreso
a Colombia y estoy intentando desentrañar lo que, a juicio de muchos,
va a ser la próxima gran aventura militar de Estados Unidos, una
sombra en movimiento bajo la tranquila superficie de la política
exterior norteamericana, mientras George W. Bush se instala en la Casa
Blanca. El nuevo presidente ha presentado un rostro neoaislacionista al
resto del mundo y ha advertido a posibles solicitantes que no cuenten con
la intervención estadounidense, pero es posible que Colombia sea
la gran excepción. En abril, el Gobierno de Bush pidió 800
millones de dólares (157.000 millones de pesetas) más para
contribuir a la lucha contra la droga. Estados Unidos está ya muy
involucrado en el Plan Colombia, una campaña internacional
para matar de un solo tiro dos viejos pájaros recalcitrantes: el
tráfico de cocaína y una rebelión guerrillera de izquierdas
que dura desde hace 40 años.
Éste es uno de esos planes
que resultan inteligentísimos en una sala de reuniones del Capitolio.
Si sale bien, podría ser todo un triunfo. Si no..., ya se habla
de atolladeros. Algunos invocan el espectro de Vietnam. Para Fast
Eddie, la palabra es 'oportunidad'. Su imperio es una red de remolques
con techo de hojalata al borde de la pista del aeropuerto, rodeada de una
variedad impresionante de avionetas, vehículos, frigoríficos,
alambradas y todo tipo de suministros. Son tiempos florecientes para el
tinglado de Eddie, Operación Apoyo, que sirve de depósito
de abastecimientos, centro de mensajes, lugar de recibimiento y despedida
de cada hombre, mujer, arma, ración, perro y poste que llega como
parte de la creciente intervención militar norteamericana en esta
atribulada nación.
Hace casi un año que Washington
aprobó la contribución a lo largo de tres años de
1.300 millones de dólares (cerca de 255.000 millones de pesetas)
al paquete global de estabilización del Plan Colombia, de 7.500
millones de dólares en total (cerca de 1,5 billones de pesetas).
El presidente colombiano, Andrés Pastrana, ha aplazado la ejecución
de la vertiente militar del plan, una gran ofensiva contra los cultivos
de coca y las plantas de procesamiento, protegidos por las guerrillas en
dos de los Estados meridionales del país. Sin embargo, hasta ahora,
esta amenaza no ha bastado para obligar a los guerrilleros a sentarse en
la mesa de negociaciones. Si no retroceden, la campaña debería
comenzar este verano. Sus más ardientes partidarios aseguran que
no sería más que un paso necesario en el camino que llevará
a que toda Suramérica sea un lugar seguro para la democracia jeffersoniana.
Optimistas y pesimistas
Hay quienes son optimistas y quienes
son pesimistas, y hay otros que son pesimistas/optimistas, como Eddie,
que considera que esos mil y pico millones de dólares son el primer
escalón de una espiral de sangre para el tío Sam.
Eddie es un colombiano nacionalizado estadounidense, que sirvió
en las fuerzas aéreas norteamericanas. Pero, ante todo, es un hombre
de negocios. Como colombiano y estadounidense, la perspectiva de una guerra
prolongada le duele. Su rostro se llena de tristeza cuando piensa en ello.
¡Pero eso no quiere decir que uno vaya a olvidarse de las prioridades!
En previsión del aumento de efectivos, Eddie ha ampliado la sala
de espera.Ya ha dado acogida a 200 soldados al mismo tiempo, y dirige todo
con una pistola de 9 mm colgada de la cadera. Sin embargo, hoy no la lleva.
'¿No lleva pistola, Eddie?
Me habían dicho que siempre iba armado'. '¿Por qué
piensa que no lo estoy?', replica, y levanta uno de los cojines de su sofá
de cuero negro para mostrar un rifle automático, un CAR-15, cargado
y listo para dispararlo con sólo mover uno de sus dedos enjoyados.
'Siempre voy armado'.
Es importante tener una estrategia
de supervivencia en Colombia, donde los secuestros, los asesinatos y las
bombas forman parte del vocabulario habitual. En mi caso, mi instrumento
de supervivencia es un ex oficial de las fuerzas especiales del ejército
estadounidense, Brent Ballard, un empresario de baja estatura, calvo, gris,
fumador en pipa y poseedor de un poblado bigote, que me aguardaba en el
aeropuerto de Cartagena hace dos días y no se separa de mí
desde entonces. Brent, cuando no se dedica a quedarse con el floreciente
mercado del alambre, hace de guardaespaldas, guía y traductor para
turistas gringos. Como yo, que he venido en busca de una respuesta a una
de las preguntas fundamentales sobre el poder militar de nuestros días.
