El País Digital
Jueves 
18 noviembre 
1999 - Nº 1294
 
INTERNACIONAL
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La heroína estalla en Colombia 

Jóvenes ricos y pobres están sucumbiendo a un fenómeno nuevo en el país de la coca: la amapola mortal, fácil de cultivar y de consecuencias aún desconocidas para ellos 

PABLO ORDAZ / ENVIADO ESPECIAL, Cartagena 
A la serpiente se le ha roto la bolsa del veneno y empieza a sentir su propia muerte. Los narcotraficantes de Colombia, principales exportadores de cocaína, están provocando en su país una tragedia sin precedentes. Una parte de la producción de heroína -su último, más rentable y prometedor negocio- está siendo distribuida entre los jóvenes colombianos a muy bajo precio -unas 2.000 pesetas el gramo con un 70% de pureza- o incluso de forma gratuita, como pago por hacer de jíbaro o pequeño traficante, lo que en España se conoce por camello.
 
 

Los efectos empiezan a ser devastadores. Y no sólo entre la población marginal de la calle del Cartucho, un barrio de Bogotá donde 30.000 personas viven en la más absoluta degradación, olvidadas hasta de la policía, que sólo se atreve a entrar con tanquetas, dedicadas a vender todo tipo de droga y a ir muriendo. También se resienten las clases más pudientes, los jóvenes estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia, cuyo campus es ya la mayor olla -lugar donde se va a consumir droga- de toda la capital. ¿Y qué piensa la gente? "No lo sabe, sencillamente no se da cuenta de la magnitud del problema", asegura Augusto Pérez Gómez, el zar antidrogas de Colombia. "La sociedad", añade, "sigue creyendo que la droga es un problema ajeno; de los carteles, de los políticos que salen en los noticieros; todavía no se da cuenta de que sus hijos se están muriendo en su portal".
 
 

Los colombianos que más saben de narcotráfico a este lado de la ley se reunieron recientemente en Cartagena de Indias invitados por el Plan Nacional sobre Drogas, dependiente del Ministerio del Interior español. Debajo de un alud de datos se esconde un miedo compartido a lo desconocido. Ni Augusto Pérez, el zar antidrogas, ni el coronel Luis Carlos Ortiz, subdirector de la policía antinarcóticos, saben cómo atajar un problema nuevo para ellos, pero que desgraciadamente se parece bastante al sufrido por España y otros países europeos en los ochenta.
 
 

A los desastres heredados del consumo tradicional de cocaína y basuco -un mejunje local a base de pasta de coca y proporciones diversas de ácido sulfúrico, gasolina, éter, metanol, keroseno y bases alcalinas- se une ahora en Colombia la amenaza mortal de la heroína y sus enfermedades inseparables, como el sida o la hepatitis.
 
 

"No estamos preparados para la invasión de la heroína que se empieza a producir. No tenemos experiencia en el problema y no sabemos cómo actuar", admite muy preocupado Augusto Pérez, asesor del presidente Andrés Pastrana. El experto teme que este fenómeno enfile un rumbo parecido al de EE UU, donde el número de consumidores de cocaína desciende mientras aumenta vertiginosamente el de adictos a la heroína.
 
 

La culpa la tiene en buena parte la gran calidad o pureza de la droga producida aquí. Ya no es necesaria la jeringuilla directa a la vena. La heroína colombiana -mucho más potente que la mexicana o la turca- consigue su efecto al ser fumada o inhalada de la misma manera que la cocaína. No obstante, las campañas de sensibilización sobre los peligros de la jeringuilla compartida -tan asumidos ya por los heroinómanos de Europa y EE UU- no han llegado aún a Colombia. La muerte empieza a rondar por los más sucios zaguanes de la ciudad.
 
 

Tampoco el profesor Telmo Peña, decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, sabe con exactitud qué está sucediendo justo debajo de la ventana de su despacho: "Los jíbaros se han conseguido colar en la universidad. Saben que allí la policía no puede entrar, y además se aprovechan del amparo que le brindan los grupos políticos al rechazar cualquier tipo de acción represiva por miedo a que después se extienda contra ellos". El paisaje que describe el doctor Peña es terrible: alumnos que, bajo el sopor de la droga, repiten una y otra vez hasta convertirse en estudiantes profesionales, jóvenes armados con escopetas de cañones recortados que han renunciado ya a terminar la carrera y se han convertido en verdaderos traficantes. En el jardín de Freud, frente a la Facultad de Psicología, se consume y se vende de todo. Quedó atestiguado durante el seguimiento realizado durante tres meses a un grupo de 90 grandes consumidores. A lo largo de la experiencia, 12 murieron y otros 13 contrajeron el sida. "No era sólo heroína lo que se inyectaban", recuerda el zar antidroga aún consternado, "por experimentar nuevas sensaciones llegaban a meterse aguardiente, gaseosa... hasta basuco, que al no disolverse en la sangre formaba grandes coágulos muy peligrosos debajo de la piel".
 
 

Un horror sólo comparable con el que puede observarse en las pocas cuadras que conforman la calle del Cartucho. Allí, niños de cinco, seis o siete años vagabundean por las aceras en busca de su dosis diaria de droga; drogadictos antes de poder alcanzar su ya inalcanzable uso de razón. "Lo confieso", dice Augusto Pérez, "todavía no he sido capaz de visitar aquella zona. Hay que estar inmune a las emociones terribles. Se trata, además, de un barrio extremadamente peligroso". "No exagero al decirles", comentó ante un grupo de informadores españoles, "que si se acercan allí con cara de periodistas, tardarán segundos en ser saqueados, agredidos, asesinados quizá. Si, en cambio, se acercan como consumidores, podrán conseguir cualquier droga a un precio muy ventajoso, a mucho menos de la mitad que en Europa".
 
 

El futuro se tiñe de negro. La lucha de la policía colombiana contra las plantaciones de heroína se estrella necesariamente contra la naturaleza. Las amapolas rojas -de las que se extraen sucesivamente látex, opio, morfina y, por fin, heroína- crecen en cualquier lugar. No necesitan apenas cuidados y son muy rentables para sus cultivadores. Valga este ejemplo: para producir medio kilo de látex es necesario cultivar una hectárea de amapolas (una extensión similar a un campo de fútbol); para medio kilo de cocaína hacen falta, en cambio, dos hectáreas y recoger una tonelada de hoja de coca. El proceso de transformación de la heroína se puede hacer en un cuartucho sin apenas tecnología. Para la cocaína se necesita un proceso bastante más complejo y unas instalaciones más amplias y dotadas. La razón definitiva -como casi siempre- va seguida de varios ceros. Un kilo de cocaína se vende por 20.000 dólares, uno de heroína, por 80.000.
 
 

La heroína colombiana es cara con razón. Su grado de pureza alcanza el 90%, mientras que la mexicana apenas llega al 60%. Su alto precio es el motivo por el que aún no ha atravesado el Atlántico en busca de los mercados europeos, copados por la heroína que viene del sureste asiático. Sin embargo, en la calle del Cartucho, los drogadictos colombianos pueden estar agradecidos a sus compatriotas cultivadores. Aquí, entre niños destetados con cocaína y jóvenes que nunca envejecerán, se puede comprar un gramo muy puro por tan sólo 2.000 pesetas. Hay calles en Bogotá donde la muerte está subvencionada. 
 

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