El País Digital
Sábado 11 julio 1998 - Nº 799
Recordando a todas las víctimas (en el aniversario de Miguel Ángel Blanco) JOSÉ ANTONIO ARDANZA Se cumple mañana el primer aniversario del asesinato de Miguel
Ángel Blanco. En este caso -a diferencia de lo que, por desgracia,
ha ocurrido y sigue ocurriendo en tantos otros-, el transcurso de un año
no ha bastado para olvidarlo. Diversos actos se proponen, más bien,
avivar estos días su recuerdo. Es justo, además, que así
sea. Ni aquel espeluznante crimen ni la tremenda conmoción que causó
en la sociedad merecen caer en el olvido.
También yo quiero sumarme, desde estas líneas, a la conmemoración
colectiva de aquellos trágicos sucesos. Pero, al hacerlo en mi condición
de lehendakari, me ha parecido que cometería una imperdonable
injusticia, si mi conmemoración personal no fuera acompañada
del recuerdo igualmente sentido, de todas las víctimas que la violencia
ha ido acumulando en nuestro país a lo largo de los últimos
30 años.
Pienso que la conmemoración de una víctima, si quiere
ser algo más que el legítimo tributo privado de una familia
y convertirse, como pretende en este caso, en gesto de solidaridad de toda
la sociedad, nunca debe realizarse a costa del olvido de las demás.
Ha de ser, por el contrario, inclusiva de todas y compasiva con todas.
Sólo así podrá depurarse de cualquier connotación
sectaria o particularista.
Esta observación, que tiene validez universal, adquiere para
mí especial sentido, cuando reflexiono sobre dos hechos de la actualidad.
El primero es que, en el año exacto que ha transcurrido desde aquel
horrible asesinato, ETA ha sumado nueve nuevos nombres a su macabra lista
de víctimas y que algunos de ellos sólo pueden ser recordados
ya sin esfuerzo por quienes componían el círculo de sus familiares
y amigos. Para los demás, esos nombres se nos han quedado en números.
El segundo hecho es que el azar ha querido que, por estas mismas fechas,
coincidan dos aniversarios: el primero del asesinato de Miguel Ángel
Blanco y el trigésimo de aquel otro con que ETA dio inicio, en junio
de 1968, a su alocada carrera de atentados mortales. Se presentan así
ambos como lo que realmente son: eslabones de una misma cadena de dolor
y sufrimiento, de la que todavía hoy no hemos podido liberarnos.
Ambos hechos me han movido a rendir mi particular homenaje a la memoria
de una víctima concreta, rescatando del olvido el recuerdo de todas
aquellas otras que, antes y después, la han acompañado.
Desde aquel ya lejano junio de 1968, se acercan a ochocientas las víctimas
mortales causadas por ETA y se cuentan por millares los huérfanos
y huérfanas, las viudas y viudos, los padres y madres, las hermanas
y hermanos, que lloran aún la pérdida irreparable de sus
seres más queridos.
Desde entonces, superan también la cincuentena las víctimas
de asesinatos perpetrados en un tiempo, durante la llamada guerra sucia
contra el terrorismo, por responsables y funcionarios del Estado o por
mercenarios alquilados por aquéllos, y son otras tantas las familias
que todavía lloran su ausencia, sin haber recibido siquiera la exigible
reparación de la justicia.
Desde entonces se han hecho, asimismo, incontables las personas que,
sin haber sido privadas de sus vidas, se han visto obligadas a vivirlas
bajo la zozobra del secuestro, la extorsión, la amenaza o la intimidación,
sin poder disfrutar plenamente de la seguridad y de la libertad que a todos
nos garantiza el Estado de derecho.
Pero aún es más el sufrimiento acumulado en estos últimos
30 años. Porque quienes apoyan y ejercen el terrorismo han logrado
acumular sufrimiento incluso en su propio entorno familiar y afectivo.
Así, por ejemplo, también sufren y merecen compasión,
en el sentido más digno y original de la palabra, aquellas familias
que se ven obligadas a vivir separadas de sus miembros, por encontrarse
éstos encarcelados en cumplimiento de las sentencias que les han
sido impuestas por sus crímenes o huidos a otros países para
no tener que cumplirlas.
Éste es, a grandes rasgos, el cuadro que la violencia y el terrorismo
han venido emborronando en nuestro país a lo largo de los últimos
30 años. En él destaca, sin duda, la figura de Miguel Ángel
Blanco. Pero su verdadera fuerza expresiva no le viene de su aislamiento
sino de la tragedia que comparte con ese conjunto tétrico de víctimas
anónimas. La suya destaca, porque ha logrado expresar con impactante
claridad lo que algunas de las demás figuras sólo han conseguido
balbucear: la gratuidad y la inutilidad que se esconde bajo el terrorismo.
Por qué tanta crueldad y para qué tanto sufrimiento son,
en efecto, las preguntas que nos lanza hoy a todos ese cuadro sombrío
y trágico que resume 30 años de terrorismo.
La inmensa mayoría de la sociedad se reconoce incapaz de dar
respuesta a esas preguntas. No ve por qué ni para qué se
ejerce la violencia. Por eso le resulta aún más patética
e insorportable. Falta aún que quienes todavía la apoyan
y ejercen se atrevan a reconocerse y confesarse incapaces, también
ellos, de contestarlas. Cuando se atrevan a hacerlo, cada uno de nosotros
dejaremos de enterrar, por separado, a nuestros muertos y todos juntos
lloraremos, de una vez y para siempre, los muertos de todos. Entonces habrá
empezado la reconciliación.
Soy consciente de que esta palabra, pronunciada en un día como
el de hoy, puede sonar a sarcasmo. Como si el ataque cruel e incesante
del terrorismo nos obligara a desterrarla de nuestro lenguaje y a sustituirla
por otras más acordes con la dureza del momento. Reconciliación
sería hoy, para algunos, sinónimo de debilidad e, incluso,
de claudicación.
Yo creo, sin embargo, que fue el deseo y la búsqueda de una sociedad
vasca integrada y reconciliada lo que nos llevó en su día
a firmar, en los términos en que lo hicimos, el Acuerdo de Ajuria
Enea y nos mantuvo unidos durante años. Hoy sigo pensando que, fuera
de ese deseo y de esa búsqueda, no podremos reencontrarnos ni recuperar
nuestra unidad, nuestra fortaleza y -por qué no decirlo- nuestra
grandeza de antaño. El terror nos habría ganado la batalla,
si nos obligara a renunciar a un horizonte final de reconciliación
y a instalarnos definitivamente en el odio y en la confrontación.
Nos habría hecho perder toda esperanza.
Es, sin embargo, la esperanza el sentimiento que me gustaría transmitir en este doble aniversario de sufrimiento y de muerte. Esperanza de que quienes los causan se dejen, por fin, conmover por el dolor de tanta víctima acumulada a lo largo de 30 años. No es ésta -lo admito- una reflexión política al uso. Quizá no deba siquiera serlo. Porque en todo esto se dirime, en el fondo, una cuestión de humanidad. © Copyright DIARIO EL PAIS, S.A. - Miguel Yuste 40, 28037 Madrid
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