En el caos de nuestro mundo real, ¿es posible todavía llevar
a cabo alguna cosa previsible (o deseable)? En la guerra moderna no se
hace eso tan anticuado de luchar hasta que el otro bando se rinda. Hoy
'intervenimos'. Intentamos tener 'objetivos claramente definidos' y una
'estrategia de salida'.
El débil Gobierno central
de Colombia está dominado por una pequeña élite urbana
que tradicionalmente ha estado al servicio de los intereses de los terratenientes
(el presidente Andrés Pastrana es hijo de otro presidente). Sacudido
por la violencia política en los años cincuenta y sesenta,
y por las guerras del narcotráfico en los ochenta y noventa, durante
los que se produjo el ascenso y la caída de los carteles de la cocaína
en Medellín y Cali, el país sangra desde hace casi 50 años.
La década de los cincuenta es conocida como la violencia,
unos años en los que la guerra civil se llevó cientos de
miles de vidas. Las guerras del narcotráfico en los ochenta y noventa
costaron varios miles de vidas más e hicieron que ocupar un cargo
público en Colombia se convirtiera en un riesgo de proporciones
aterradoras. Los asesinos a sueldo del rey de la cocaína, Pablo
Escobar, mataron a decenas de jueces, a tres de los cinco candidatos a
la presidencia en 1989 y, en el intento de matar a un cuarto ese mismo
año, derribaron un avión y mataron a los 110 pasajeros que
iban a bordo. Amnistía Internacional calcula que en los diez últimos
años han sido asesinados o desaparecidos 35.000 civiles,
y en el año 2000 Colombia volvió a recibir el calificativo
de 'el país más peligroso del mundo para los periodistas'.
Grupos guerrilleros
Además, Colombia alberga a
los dos movimientos guerrilleros marxistas más antiguos del mundo,
las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y el ELN (Ejército
de Liberación Nacional). Ambos son tenaces, pero ineptos; lo bastante
fuertes como para humillar y amenazar al Gobierno, pero no como para derrocarlo.
En años recientes, con la caída del comunismo, parece que
ambos grupos han perdido sus referencias ideológicas. Se han enriquecido
gracias al narcotráfico, pero han perdido prácticamente todo
el respaldo popular.
En el año transcurrido desde
que Pastrana cedió a las FARC su propio Estado -un territorio pequeño,
de poco más de 40.000 kilómetros cuadrados [como Extremadura]-,
ha habido pocos logros significativos, y los informes sobre violaciones
de los derechos humanos hicieron que los habitantes de la zona noroeste
del país se rebelaran en protesta cuando Pastrana propuso entregar
su región al ELN. Hasta ahora, los guerrilleros han rechazado la
oportunidad de lograr la paz. El gesto grandilocuente del presidente, que
le valió el desprecio de su propio ejército y de los conservadores,
ha reforzado el apoyo de la burguesía a paramilitares derechistas
de triste fama, como Carlos Castaño, cuyas prisas por atacar directamente
a la guerrilla le han convertido en una figura popular y cuyo ejército
privado es un interlocutor indispensable en las conversaciones de paz.
¿Será posible que 1.300
millones de dólares, unos cuantos centenares de boinas verdes, 24
helicópteros Black Hawk y tres nuevos batallones antidroga cambien
de verdad las cosas? Cuando se llega desde el Norte por el aire, Bogotá
siempre sorprende. Desde la ventanilla del avión, durante la hora
de vuelo desde Cartagena, no se ven más que magníficas montañas
verdes surcadas por corrientes de color marrón rojizo que se unen
para formar los anchos ríos de los valles. Es una naturaleza virgen.
De pronto, uno se encuentra con una
metrópolis moderna y bulliciosa de siete millones de habitantes,
cruzada por autopistas, envuelta en niebla y contaminación, llena
de rascacielos, chimeneas y barriadas de chabolas. En su parte norte, Bogotá
posee anchas avenidas ajardinadas, modernos museos, catedrales clásicas
y viejas mansiones que pueden competir con los barrios más elegantes
del mundo. Pero en el lado sur y en el oeste se ven arrabales sin fin,
donde los refugiados que han llegado huyendo de la violencia en las junglas
y las colinas se buscan la vida en medio de basuras pestilentes, con pañuelos
blancos que les cubren el rostro para defenderse del olor.
Brent y Eddie son como otros miles
de hombres de negocios, norteamericanos y colombianos, que se disponen
a disputarse esos 1.300 millones de dólares y todas las perspectivas
que prometen para el futuro. Casi todos son militares recién retirados,
estoicos ante el peligro, bien relacionados y dotados de los conocimientos
necesarios sobre la logística de la intervención. Están
bien acompañados. DynCorp, una empresa en la que trabajan agentes
especiales retirados del ejército estadounidense, obtuvo un contrato
de 170 millones de dólares (33.000 millones de pesetas) en 1998,
y desde entonces lleva a cabo el programa de erradicación de cultivos
promovido por Estados Unidos. Sus empleados colaboran con los soldados
de las fuerzas especiales norteamericanas procedentes de Fort Bragg (Carolina
del Norte), que llegan a trabajar aquí en turnos cada vez más
numerosos.
