![]() Domingo 31 octubre 1999 - Nº 1276
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ESPAÑA
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Cerca de 3.000 inmigrantes africanos, los últimos en cruzar clandestinamente la frontera, sobreviven en Almería entre ratas y basura JOAQUINA PRADES, Almería
Estos españoles necesitan la mano de obra de los inmigrantes,
pero muchos se resisten a aceptar a los diferentes. Éstos, marroquíes,
argelinos, senegaleses y malineses, han ido alejándose cada vez
más de unos vecinos hostiles que cambian de acera cuando esperan
el autobús, se niegan a alquilarles viviendas, les cobran el doble
en los bares o reservan el derecho de admisión en los burdeles donde
trabajan las mujeres blancas recién llegadas del Este.
Así han nacido los focos de chabolas de El Ejido y Níjar,
y las fantásmagóricos casas de citas que rompen la monotonía
de los interminables invernaderos en la comarca del Poniente. Estas mujeres,
inmigrantes clandestinas ellas también, comparten con su clientela
la lucha diaria para sobrevivir en un medio adverso.
Es miércoles 20 de octubre y cae el diluvio sobre Almería.
Cerca de la Loma de la Mezquita, al sur de El Ejido, más de un centenar
de magrebíes se afanan en proteger los techos de sus viviendas con
cuerdas
y restos de inodoros que utilizan como contrapeso. El poblado, construido
con palos, tablones y los plásticos sobrantes de invernaderos, enfangado
y oscuro, ofrece una imagen surreal. En el interior de una de las chabolas,
Mordine, de 29 años, cuenta cómo viajó en 1997 desde
la pobreza de Fez (Marruecos) hasta la miseria de Almería. Mientras
narra su historia -tan similar a la de miles de inmigrantes- hay que cambiar
varias veces de lugar, porque el agua cae a chorros sobre los muebles rotos
rescatados del vertedero.
En la pared de tela y cartón junto a la que duermen nueve magrebíes,
los posters de los futbolistas comparten espacio con grandes mapas de África
y Ámerica. Una cuerda entre dos picos sirve de armario, y un clavo
tras otro hacen de percha. A la hora de comer apartan un colchón
y colocan una madera cubierta con un mantel de hule. Sobre ella, el guiso,
el té y una vela para no meter la mano con la que comen en la ración
del vecino.
En medio de esta miseria que no tiene ventanas por donde escapar, entre
tanta humedad y olor fétido, los amigos de Mordine han colgado una
gran lámpara de acero inoxidable de siete brazos. Está bien
conservada, aunque carece de bombillas y el enchufe más próximo
se encuentra a medio kilómetro, en el interior de los edificios
que rodean la parte sur de El Ejido.
Tal vez ha sido la necesidad de incluir en sus vidas algo que les recuerde
a una casa; o quizás el deseo de acercarse remotamente al concepto
de la belleza, lo que ha movido a estos inmigrantes a suspender de un cordel
un objeto tan inútil como estrafalario. Probablemente, los mismos
sentimientos de los vecinos de Abdelá, que han cubierto el cabecero
de los pallets sobre los que duermen con una colcha de ganchillo
con más agujeros que dibujo.
Abdelá (24 años) vive en el asentamiento de Santa María
del Águila, en la falda de la sierra de Gádor. Se cayó
hace 36 días mientras reparaba un cortijo. Un hierro le ha seccionado
los tendones desde la muñeca hasta el codo del brazo derecho. Abdelá
dice que en los invernaderos los tratan como "a máquinas", que no
les dejan descansar, ni comer lejos de los pesticidas. Tampoco cobran,
añade, lo mismo que los recolectores españoles, y el patrón
les endosa por costumbre una hora, gratis, a las ocho pactadas en el convenio.
Y que cuando protestan, les espetan: "Si no estáis contentos, os
váis. Hay miles como vosotros". Por eso este chico de 24 años,
natural de Khourbga, a cien kilómetros al sur de Casablanca, parece
enfadado con toda la humanidad, especialmente la del primer mundo. En un
gesto que trata de ser hostil, pero que sólo transmite desamparo,
mira desafiante a su alrededor mientras pregunta: "¿Esta mierda
es Europa?".
Su historia es tan desgraciada como la de cualquiera en este asentamiento.
