El País Digital
Lunes
26 abril
1999 - Nº 1088

Uruguay debate si olvida o se enfrenta a la sombra de su dictadura

La detención de Pinochet y los juicios en Argentina despiertan ansias de justicia en el país suramericano.

PABLO FERNANDO, Montevideo

Un funcionario apila las urnas que
se utilizaron en las primarias de ayer (Reuters).
Uruguay padeció la primera de las violentas dictaduras que se desplomaron sobre el Cono Sur en los años setenta, pero permanece a salvo de las angustias que martirizan la transición chilena por el caso del ex dictador Augusto Pinochet o estremecen a los argentinos por los procesos sobre robo y desaparición de niños durante el régimen militar.

Ningún asesino o torturador de la dictadura uruguaya (de junio de 1973 a marzo de 1985) penó ni penará un solo día de cárcel por decisión de la mayoría de sus conciudadanos, que les garantizaron la inmunidad plena con una norma cuyo enunciado resulta tajante y revelador de la voluntad de olvido: la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, aprobada en abril de 1989 en un referéndum inédito en el mundo, y que entonces fracturó en dos a la sociedad uruguaya.

Una década después, la renuncia a asignar culpas por lo acaecido en los 12 años sombríos constituye para unos fuente de estabilidad y superación ejemplar del trauma. Para otros, una reconciliación nacional incompleta y endeble, que impidió una catarsis similar, por ejemplo, a la que estos días significa para Chile el caso del general Pinochet.

Porque en Uruguay se perpetraron torturas tan atroces como por las que el juez Baltasar Garzón acusa al dictador chileno, se mató en la cárcel y desaparecieron personas (34) como en la Argentina de los dictadores Videla y Massera. Todo en menor cuantía (el benjamín de los países hispanos de Suramérica apenas llegaba a los tres millones de habitantes actuales), pero con idénticas saña y crueldad.

Sin embargo, el 55% de los ciudadanos votó a favor de la ley de amnistía; en contra, el 42%. Entre los primeros se cuenta el presidente Julio María Sanguinetti, orgulloso de una salida "original y civilizada" que permitió a su país desterrar aquellas "inmensas pasiones" que podrían haber lastrado la consolidación democrática e incluso el desarrollo económico de Uruguay, según declaró al diario montevideano El Observador días atrás. "Pudimos dedicarnos a otras cosas (...) El balance no puede ser más que positivo".

María Condenanza, de 50 años, encarcelada cinco años en el penal de mujeres montevideana de Punta de Rieles por pertenecer a las juventudes del partido comunista, no lo ve así y exige un compromiso público y expreso de los militares con el sistema democrático: "Tienen que decir que nunca más van a torturar, que nunca más van a quebrar las instituciones, que van a respetar la democracia por el resto de su vida".

Al menos, "un arrepentimiento", sugería la semana pasada Matilde Rodríguez, presidenta en 1989 de la Comisión Nacional Pro Referéndum.

Según la asociación humanitaria Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ) de Uruguay, autora del informe Nunca más sobre violación de los derechos humanos entre 1972 y 1985, la tortura se convirtió en "un hecho absolutamente generalizado, algo normal del que sólo se libraban unos pocos casos excepcionales".

La cantidad de personas detenidas y atormentadas, sin embargo, resulta difícil de calcular. Publicado en 1989, el estudio del SERPAJ, el principal documento disponible sobre la represión en la dictadura uruguaya, aventura la cifra de 3.700 detenidos. Si el país contaba en 1975 con 2.800.000 habitantes, esa cantidad convierte a Uruguay en "la nación que tuvo el mayor número de presos políticos en relación a su población (...) Repitiendo la salvedad de que se basa en una estimación inverificable empíricamente, sería de aproximadamente 31 presos políticos cada 10.000 habitantes. Aunque el número no sea exacto, es muy cercano a la realidad", asegura el SERPAJ. Es decir, un 0,31% de los uruguayos fue arrestado por motivos políticos.

Constituían el "enemigo interno" que obsesionaba a los militares. "Y con un enemigo interno, todo vale", apunta María Condenanza, apresada junto a su marido (les separaron enseguida: "No lo abrazo hasta cinco años después", recuerda) y un amigo por un grupo de soldados que irrumpió en su apartamento en la madrugada del 27 de noviembre de 1975. Permaneció encerrada un año entero en los calabozos de la prefectura naval.

"Tras detenerte, con los ojos vendados, te dejaban de pie durante días. Luego venían los interrogatorios, y en el interrogatorio venía la tortura (...) Una vez al día permitían ir al baño. Dejaban orinarse encima, las mujeres tenían la menstruación y no les daban nada".

"El odio lo sentís. Porque hay cosas que solamente con una gran carga de odio te las pueden hacer. Porque a una persona absolutamente inerme, tirada en un colchón, o tirado en el piso, a veces desnuda, atada, vendada (los ojos), a la cual se tortura (...), tiene que haber una gran carga emocional de su parte (del torturador) para poder hacer eso", opina María.

Pero alberga un anhelo íntimo: "Que el juez Garzón, al cual respeto y admiro tanto (...), pueda ayudar a nuestro pueblo a que en algún momento se pueda producir alguna forma de justicia".

Ahora, la Ley de Caducidad lo impide. Uruguay, con Chile perplejo y agitado por la detención de Pinochet y la justicia de Argentina encerrando a represores por el único delito excluido de las leyes de amnistía (el robo de niños), se vacunó contra la catarsis una década antes.

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