La mayoría de las noches,
los bares de los mejores hoteles de Bogotá están abarrotados
de jóvenes norteamericanos con un corte de pelo militar. Cuando
la maquinaria de guerra estadounidense hace un despliegue semejante, suele
hacerlo a lo grande: sacos de arena, lonas, insecticidas, generadores,
máquinas de Coca-Cola, vídeos, literas, uniformes, radios,
explosivos, cafeteras; todos los artículos de un catálogo
de operaciones sobre el terreno y otros que no figuran en él. El
aparato militar norteamericano es impresionante, pero además es
acaparador. No se limita a levantar un campamento, sino que importa toda
la cultura de comida rápida, centro comercial y recipientes de usar
y tirar. Y son pocas las cosas que van a sobrar. No son muchos los empresarios
confiados en que el Plan Colombia vaya a funcionar según lo previsto,
pero se callan y se atienen a la tradición del contratista militar:
ellos no son quienes para comprender los motivos, se limitan a comprar
barato y vender caro.
Bases norteamericanas
El punto central del Plan Colombia
está a unos 500 kilómetros al sur de Eddie, en la cálida
cuenca del Amazonas, bajo las selvas de triple bóveda que constituyen
la frontera con Ecuador. Una de las cosas que espero poder hacer en este
viaje es visitar a los soldados estadounidenses estacionados en dos bases
en la selva, Larandia y Tres Esquinas, a las que sólo se puede llegar
en aparatos militares colombianos. Después de meses de intentos
infructuosos para lograr un permiso del ejército en Estados Unidos,
pretendo lograr una audiencia con la nueva embajadora norteamericana en
Colombia, Anne Patterson. El embajador anterior, prudentemente, había
decidido mantener a todo el personal norteamericano en Colombia apartado
de los periodistas, y ésa es una de las razones de que haya tan
poca gente en nuestro país que sepa lo que está ocurriendo
aquí. Pero hay otros que piensan que, para lograr el respaldo público
a misiones militares en el extranjero que son difíciles y peligrosas,
es preciso contar a los ciudadanos estadounidenses lo que ocurre, y según
me han dicho, Patterson comparte esta opinión.
Antes de partir para este viaje,
un funcionario del Pentágono me había adoctrinado sobre el
esfuerzo militar en Colombia. 'Estamos hablando de una aplicación
quirúrgica de la violencia', me dijo. 'En este momento, las circunstancias
son las menos deseables. Los envíos de drogas han aumentado y las
guerrillas tienen cada vez más fuerza. Hemos identificado el centro
geográfico del problema y tenemos previsto encerrarlo en una caja.
No hay carreteras, de forma que la única manera de entrar y salir
de esa área es por el río o por el aire. Tal vez no podamos
cerrarlo por completo, pero sí podemos conseguir que los envíos
dejen de ser rentables. Los peruanos no consiguieron derribar más
que al 10% o 15% de los aviones del narcotráfico, pero para un piloto
la idea de que haya un 10% o un 15% de posibilidades de ser derribado es
suficiente para que no quiera seguir volando. Es el porcentaje que queremos
alcanzar en Colombia'.
Conviene recordar que, en la vida
real, la cirugía implica sangre. Las guerrillas contraatacarán.
Hay que prever que habrá intentos de perturbar la vida en las ciudades
colombianas y un aumento de los secuestros y las bombas, más ciudadanos
aterrorizados y una nueva campaña en contra de los norteamericanos,
que ahora son blancos más fáciles porque son más abundantes.
Los nuevos batallones antidroga han sido entrenados y equipados por las
fuerzas especiales del ejército estadounidense, que también
dirige sus operaciones de forma encubierta. Las FARC ya han anunciado que
considerarán como una acción de guerra por parte de Estados
Unidos la entrega este verano de los helicópteros Black Hawk.
El año pasado se vendió
el Plan Colombia al Congreso como una operación estrictamente local,
que no iba a incrementar de forma significativa la presencia militar de
Estados Unidos. Pero las cifras de los norteamericanos estacionados en
la actualidad en Colombia son vagas. En un día cualquiera del año
pasado se calculaba que había oficialmente unos 200 soldados norteamericanos.
El número aumentaba a 500 cuando llegaba un buque de la marina o
un equipo especial de la SIGINT (plataforma de señales de información
o escuchas electrónicas). Ésas eran las cifras oficiales.