Y el entorno, una copia de la loma donde vive Mordine o las que emergen
en las proximidades de Níjar. Aunque tal vez la de Santa María
del Águila sea peor, porque para llegar hasta aquí no sólo
hay que sortear charcos y ratas. También se atraviesan montones
de escombros, paredes derruidas y un túnel que sólo Dios
o Alá saben las veces que ha servido de mingitorio. Abdelá
lleva el brazo escayolado, corre peligro de infección, pero el médico
no se ha atrevido a recomendarle higiene.
Unos compatriotas suyos se recuestan sobre un muro, a cubierto, esperando
que escampe. Cuando se reanude el trabajo en los invernaderos recorrerán
los diez kilómetros que les separan de El Ejido, donde, a las siete
de la mañana y a las tres de la tarde, se deja caer algún
agricultor en busca de jornaleros. Mientras tanto contemplan en la lejanía
cómo Alí se acerca lentamente hasta el campamento. Viste
un anorak gris y trata de cubrirse con un pequeño paraguas que el
viento voltea. En la otra mano lleva una bolsa de plástico con barras
de pan. Cuando se junta con sus compañeros, empapado de pies a cabeza,
apenas saluda. Los otros miran hacia la bolsa y ven que la lluvia ha transformado
el pan en una sémola incomestible. Se encogen de hombros y continúan
mirando al vacío. Resulta difícil encontrar esa tarde en
El Ejido una imagen tan real de la desolación.
Tal vez haya que esperar hasta la noche del viernes para que la marginación
dé otra vuelta de tuerca en estos parajes. Entonces los magrebíes,
que se hacinan en "chabolas, cortijos abandonados, torres eléctricas,
cochineras, cuadras e invernaderos abandonados", según un informe
inédito del Defensor del Pueblo de Andalucía, son tal vez
más conscientes de lo lejos que están sus familias y de cómo
los núcleos urbanos más próximos les dan la espalda.
Para estos hombres solos se han levantado los burdeles entre los plásticos.
En la chabola de Abdelá, muchos reconocen que se dejan allí
buena parte de las 4.000 pesetas diarias del jornal. Alguno hasta dice,
riéndose, que está "enganchado". Pero no sólo del
sexo. Tratar con las chicas de los burdeles, quizás más víctimas
aún que ellos, les convierte en importantes. "Es la única
forma que tienen de escapar de la depresión: estar con mujeres,
bailar durante toda la noche en un lugar donde nadie los desprecia. De
lo contrario, se echarían a llorar", comenta Omar, un magrebí
muy culto que trabaja para la ONG Almería Acoge.
Hasta en una noche de lluvia en la que nadie trabajó, el Montecarlo
y Las Damas de Scorpio, dos de las casas de citas cercanas al foco de Santa
María del Águila, permanecían abiertas. En Las Damas
de Scorpio sólo se entra si lo permite el portero marroquí,
que conoce quién paga y quién no entre el medio millar de
compatriotas que malviven por la zona. Dentro del local, una atractiva
latinoamericana de caderas inmensas ríe con los magrebíes
de la barra. Sus compañeras parece que están ocupadas. Probablamente
ninguna tiene papeles, y eso las obliga a entrar en Europa desde el escalón
más bajo.
La comarca del Poniente -desde Adra hasta Aguadulce- alberga la mayor
concentración de prostíbulos de toda la costa andaluza, anunciados
además desde las vallas publicitarias a pie de carretera. Una de
ellas, situada a la entrada de El Ejido viniendo desde Almería,
muestra un trasero femenino con una mano en la nalga. En otras ocasiones
se limitan a anunciar el número de señoritas recién
llegadas de Rusia dispuestas a atender al público en este o aquel
club.
La concentración de locales de ocio en la zona del Poniente,
sólo equiparable al número de sucursales bancarias y gestorías,
da idea de la fluidez con que circula el dinero. Según Eduardo López,
secretario provincial de la Confederación de Organizaciones Agrarias
y Ganaderas (COAG), 17.000 empresarios agrícolas controlan en las
comarcas de Poniente, la Vega y Níjar alrededor de 35.000 hectáreas
de invernadero. Cada una de ellas renta entre seis y diez millones al año.
