Pobre Chile, es tu cielo azulado...
LUIS SEPÚLVEDA
"Puro Chile es tu cielo azulado...", así reza el primer verso del
himno nacional chileno, pero todo lo que ha ocurrido desde el aciago 11
de septiembre de 1973 hasta el 11 de enero de 2000 ha borrado definitivamente
el color azul del cielo chileno.
A dos días de la segunda vuelta de la elección presidencial,
la tercera desde que la dictadura dejó el poder, el panorama se
presenta tan borrascoso que ya no se sabe si la antigua costumbre vertical
de la lluvia soportará las perversiones y empezará a llover
hacia arriba o hacia los lados, o si lloverá agua o si lloverá
basura. El reciente anuncio del Ministerio del Interior británico
que libera a Pinochet permite suponer que ocurrirá lo último.
De tal manera que el senador vitalicio puede volver y su retorno se anuncia
justamente en vísperas de eleccion presidencial. Lagos y Lavín,
los dos candidatos, deben hacer urgentes cálculos para medir los
beneficios traducidos en votos del anunciado regreso, pero, ¡pobre
Chile!, el único beneficiado es el sátrapa.
Lavín, el candidato de la derecha -esa derecha que jamás
dejó de ser cerril, facistoide, cavernaria-, en un esperado golpe
de efecto decide que el tiempo del pinochetismo pertenece al pasado y ofrece
un futuro sustentado en la apremiante necesidad de olvidarlo todo, de una
vez y para siempre, incluyendo a la dictadura que aplaudió, con
la que colaboró y de la que fue cómplice, porque la mayor
expresión de complicidad con lo abyecto es la omertà,
el silencio calculado de los usureros de la política. En un país
como Chile, en franco retroceso cultural, el discurso demagógico
que ofrece soluciones fáciles y desdeña la complejidad social
encuentra oídos receptivos y se autoconvence de representar una
alternativa.
Pero una alternativa, ¿a qué? El candidato de la coalición
gobernante -la Concertación por la Democracia-, Ricardo Lagos, luego
de obtener una amarga victoria mínima en la primera vuelta electoral,
lejos de revisar los errores de su campaña, recurre a la misma táctica
de su oponente, desdeñar la complejidad, y se entrega de lleno a
las promesas tales como terminar con el paro, la delincuencia o la amenaza
de la inflación, sin considerar que los destinatarios de su discurso
no cesan de preguntarse: ¿y por qué no solucionó todos
esos problemas desde su poder ministerial, de líder de la Concertación?
¿O es que recién los descubre?
Una mínima coherencia de hombre de izquierda le habría
indicado que el magro resultado en las urnas era la expresión de
un descontento que va más allá de lo inmediato, y que no
se soluciona con promesas sobre lo inmediato. La respuesta debió
buscarla en la carencia ética del Gobierno de la Concertación,
y en su incapacidad para criticar esa situación.
Lagos, y todos los personeros de la Concertación, saben que la
dictadura no fue derrotada solamente en las urnas, sino que, durante muchos
y largos años, cada día, cada noche, las protestas sociales,
a pesar de la represión criminal del fascismo chileno, le quitaron
el sueño y la paz al dictador. Los que hicieron oposición,
abierta resistencia, pacífica y armada, pusieron los muertos. Luego,
la inteligencia política negoció con la dictadura.
Algún día se "desclasificarán" ciertas memorias
y entonces sabremos en qué consistió la negociación
con Pinochet. En ese país sin memoria, se intuye que se garantizó
la preservación de un modelo económico sustentado en el darwinismo
social y la negación de todas las conquistas laborales. Se intuye
que se acordó terminar con cualquier expresión de prensa
opositora a la dictadura, así ocurrió con Análisis
y La Época, en liberalizar la libertad de expresión
dejándola finalmente como propiedad de dos grupos afines al modelo
económico.
Lo que ni siquiera se intuye -por evidente fe en la decencia- es que,
por ejemplo, las sistemáticas negativas del presidente Frei a recibir
a los familiares de los desaparecidos, el gran drama chileno, sea también
parte de los acuerdos que posibilitaron el inicio de la curiosa transición
chilena a la democracia.
Entre otras cosas, los ochocientos mil chilenos que no acudieron a votar
se preguntan: ¿Qué llevó a hombres como el ex canciller
Insulza y el actual canciller Valdés a asumir una defensa tan apasionada
de Pinochet? ¿De verdad creían en el discurso repugnante
y patriotero que aludía a la defensa de la soberanía? ¿De
verdad pensaron alguna vez en la eventualidad de juzgar a Pinochet en Chile?
¿Un juicio a Pinochet en Chile, con esa misma justicia que, a
menos de veinticuatro horas de aparecido el Libro Negro de la Justicia
Chilena, encarceló al editor, al gerente de la editorial, requisó,
prohibió el libro, y obligó a su autora, la periodista Alejandra
Matus, a buscar asilo en los Estados Unidos?
A menos de una semana de la segunda vuelta electoral y buscando explicaciones
para la amarga victoria, Claudio Tironi, el principal estratega de la candidatura
de Lagos, culpa al juez Baltasar Garzón por la debacle y lo llama
"jefe de la campaña de Lavín". Por su parte, Juan Antonio
Coloma, portavoz de Lavín, profundiza la opinión de Tironi:
"El juez Baltasar Garzón sepultó el esfuerzo de renovación
de la izquierda. Muchos chilenos se encontraron, tras la detención
de Pinochet, con una izquierda vinculada a los movimientos extranjeros
y dispuesta a entregar porciones de soberanía nacional por satisfacer
sus deseos de venganza". El poeta Nicanor Parra escribió una vez:
"La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas".
Es indudable que Pinochet pesó y pesará en el resultado
de las elecciones, porque su figura garantiza la permanencia en el poder
de los dirigentes más mediocres que haya dado la política
chilena, tanto de la Concertación como de la derecha. Ninguno de
ellos se atreverá a dar el paso ético que reclama la sociedad
chilena, estupefacta e inerme ante la impunidad de un modelo social excluyente
que deja en manos del mercado todas las decisiones, y que todo lo justifica
para bien del mercado.
Según la decisión del Ministerio del Interior británico
es posible que Pinochet regrese a Chile liberado por razones humanitarias
y las esperanzas de las víctimas, de los familiares de los desaparecidos,
de las organizaciones defensoras de los derechos humanos se vean frustradas.
Esto sería el gran triunfo de la impunidad, sembraría el
peligroso precedente mediante el que cualquier sujeto responsable de crímenes
contra la humanidad podría alegar problemas de salud para invocar
razones humanitarias y eludir así la acción de la justicia.
Pinochet, si regresa a Chile, lo hará como un triunfador, recibirá
los honores de vencedor, de guerrero invicto que nunca ha merecido y permanecerá
hasta el día de su muerte como protagonista del devenir político
chileno.
Sólo un ingenuo o un timador podrían suponer que abandonará
voluntariamente su escaño de senador vitalicio, pues para ello se
precisa de una reforma constitucional y, en el hipotético caso que
esto sucediera, significaría para Pinochet el riesgo de perder el
fuero que lo hace inalcanzable para la justicia chilena.
Pobre Chile, condenado a soportar una lluvia de basura.
Luis Sepúlveda es escritor chileno.
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