El ejército de Estados Unidos posee unidades clandestinas
en el país desde 1989, cuando envió a su primera unidad secreta
de telemetría por radio con el nombre en clave Centra Spike,
para ayudar a la caza y captura de Pablo Escobar, cuyo reinado de terror
y chantaje tenía prácticamente paralizado el Estado. Años
después llegaron los soldados de la fuerza Delta para ayudar a rematar
la labor, y algunos restos de aquellas unidades han permanecido aquí.
No están incluidos en las
cifras oficiales, como tampoco lo están los contratistas privados
ni los pilotos de Dyncorp, que fumigan los campos de coca (y son derribados)
en los pequeños campos de cultivo que dominan Putumayo. En los últimos
años, el ejército estadounidense ha privatizado cada vez
más actividades, lo cual significa que los mismos soldados, pilotos
y técnicos que aplicaban la política norteamericana en Colombia
desde hace años lo siguen haciendo a cambio de sueldos más
altos, pero ya no forman parte del ejército.
Fuerzas especiales
El centro de información regional
en Tres Esquinas, en la confluencia de los ríos Caquetá y
Orteguaza, en el borde occidental del Estado de Caquetá, está
ocupado hoy por empleados que son, en su mayoría, soldados retirados
de las fuerzas especiales. El centro suministra información y planificación
a las fuerzas armadas colombianas que actúan en la región.
Es muy probable que éste sea el primer punto en ser atacado. Los
preparativos de defensa son muy amplios y el centro está vigilado
por varios miles de soldados colombianos. La selva que lo rodea se ha talado
para facilitar la visión en el momento del disparo, pero aun así
es un lugar aislado y vulnerable. En las colinas circundantes hay muchos
guerrilleros. Si las FARC deciden poner en solfa la ayuda estadounidense,
es casi seguro que empezarán por Tres Esquinas.
Existe un búnker en el que
se alojan los empleados que se quedan a dormir. No es difícil
imaginar a un grupo de norteamericanos encerrados y bajo asedio, y si llega
ese momento, ¿qué importancia tendrá para la Administración
de Bush el hecho de que sean soldados de uniforme o personal contratado?
'Los miembros de las FARC han estudiado lo de Somalia', dice un oficial
retirado de las fuerzas especiales estadounidenses, que pasó dos
años en las guerras del narcotráfico y permaneció
en Colombia como asesor de seguridad hasta el año pasado. 'Saben
que si matan a unos cuantos soldados norteamericanos, el Gobierno de Estados
Unidos podría cambiar de opinión y ordenar la retirada. Pero
a Bush le van a presionar para que demuestre que las cosas han cambiado.
Así que, tal vez, la muerte de unos cuantos norteamericanos podría
ser el detonante de una escalada'.
Si los soldados norteamericanos se
ven envueltos en tiroteos con guerrilleros colombianos o si varios de ellos
son capturados y retenidos como rehenes, ¿qué hará
Washington? O aunque los soldados escapen a ese destino, ¿qué
ocurrirá si de aquí a dos años se hace evidente que
el plan no funciona? Recordemos que el ejército colombiano lleva
luchando contra las FARC y el ELN, con una ayuda de Estados Unidos ligeramente
inferior a la de ahora, desde hace cuatro décadas. ¿Desea
Estados Unidos verse arrastrado por el embrollo violento y sin esperanza
de la política colombiana, la guerra civil más prolongada
del hemisferio occidental?
El hombre encargado de garantizar
que no sea así es el coronel Patrick Higgins, jefe del grupo militar
de Estados Unidos, que ha sucedido a una larga serie de jefes frustrados,
el último de los cuales se fue en un ambiente de deshonra al descubrirse
que su mujer introducía cocaína en las valijas diplomáticas.
Fue una noticia sin importancia en Estados Unidos, pero una historia tremenda
y muy gratificante en Colombia, donde durante años los funcionarios
norteamericanos han acusado de forma más o menos descarada a todo
el que ocupaba un cargo de estar a sueldo de los narcotraficantes. Higgins
es un militar graduado en West Point, delgado y preciso, que parece un
corredor de fondo. De las paredes de su despacho cuelgan mapas y una portada
enmarcada de la revista Life, la correspondiente al 2 de junio de
1961, con un primer plano de Fidel Castro y el titular 'Crisis en nuestro
hemisferio'.
'En Colombia nunca tenemos a nadie
que no necesite estar aquí', explica, a propósito de la presencia
militar estadounidense. 'Tengo que evaluar los riesgos de forma individual
para cada soldado. Una vez que pasan la prueba, les situamos en lugares
en los que no suele pasar nada. En Tres Esquinas hay alrededor de 2.000
hombres, de los cuales, hoy, 13 son nuestros. El centro no ha sufrido nunca
un ataque. Nunca. Y aunque lo ataquen, somos perfectamente capaces de defenderlo'.