Este cultivo intensivo, que en menos de tres décadas ha elevado
a Almería del puesto de cola en la renta per cápita
al nivel de las provincias acomodadas, demanda diariamente 100.000 empleos
directos, de los cuales 20.000 son cubiertos por los inmigrantes. López
calcula que la mitad de ellos carece de documentación.
El secretario de COAG rechaza "el tópico" del empresario que
se aprovecha de los sin papeles. "Algunos hay, pero son minoría",
opina. López insiste en que todos se benefician del aprovechamiento
del sol, la gallina de los huevos de oro para los almerienses. El plástico
genera hasta tres cosechas al año y permite que el ciclo de las
judías, por ejemplo, se cierre desde la siembra a la recogida en
sólo 40 días.
"Yo pago lo mismo a los españoles que a los de fuera. Los convenios
son de palabra, pero cumplimos", añade este empresario, hijo él
mismo de emigrantes, que reduce las bolsas de marginación extrema
a "los que están de paso y a quienes no les gusta trabajar". Estos
focos, según cálculos de Almería Acoge y el Defensor
del Pueblo, afectan a unas 3.000 personas. No son las que viven en las
antiguas casas de labranza que los empresarios abandonaron al enriquecerse.
"Tienen hasta su cuarto de baño", dice. "¿Qué si les
cobramos? Sí, claro, pero muy poco, unas 10.000 pesetas a cada uno".
La antropóloga Ángeles Castaño, que lleva más
de un año analizando las condiciones de vida de la inmigración
local, se enfada ante comentarios de este tipo. "Viven en grupos de diez
o más. Al final el empresario se embolsa un alquiler de 100.000
pesetas mensuales por casas semiderruidas, y encima le cuidan las herramientas
y regulan las bandas de aireación del invernadero".
"Con ese dinero", añade Ángeles Castaño, "podrían
vivir a todo lujo en primera línea de playa". Pero ella sabe que
muy pocos alquilan pisos a los inmigrantes. Cuando buscó casa para
casarse con Omar, tuvo que escuchar al otro lado del teléfono: "Con
los moros, nada". O ver cómo trataban de cobrar a su marido doble
precio en los bares. Ella enseña posavasos cuyo reverso incluye
las tarifas abusivas con la anotación: "Para moros y negros".
Es sólo una pequeña anécdota entre el rechazo que Omar y los demás palpan a diario en El Ejido. Ángeles y Omar albergan tan escasas esperanzas de cambio que cuando se les pregunta qué futuro desean para Rachid, el pequeño niño de ambos, contestan sin vacilar: "Vivir lejos de aquí". "En nuestra sociedad de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos,
el cambio de estatus económico de gran parte de la población
no se ha producido a la par del desenvolvimiento de una educación
democrática y de una cultura moral. Algunos almerienses olvidan
las miserias del pasado y parecen incluso vengarse de él". Lo escribía
recientemente en este periódico Juan Goytisolo, el autor de Campos
de Níjar, tras los violentos brotes racistas registrados en
unos parajes magistralmente descritos por él.
Quienes llevan tiempo observando los cambios sociales en Almería
comparten su opinión. "Cuando el dinero llega de forma súbita,
la prioridad es cubrir las necesidades elementales; después, ostentar,
en ocasiones groseramente, la nueva riqueza. El siguiente paso es adquirir
formación y, por último, llega la educación, la cultura
y ese refinamiento que implica siempre la tolerancia. Me temo que muchos
están en el segundo grado", opina Jerónimo Molina, responsable
de estudios de la Caja Rural de Almería.
El sacerdote Juan Sánchez Miranda, presidente de Almería Acoge durante doce años, dice que le llena de espanto la complacencia de la población autóctona frente a las injusticias que se cometen con los inmigrantes. "No hemos vivido un proceso normal de inmigración. Esto ha sido una ocupación salvaje, de consecuencias imprevisibles". Sebastián de la Obra, del Defensor del Pueblo andaluz, comparte su inquietud ante el futuro. "Sólo aquí he visto cómo la gente ha dejado de pasar por una calle porque en ella los magrebíes han abierto un locutorio o una carnicería. Creo que nos enfrentamos a una espiral de odio que hemos dejado crecer demasiado. Tal vez se nos haya escapado de las manos". |
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