FRANCISCO PEREGIL
Los 32 niños que aparecen en esta
foto tomada en 1967, el año en que murió el Che Guevara,
tenían 13 años y se sentían especiales. Acababan de
superar las pruebas de acceso al legendario Colegio Nacional de Buenos
Aires, un centro público vivero de grandes dirigentes de Argentina,
a una cuadra de la Casa Rosada. La fama vanguardista de sus profesores
se extendía por todo el continente.
Los 32 chiquillos más los dos ausentes aquel día, Pablo Ciussani (hoy periodista en Nueva York) y Juancho Faimberg, quien ahora trabaja de comerciante en Madrid, iban a pasar juntos los seis años del bachillerato. Cuando cumplieron los 17 muchos de ellos ya luchaban, cada uno a su manera, contra la dictadura del general Alejandro Agustín Lanusse, que se alargó desde 1971 hasta 1973. Pero los chavales no sabían que el régimen más cruel, el que iba a desconyuntarles la vida, vendría el 24 de marzo de 1976 con el general Jorge Videla, y se extinguiría en 1983, cuando la mayor parte de ellos había cumplido los 29 años, nueve se habían exiliado a España, Estados Unidos, Israel, Austria o Finlandia, uno se encontraba en el manicomio, dos habían desaparecido para siempre y otro había sido torturado antes de pasar cuatro años en prisión.
Diecinueve años después de aquella foto, en 1996, Marcelo Brodsky, el alumno que aparece con chaleco gris detrás de las chicas de la primera fila, convertido ya en un fornido fotógrafo tras su exilio en España, decide reunir a todos los que sobrevivieron a la dictadura de Videla. Las historias que cuentan sus compañeros, y la suya propia, junto con las imágenes actuales de muchos de los 34, podrán apreciarse en la exposición que se celebrará en la Casa de América de Madrid desde el próximo miércoles hasta el 18 de julio.
Todo ese ejercicio de la memoria ha sido posible gracias a la intervención de un pistolero misterioso que se cruzó en la vida del fotógrafo cuando Brodsky estrenaba los 24 años. "Yo era confeccionador en una revista del sindicato marítimo. Iba por la calle y tres paramilitares se me echaron encima y me golpearon con una culata para meterme en un coche. Había un corro de unas cien personas en aquella esquina y no hacían nada. De pronto surgió un personaje desconocido que pegó tres tiros al aire y ordenó que me soltaran. No lo he vuelto a ver. Me escabullí entre la gente, salí corriendo a por un taxi y en el coche me di cuenta de que una bala había entrado y salido por mi muslo. Me refugié en casa de Álvaro [en la foto aparece como "buenazo"], y a los 15 días, cuando pude andar, emigré a España".
Álvaro Fernández era el más fuerte y el que mejor jugaba al fútbol. Ahora vende mochilas en el Rastro de Madrid, tiene cinco hijos y a sus 45 años sólo juega al pimpón. "Recuerdo un partido de fútbol en los campamentos clandestinos que organizábamos en el monte. Íbamos allí para discutir con estudiantes de otros barrios o ciudades. Y cada uno tenía que ponerse un nombre falso para que nadie pudiese delatarle en caso de captura. Recuerdo que en el fragor del partido, a Claudio, que era el jefe político de mi grupo, se le escapó dos veces mi nombre. Después del partido, Claudio quiso hacer algo que entonces era bastante común y ahora suena hasta gracioso: una autocrítica ante la célula".
Claudio Tisminetzky es uno de los pocos que no sonríe en la foto, segundo por la izquierda en la fila superior. Todos los consultados coinciden en señalarle como un líder nato y un chaval "muy puro". A muchos se les quedó grabada su imagen cuando un grupo de "fachas" armados atacó el colegio y él fue uno de los pocos que les hizo frente. "Le partieron la cabeza", comenta Juancho.
Álvaro se recuerda el primer día del colegio hablando con Claudio. Ambos confesaron que de mayores querían ser ingenieros. Sin embargo, Claudio, hijo de un psiquiatra y una psicóloga, decidiría ser proletario. Y después guerrillero. Murió en un tiroteo con la policía. Con 21 años.
Martín Bercovich, el otro desaparecido, poco tenía que ver con Claudio, salvo que también era judío, como Marcelo Brodsky y ocho compañeros más, y que provenía también de una familia acomodada. Martín era el chiquilín, el rubio, el pibito, un año y medio menor que el resto, como puede apreciarse en la imagen.
Eso no le impidió convertirse en una especie de ídolo para Jorge, quien aparece bajo la leyenda "lo paso mal y eso lo jodió". "Jorge estaba muy influenciado por Martín", recuerda Juancho. "Y cuando fui a visitarle al psiquiátrico del que ya ha salido me contó que todo el dolor que causó la dictadura le desequilibró. La tortura psicológica del día a día también contaba".
Juancho Faimberg recuerda que mantuvo una conversación con Martín sobre la tortura. "Cada uno tenía que saber si aguantaría un día, dos o tres, el tiempo para que los otros escaparan. Y yo estaba seguro de que yo no resistiría mucho. Y él me decía que si uno quería de veras mejorar el mundo se podía resistir cualquier tortura. Creíamos que estábamos creando a un hombre nuevo, era algo casi místico. Y me da mucha pena porque sé que lo levantaron cuando iba a entregar un paquete en la joyería de su padre. Y seguro que lo torturaron. Igual que a mi hermano, que lo martirizaron delante de su novia, que vivió para contárnoslo. No sé si Martín aguantó. No juzgo a nadie porque sé lo que es la tortura. Tuve una novia que durante tres años salió siempre a la calle con una pastilla de cianuro por si la cogían".
A su compañero Eduardo Cazabat, ahora psicólogo en Buenos Aires, lo levantaron en la calle y lo torturaron . Fue en 1974, en una manifestación contra el cierre de la Universidad de Buenos Aires, durante el Gobierno de Isabel Perón, dos años antes de la llegada de Videla. "Me tuvieron toda una noche a golpes. Me pusieron una pistola en la cabeza y simularon varias veces que me iban a matar. Días después me pasaron por la picana. No solté ningún nombre. Pero es verdad que con Isabel Perón las torturas eran más leves".
Eduardo salió en libertad condicional, y, como empezó a recibir amenazas, se fue cinco años a Madrid. Juantxo también decidió viajar a España por un sencillo motivo: "Yo me encontraba en México compitiendo en carreras. Era nadador profesional. Y médico. Tenía que regresar a Buenos Aires para una fiesta que organizaba mi novia en su casa. El vuelo se retrasó dos días. Y cuando por fin me encontraba en las escalerillas del avión, alguien vino a avisarme de parte de mi familia de que entraron en la fiesta y se llevaron a mi novia y a mis amigos. Desaparecidos para siempre. Me vine a España y ahora soy un pequeño comerciante".
Juantxo compara a los chavales de su clase con los que se pueden ver ahora en una discoteca de España o Argentina. "No me gusta cierta parte de esta juventud medio tonta. Pero entre una parrilla de tortura y dos pastillas de éxtasis, me quedo con lo último. Nosotros quisimos mejorar el mundo. Pero el coste fue muy alto".
El Nacional de Buenos Aires tenía y tiene 2.500 alumnos. Uno de cada 20 desapareció.
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