La portada de Life con Castro la tiene, dice, para acordarse de
que, cuatro décadas después, Castro permanece en el poder
y sigue habiendo guerrillas izquierdistas en las montañas de Suramérica.
Intenta no pensar con demasiada anticipación.
Análisis militar
En términos puramente
militares, Higgins está seguro de que el Plan Colombia va a causar
gran perjuicio a las guerrillas. Se calcula que el movimiento guerrillero,
en su totalidad, está formado por unos 60.000 combatientes entre
permanentes y parciales, 'muy extendidos pero con poca densidad'. Ahí
cobran importancia los Black Hawks y varios Hueys de doble motor. La movilidad
multiplica las fuerzas; permite causar el triple de impacto con el mismo
número de hombres. Los tres nuevos batallones tendrán unos
3.000 hombres. Su ventaja, en gran parte gracias a las técnicas
de vigilancia estadounidenses, consiste en saber exactamente dónde
está el enemigo en todo momento, dónde se encuentran sus
bases, sus laboratorios, sus campos de cultivo, sus rutas fluviales. Dos
brigadas militares convencionales se dedicarán a asegurar las ciudades,
unas unidades fluviales recién formadas cortarán las rutas
a través de los ríos, unos expertos en erradicación
de cultivos atacarán los campos y los nuevos batallones antidroga
se centrarán en los importantísimos laboratorios de tratamiento,
aproximadamente unos 30. 'En cuatro años, confiamos en reducir el
cultivo de coca en un 50%', dice Higgins. 'Personalmente, creo que son
aspiraciones discretas. Me parece que podemos mejorarlas'. De conseguirlo,
será la primera vez que los esfuerzos antidroga en Colombia superarán
la capacidad de los agricultores para renovar los cultivos.
Mi siguiente visita es a Luis Moreno,
encargado de la sección de narcotráfico en la embajada. Está
convencido de que la larga e inútil lucha contra las drogas se encuentra
en un momento decisivo por un factor fundamental: hacen falta casi 18 meses
para recuperar un campo después de fumigarlo o destruirlo.
Acabar con la coca
Moreno es un hombre entusiasta y
juvenil, que tiene el despacho abarrotado de mapas, fotos aéreas,
gorras, juguetes y maquetas de avión. Desprende sinceridad. No le
pagan para explicar la situación general, le pagan para acabar con
las plantas de coca y se toma su trabajo con espíritu de misionero.
Desde hace varios años, Moreno coordina un plan para fumigar glucosato
(un ingrediente del herbicida doméstico Round-up) sobre los campos
de coca y amapola identificados por imágenes de satélite.
Dice que este esfuerzo, y el hecho de que las fuerzas aéreas peruanas
hayan logrado interceptar aviones del narcotráfico que servían
de puente aéreo entre ese país y los laboratorios colombianos,
han restringido el cultivo y el procesamiento de coca a una región
muy delimitada, que es además el territorio de las FARC. Los aviones
están pilotados por norteamericanos (los que trabajan para Dyncorp),
y es frecuente que se topen con fuego de artillería ligera cuando
sobrevuelan los campos. De hecho, les han alcanzado en 70 ocasiones, y
tres de los pilotos contratados han muerto derribados.
Mientras habla conmigo, Moreno recibe
una llamada en la que le cuentan que han alcanzado a otra de sus avionetas
fumigadoras. Respira al escuchar que esta vez, como casi siempre, los daños
son mínimos. Su optimismo sobre el Plan Colombia es contagioso.
'Dios se ha portado bien con nosotros',
dice. 'Ésta es una oportunidad de oro, un momento que no va a repetirse.
Ahora, el 60% de la coca mundial se concentra en esta región del
sur de Colombia, controlada principalmente por las FARC, que obtienen enormes
beneficios de la droga. El Gobierno colombiano quiere obligar a las FARC
y al ELN a participar en las conversaciones de paz. Tenemos la ocasión
de matar dos pájaros de un tiro, dar el mayor golpe jamás
visto al tráfico de cocaína y acabar con la rebelión
marxista más antigua del mundo'.
Cuando me despido de Moreno, me llevan
al despacho de la nueva embajadora, una sala muy adornada. Patterson es
una mujer menuda, serena y reflexiva, una diplomática de carrera
que parece tan capaz de ser la elegante anfitriona de una cena de gala
como de ordenar un bombardeo. Con su cabello bien peinado y su traje de
chaqueta rosa, Patterson no encaja con la imagen del embajador en una zona
de guerra, pero no es una persona que se asuste fácilmente. A las
pocas semanas de llegar, la policía colombiana halló una
bomba de gran tamaño en la ruta por la que tenían que pasar
los coches que les iban a llevar a ella y a un congresista norteamericano
a visitar Barrancabermeja, una pequeña ciudad a 200 kilómetros
al norte de Bogotá. Hubo cierta discusión sobre cuál
era el objetivo de la bomba. Las autoridades, al principio, lo consideraron
un intento de asesinato, pero luego se retractaron. 'No es raro encontrar
este tipo de cosas en Barrancabermeja', declaró el portavoz del
Departamento de Estado. Patterson acudió a todas sus actividades
programadas en la ciudad sin faltar a una sola. Lleva más de una
década viviendo y trabajando en Latinoamérica; antes de Colombia,
los últimos lugares en que estuvo fueron El Salvador y Perú.
