La heroína estalla en Colombia
Jóvenes ricos y pobres están sucumbiendo
a un fenómeno nuevo en el país de la coca: la amapola mortal,
fácil de cultivar y de consecuencias aún desconocidas para
ellos
PABLO ORDAZ / ENVIADO ESPECIAL, Cartagena
A la serpiente se le ha roto la bolsa del veneno y empieza a sentir
su propia muerte. Los narcotraficantes de Colombia, principales exportadores
de cocaína, están provocando en su país una tragedia
sin precedentes. Una parte de la producción de heroína -su
último, más rentable y prometedor negocio- está siendo
distribuida entre los jóvenes colombianos a muy bajo precio -unas
2.000 pesetas el gramo con un 70% de pureza- o incluso de forma gratuita,
como pago por hacer de jíbaro o pequeño traficante,
lo que en España se conoce por camello.
Los efectos empiezan a ser devastadores. Y no sólo entre la población
marginal de la calle del Cartucho, un barrio de Bogotá donde 30.000
personas viven en la más absoluta degradación, olvidadas
hasta de la policía, que sólo se atreve a entrar con tanquetas,
dedicadas a vender todo tipo de droga y a ir muriendo. También se
resienten las clases más pudientes, los jóvenes estudiantes
de la Universidad Nacional de Colombia, cuyo campus es ya la mayor olla
-lugar donde se va a consumir droga- de toda la capital. ¿Y qué
piensa la gente? "No lo sabe, sencillamente no se da cuenta de la magnitud
del problema", asegura Augusto Pérez Gómez, el zar
antidrogas de Colombia. "La sociedad", añade, "sigue creyendo que
la droga es un problema ajeno; de los carteles, de los políticos
que salen en los noticieros; todavía no se da cuenta de que sus
hijos se están muriendo en su portal".
Los colombianos que más saben de narcotráfico a este lado
de la ley se reunieron recientemente en Cartagena de Indias invitados por
el Plan Nacional sobre Drogas, dependiente del Ministerio del Interior
español. Debajo de un alud de datos se esconde un miedo compartido
a lo desconocido. Ni Augusto Pérez, el zar antidrogas, ni
el coronel Luis Carlos Ortiz, subdirector de la policía antinarcóticos,
saben cómo atajar un problema nuevo para ellos, pero que desgraciadamente
se parece bastante al sufrido por España y otros países europeos
en los ochenta.
A los desastres heredados del consumo tradicional de cocaína
y basuco -un mejunje local a base de pasta de coca y proporciones
diversas de ácido sulfúrico, gasolina, éter, metanol,
keroseno y bases alcalinas- se une ahora en Colombia la amenaza mortal
de la heroína y sus enfermedades inseparables, como el sida o la
hepatitis.
"No estamos preparados para la invasión de la heroína
que se empieza a producir. No tenemos experiencia en el problema y no sabemos
cómo actuar", admite muy preocupado Augusto Pérez, asesor
del presidente Andrés Pastrana. El experto teme que este fenómeno
enfile un rumbo parecido al de EE UU, donde el número de consumidores
de cocaína desciende mientras aumenta vertiginosamente el de adictos
a la heroína.
La culpa la tiene en buena parte la gran calidad o pureza de la droga
producida aquí. Ya no es necesaria la jeringuilla directa a la vena.
La heroína colombiana -mucho más potente que la mexicana
o la turca- consigue su efecto al ser fumada o inhalada de la misma manera
que la cocaína. No obstante, las campañas de sensibilización
sobre los peligros de la jeringuilla compartida -tan asumidos ya por los
heroinómanos de Europa y EE UU- no han llegado aún a Colombia.
La muerte empieza a rondar por los más sucios zaguanes de la ciudad.
Tampoco el profesor Telmo Peña, decano de la Facultad de Ciencias
Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, sabe con exactitud qué
está sucediendo justo debajo de la ventana de su despacho: "Los
jíbaros se han conseguido colar en la universidad. Saben
que allí la policía no puede entrar, y además se aprovechan
del amparo que le brindan los grupos políticos al rechazar cualquier
tipo de acción represiva por miedo a que después se extienda
contra ellos". El paisaje que describe el doctor Peña es terrible:
alumnos que, bajo el sopor de la droga, repiten una y otra vez hasta convertirse
en estudiantes profesionales, jóvenes armados con escopetas de cañones
recortados que han renunciado ya a terminar la carrera y se han convertido
en verdaderos traficantes. En el jardín de Freud, frente
a la Facultad de Psicología, se consume y se vende de todo. Quedó
atestiguado durante el seguimiento realizado durante tres meses a un grupo
de 90 grandes consumidores. A lo largo de la experiencia, 12 murieron y
otros 13 contrajeron el sida. "No era sólo heroína lo que
se inyectaban", recuerda el zar antidroga aún consternado,
"por experimentar nuevas sensaciones llegaban a meterse aguardiente, gaseosa...
hasta basuco, que al no disolverse en la sangre formaba grandes
coágulos muy peligrosos debajo de la piel".
Un horror sólo comparable con el que puede observarse en las
pocas cuadras que conforman la calle del Cartucho. Allí, niños
de cinco, seis o siete años vagabundean por las aceras en busca
de su dosis diaria de droga; drogadictos antes de poder alcanzar su ya
inalcanzable uso de razón. "Lo confieso", dice Augusto Pérez,
"todavía no he sido capaz de visitar aquella zona. Hay que estar
inmune a las emociones terribles. Se trata, además, de un barrio
extremadamente peligroso". "No exagero al decirles", comentó ante
un grupo de informadores españoles, "que si se acercan allí
con cara de periodistas, tardarán segundos en ser saqueados, agredidos,
asesinados quizá. Si, en cambio, se acercan como consumidores, podrán
conseguir cualquier droga a un precio muy ventajoso, a mucho menos de la
mitad que en Europa".
El futuro se tiñe de negro. La lucha de la policía colombiana
contra las plantaciones de heroína se estrella necesariamente contra
la naturaleza. Las amapolas rojas -de las que se extraen sucesivamente
látex, opio, morfina y, por fin, heroína- crecen en cualquier
lugar. No necesitan apenas cuidados y son muy rentables para sus cultivadores.
Valga este ejemplo: para producir medio kilo de látex es necesario
cultivar una hectárea de amapolas (una extensión similar
a un campo de fútbol); para medio kilo de cocaína hacen falta,
en cambio, dos hectáreas y recoger una tonelada de hoja de coca.
El proceso de transformación de la heroína se puede hacer
en un cuartucho sin apenas tecnología. Para la cocaína se
necesita un proceso bastante más complejo y unas instalaciones más
amplias y dotadas. La razón definitiva -como casi siempre- va seguida
de varios ceros. Un kilo de cocaína se vende por 20.000 dólares,
uno de heroína, por 80.000.
La heroína colombiana es cara con razón. Su grado de pureza
alcanza el 90%, mientras que la mexicana apenas llega al 60%. Su alto precio
es el motivo por el que aún no ha atravesado el Atlántico
en busca de los mercados europeos, copados por la heroína que viene
del sureste asiático. Sin embargo, en la calle del Cartucho, los
drogadictos colombianos pueden estar agradecidos a sus compatriotas cultivadores.
Aquí, entre niños destetados con cocaína y jóvenes
que nunca envejecerán, se puede comprar un gramo muy puro por tan
sólo 2.000 pesetas. Hay calles en Bogotá donde la muerte
está subvencionada.
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