'Si vamos paso a paso, lo conseguiremos',
asegura. 'Hace diez años, el problema era Perú. En aquella
época, cuando hablábamos de cortar el tráfico de coca
procedente de Bolivia y Perú, nadie pensaba que fuera posible. Lo
conseguimos. Aquí también se puede hacer'.
Patterson pertenece a un nutrido
grupo de diplomáticos y soldados norteamericanos que ha labrado
su carrera en la guerra contra el narcotráfico en los Andes. Las
circunstancias se han combinado para ofrecer oportunidades a estos profesionales
maduros. Las medidas fracasadas del Gobierno de Reagan dieron paso a la
estrategia de Bush (padre) contra los cerebros de la droga, que supuso
acabar con los carteles de la cocaína de Medellín y Cali
y, a su vez, engendraron los supercarteles de hoy día: una cínica
alianza entre los guerrilleros, los paramilitares y la industria del narcotráfico
en Colombia. Veinte años de esfuerzos norteamericanos y miles de
millones de dólares no han logrado más que ir trasladando
la industria de la droga de un lugar a otro, cambiar los lugares del cultivo
y el tratamiento de la coca, alterar las rutas del tráfico y cambiar
los nombres de quienes se enriquecen con él, pero no han podido
impedir el aumento constante de los envíos al hemisferio norte.
La última reorganización ha conseguido crear un fenómeno
completamente nuevo: unos revolucionarios marxistas ricos.
Pentágono y Congreso
No siempre ha sido fácil convencer
al Pentágono y al Congreso de que los narcotraficantes son un objetivo
importante para el poder militar norteamericano, pero cuando se empieza
a hablar de guerrilleros de izquierdas, ese lenguaje sí lo entienden.
El dinero estadounidense está permitiendo que se aproveche la ocasión
y Patterson sabe que puede ser un compromiso muy frágil. Si empiezan
a morir soldados norteamericanos en Colombia, 'las consecuencias podrían
ser muy graves', dice. 'Hemos intentado que la gente en nuestro país
esté preparada para asumir los riesgos. Aquí tenemos ya a
mucha gente, y éste es un país muy peligroso. Pero si estamos
dispuestos a asumirlo, creo que podemos conseguirlo. Las FARC pueden hacer
mucho ruido, pero no tienen la capacidad de realizar una actividad sostenida'.
En su opinión, debo visitar
a los soldados que se encuentran en Larandia. Me despido de ella, Higgins
y Moreno, contagiados del entusiasmo ante las perspectivas de esta oportunidad
histórica de oro', pero inmediatamente me topo con unos escépticos.
En el bar del elegante hotel Dann Carlton, un empresario colombiano asiente
de buen grado mientras le resumo el plan militar para luego asegurarme
con gesto cansado que todas esas ideas de reducir a la mitad el tráfico
de cocaína y herir a las FARC son sólo ilusiones. Me pide
que no mencione su nombre, porque él también puja por conseguir
algún contrato militar, pero dice: 'Por lo menos, la mitad del dinero
que envía Estados Unidos acabará en malas manos en vez de
llegar a las fuerzas gubernamentales que están sobre el terreno'.
Un empleado de la embajada que está en el bar asiente y reconoce
que hay algo de cierto en eso. Explica que unas botas de lona para la jungla,
fabricadas en Estados Unidos y remitidas al primero de los nuevos batallones
antidroga, se habían convertido al llegar a su destino, por arte
de magia, en otras de cuero negro corriente, más baratas.
Un piloto y ex narcotraficante de
Medellín con el que hablo al día siguiente me ofrece su propia
conclusión sobre por qué el Plan Colombia está condenado
al fracaso. Coge cuatro botellas de agua mineral y las coloca en la mesa,
entre él y yo. 'Finjamos que esta agua mineral tiene muchísimo
valor para usted y que yo le puedo vender una botella por 200 dólares',
comienza. 'Ahora supongamos que el Gobierno decide que no quiere que le
venda mi agua mineral y consigue reducir a la mitad mi capacidad de embotellarla
y distribuirla'. Quita dos botellas de la mesa. 'Ahora, lamentándolo
mucho, tengo que cobrarle 400 dólares por cada botella. Si tiene
muchas ganas de tenerla, estará dispuesto a pagarlos, ¿no?
Incluso puede que le cobre un poco más por todos los inconvenientes
que estoy sufriendo'.
La moraleja es que lo que rige el
negocio de la cocaína no es la oferta, sino la demanda. En Estados
Unidos, la demanda se ha estabilizado en los últimos años
(cada año entran aproximadamente 330 toneladas), pero ahora hay
unas 220 toneladas que se dirigen anualmente a Europa, más del doble
que en 1996. En la propia Colombia, el consumo de drogas nunca ha sido
un problema muy grave, así que a los políticos siempre les
ha costado convencer de que era importante llevar a cabo fuertes campañas
contra los narcotraficantes sin que les dijeran que eran lacayos de los
gringos. Mientras haya norteamericanos y europeos relativamente acomodados
y dispuestos a pagar precios exorbitantes por la sustancia, alguien encontrará
la forma de suministrarla. Muchos colombianos opinan que por qué
no van a poder ser ellos.
Ministro de Defensa
Uno de los que mejor lo entienden
es Luis Ramírez, el ministro de Defensa, de 42 años y aspecto
juvenil, con un bigote de color castaño y una mata de pelo ondulado.
Su oficina está en lo alto de la colmena deteriorada que constituye
el ministerio. Una vez dentro es como estar en un centro de mando en plena
actividad. Grupos de oficiales colombianos y norteamericanos de uniforme
atraviesan con paso rápido los pasillos, y los norteamericanos me
lanzan miradas curiosas. En la antesala de Ramírez hay varios hombres
vestidos con trajes bien cortados, oficiales con uniforme de paseo y soldados
con uniforme de faena, sucios y recién llegados de la jungla. Unos
camareros de chaqueta blanca nos ofrecen bandejas con café, té
y agua mineral.
Mientras espero al ministro, pienso
en la lección del agua mineral. Parece lógica. Los drogadictos
son clientes cautivos casi por definición. Si los precios suben,
la mayoría de ellos encontrarán la forma de pagar. Unos precios
más elevados serán mayor incentivo para que se incorporen
otros proveedores. La historia sugiere que si el Plan Colombia reduce a
la mitad la cocaína producida en ese país, surgirá
alguien que tome el relevo.
'No estoy tan seguro de que sea así
de fácil', dice Ramírez, desde la cabecera de una ancha mesa
de roble. Junto a él se encuentra el general Fernando Tapias, jefe
de las fuerzas armadas colombianas, un hombre moreno de dedos gruesos.
Saco un mapa de Colombia y les pido que me indiquen la situación
de Tres Esquinas y Larandia, cosa que tardan muchísimo en hacer.
Por fin, con las gafas puestas, el general Tapias alisa la mitad inferior
del mapa y señala con cuidado dos puntos en una remota región
del suroeste de Colombia.
'Tenemos 120.000 hectáreas
de cultivos de coca aquí, en la región de Putumayo', explica
Ramírez. 'Supongamos que las eliminamos por completo y que la demanda
en EE UU sigue siendo la misma. No veo ningún otro país que
pueda proporcionar una zona tan grande, con un clima tan perfecto para
el cultivo y en la que guerrillas y paramilitares se encargan de cuidar
las cosechas. De forma que, por primera vez en la historia, si logramos
reducir de verdad el suministro, es posible que eso tenga consecuencias
a escala mundial'.
Otra consecuencia inmediata muy probable
es el aumento de los secuestros y las extorsiones, las otras dos fuentes
fundamentales de dinero para las FARC y el ELN. Las guerrillas pueden escoger
objetivos conocidos, y en lugar de luchar contra batallones móviles
y entrenados en Putumayo y Coquetá, quizá emprendan campañas
de asaltos y bombardeos en todo el país para intentar perturbar
la vida supuestamente tranquila de las grandes ciudades.
Estrategia guerrillera
'Ya lo están haciendo', replica
Tapias. 'O lo intentan. Anoche atacaron una base militar en Cartagena con
un asedio de 18 horas. No triunfaron. No murió ninguno de nuestros
hombres. Estamos preparados porque sabemos que ésa va a ser su reacción.
Lo intentarán, pero sabemos que no pueden llevar a cabo una ofensiva
sostenida de ese tipo, en todo el país, durante más de una
o dos semanas'. Tapias explica que la estrategia de las guerrillas ha cambiado
poco en 30 o 40 años, mientras que el país ha cambiado mucho.
Los grupos son relativamente pequeños, pero siempre han confiado
en que sus grandes ataques contra las ciudades desencadenaran levantamientos
populares que les llevarían al poder. Ahora, a las guerrillas les
resulta cada vez más difícil lograr el apoyo de los campesinos
en las zonas rurales, la base más propicia por sus sueños
de justicia social y redistribución de las tierras. 'La población
campesina está cansada de todo esto', explica Tapias. El hecho de
que los guerrilleros recurran al secuestro, la extorsión y el tráfico
de drogas les ha costado el apoyo en las ciudades y el respaldo de organizaciones
de todo el mundo que antes simpatizaban con ellos. Castro se ha distanciado
de las FARC y el ELN. Amnistía Internacional ha condenado sus acciones
de secuestro y ha criticado las violaciones de los derechos humanos en
las regiones dominadas por ellos. En una visita reciente, Mary Robinson,
alta comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos, denunció
los secuestros.
Las autoridades colombianas creen
que la posibilidad de que haya un levantamiento popular en apoyo de la
guerrilla es nula. Si las FARC y el ELN responden al Plan Colombia incrementando
el terrorismo en las ciudades, lo único que lograrán será
provocar la hostilidad del pueblo al que desean gobernar. 'No es posible
derrotar o destruir por completo a las guerrillas', explica Tapias. 'Pueden
resistir en la jungla eternamente. Si no atacamos sus fuentes de financiación,
el proceso de paz no avanzará'.
Ramírez va más allá
que Moreno en su defensa del Plan Colombia. Considera que no se
trata sólo de que éste sea el momento propicio, sino que
es un asunto de obligación moral de los norteamericanos. 'La mejor
y única solución al problema mundial de la droga es reducir
de forma drástica el consumo', dice el ministro de Defensa. 'Si
Estados Unidos y Europa no quieren o no pueden hacerlo, la industria seguirá
provocando violencia en Colombia. Creemos que los países consumidores
tienen la obligación de ayudarnos en esta lucha'. Lo que hay en
Colombia es una especie de guerra civil norteamericana por país
interpuesto, ya que ambos bandos están financiados en gran parte
por Estados Unidos. El Gobierno recibe una gran inyección de dólares
norteamericanos, mientras que las guerrillas obtienen sus fondos de los
estadounidenses que compran drogas ilegales.
Carlos Salinas, de Amnistía
Internacional, opina que 'se va a desatar un infierno. Todavía nos
queda mucho por ver. Éste no es un plan colombiano, es un plan norteamericano,
elaborado por el Southcom (el mando sur del ejército norteamericano).
Pretendía ser la solución definitiva de todos los males de
Colombia. Pero no era más que un truco comercial para ayudar a Sikorsky
a vender muchos helicópteros y ayudar a la campaña de Gore,
contrarrestando las acusaciones de que el Gobierno de Clinton no había
atacado a fondo las drogas. Ya ha fracasado como estrategia política
y fracasará en la parte militar, es sólo cuestión
de tiempo'. Salinas predice matanzas en masa de civiles y una gran crisis
de refugiados en la frontera ecuatoriana. Otros creen que la crisis en
Colombia desencadenará la inestabilidad en toda la región.
Rápido empleo de la
fuerza
Claro que quizá salga bien.
Ésa es siempre la justificación o la ilusión de estas
aventuras militares modernas: que es posible arreglar un problema complicado
mediante el rápido empleo de la fuerza. Estados Unidos lo intentó
en Somalia cuando decidió que la solución para implantar
la democracia en aquel país era eliminar a uno de sus caudillos,
Mohamed Farah Aidid. El resultado fue el combate más violento de
la era moderna, la batalla del mar Negro, el 3 de octubre de 1993, con
varios centenares de muertos (incluidos 18 soldados estadounidenses) y
un cambio brusco de posiciones. Por el bien de Colombia, por todos esos
funcionarios patriotas e inteligentes de la embajada y por todos los chicos
de las fuerzas especiales que se encuentran en la jungla, espero que esta
vez salgan bien las cosas. Sin embargo, mientras vuelo de regreso a Miami,
me lo pregunto. No dejo de pensar en Fast Eddie.
Eddie cree que, hasta ahora, las
guerrillas han evitado atacar a los norteamericanos, pero que cuando lo
hagan 'la mierda va a salpicar todo'. En su voz se detecta cierta fruición.
Opina que ya era hora de que el Gobierno plantase cara a los criminales
y a los guerrilleros. Quiere a su país natal, pero también
está harto de él. 'Dios creó Colombia', dice. 'Le
dio las flores más hermosas, ríos, montañas, frutos
y animales. La tierra es tan rica, que si uno escupe crece algo. San Pedro
se quejó: 'Señor, es injusto para el resto del mundo'. Y
Dios respondió: 'Espera a ver la gente que pongo ahí'.
Sobre el tejado de las oficinas de
Eddie, en el aeropuerto, ordenadas en montones, hay filas y filas de relucientes
ataúdes metálicos. |