Delaware Review of Latin American Studies

 
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         Vol. 2  No. 1     December 15, 2000
 

Notas sobre la presencia del México indígena en la obra de Octavio Paz


Aurora Camacho de Schmidt
Department of Modern Languages and Literatures
Swarthmore College
Este artículo está basado en un trabajo presentado ante el “Simposio Internacional en Honor de Octavio Paz” de la Universidad de Kentucky (Foreign Language Conference), Lexington, Kentucky.  Abril 24, 1999.
La poesía
Los ensayos
Los indígenas de hoy: los zapatistas
Conclusión
Notas
Bibliografía
 
hablo del gran rumor que viene del fondo de los tiempos 
Octavio Paz, Arbol adentro
En el torbellino poético de Octavio Paz el mundo precortesiano de México está vivo. En varios poemas el drama humano de la búsqueda de la comunión, su encuentro y su pérdida se encarna en imágenes enraizadas en la civilización azteca, la que identificaba la sangre humana con la luz solar.  El cataclismo de la conquista española aflora en momentos clave de esos recorridos poéticos llenos de gloria y desamparo en que conocimiento, amor y escritura (o mundo, “mujer” y poema) se funden en un momento frágil.  Como crítico, Octavio Paz reconoce en su propia poesía la herencia mesoamericana, como la advierte con precisión y sutileza al estudiar la pintura de Rufino Tamayo.   En la ensayística de Paz el antiguo mundo indígena se bifurca entre lo grandioso y lo opresivo, lo infinitamente refinado y lo bárbaro.  Sin embargo el México indígena vivo, ése que Guillermo Bonfil Batalla (1987) llamó  “el México profundo”, el diez por ciento de la población mexicana que quedó fuera del mestizaje y conserva su identidad nativa en la historia contemporánea, raramente entra en forma directa al foco de la conciencia analítica de Paz.

Este ensayo tiene por objeto esbozar algunas consideraciones sobre el lugar del México indígena de ayer y de hoy en la obra de Paz, mirándolo a la vez como uno de los registros primordiales de su obra y como uno de sus grandes silencios.

La poesía
Piedra de sol inaugura en 1957 una serie de poemas ligados entre sí por el campo semántico de sus meditaciones y por su esplendor artístico (Oviedo, 1980; Santí, 1997).  La serie incluye también Blanco, el “Nocturno de San Ildefonso”,  Pasado en claro  y  “Vuelta”.   Piedra de sol fue acompañado en su primera edición de una nota del poeta que ahora se reproduce al final del libro La estación violenta (1948-1957):

En la portada de este libro aparece la cifra 584 escrita con el sistema maya de numeración; asimismo, los signos mexicanos correspondientes al día 4 Olín (Movimiento) y al día 4 Ehécatl (Viento) figuran al principio y al fin del poema.
La nota explica que el número de versos, 584, es igual al de la revolución sinódica del planeta Venus que empezaba con 4 Olín y terminaba con 4 Ehécatl, al fin de un ciclo y principio de otro.  Venus, siendo estrella de la mañana y de la tarde, resume la dualidad esencial del universo, muerte y resurrección, tal como lo hace Quetzalcóatl, identificado con Ehécatl.

Esta nota, entonces, crea una especie de pentimento de la visión náhuatl para todo el poema.1   Su título mismo, Piedra de sol nos refiere al mal llamado Calendario Azteca, el enorme mandala circular, 24 toneladas de lava basáltica de tres y medio metros de diámetro (Museo de Antropología, México) .  Su nombre propio es “piedra del sol”, de manera que el título, al cambiar “del” por “de” crea la primera metáfora de la obra.  En la piedra el sol está en el cenit, como una cara que mira de frente sacando la lengua, como una plenitud de presencia y conciencia.  Es la cegadora luz amarilla del mediodía, la conciencia o lucidez tan bien conocida por los lectores de Paz.  La periferia de la escultura consiste en dos serpientes idénticas, cuyas cabezas humanizadas se encuentran frente a frente con otra mirada cenital en la parte superior de la circunferencia.  Entre estos dos elementos varios anillos representan las cuatro eras pasadas, o cuatro “soles” previos,  y los 20 nombres de los días calendáricos, preñados de símbolos, que constituyen una lectura azteca del universo humano y divino (Carrasco, 47).

Pero Piedra de sol no es sólo una poetización del monolito azteca.  Siendo uno de los poemas más ambiciosos de Paz, conecta también la historia y la anécdota, el juicio moral sobre la inautenticidad humana y el drama del encuentro y los desencuentros del hombre y la mujer, vista ésta como cifra del mundo.  En medio de un torrente de endecasílabos, abundan las imágenes en las que se transparenta la visión náhuatl del universo:

tu falda de maíz ondula y canta,
tu falda de cristal, tu falda de agua,
“La Mujer” a quien con insistencia se dirige el poema, absorbe las características de ciertas divinidades femeninas de la más remota antigüedad mexicana:  Xilonen o Ilamatecuhtli, las diosas del maíz (Caso, 65)  y de Chalchiuhtlicue, compañera de Tláloc, el dios del agua, diosa del mar y de los lagos, cuyo nombre significa “la de la falda de jade”, (Caso 61, Coe 101).

En las letanías de Piedra de sol que hacen eco al poema IX de Pablo Neruda en “Las alturas de Macchu Picchu” (1950) escuchamos:

  escritura de fuego sobre el jade,
  grieta en la roca, reina de serpientes,
  . . .
  escritura del mar sobre el basalto,
  escritura del viento en el desierto,
  testamento del sol, . . .
La yuxtaposición de “roca” y “reina de serpientes” nos remite a la diosa Cihuacóatl, “mujer serpiente” como a una representación arquetípica de la feminidad maternal, la “madre tierra”, que es a veces una diosa adversa que “brama de noche” (Sahagún, 47).  También nos remite a Coatlicue, “señora de las serpientes”, una de las esculturas aztecas más interesantes y perturbadoras del Museo de Antropología, cuyo cuerpo, cabeza y faldellín están hechos de serpientes, mientras se adorna con un collar de manos y corazones que incluye un cráneo humano como pendiente pectoral (Fernández).  Son deidades que funden en sí la vida y la muerte, como reconoce el mismo Paz en el Laberinto de la soledad (1950, 52): “En casi todas las culturas las diosas de creación son diosas de destrucción”.

En las líneas siguientes los elementos desaforados de la naturaleza no sólo dicen, sino que escriben unos sobre otros, dejando sus esculturas para ser leídas, tal como el imperio de los vencidos mayas y aztecas le dejó a México un mundo labrado por descifrar.  Pero la escritura se desborda hasta la piel humana:

  frente a la tarde de salitre y piedra
  armada de navajas invisibles
  una roja escritura indescifrable
  escribes en mi piel y esas heridas
  como un traje de llamas me recubren
  . . .
El cuerpo entonces se vuelve otro elemento natural, piedra labrable, pero piedra que sangra.  Su tatuaje significa, y más aún, ha sido puesto ahí por “ella”, la que ahora es de piedra y se rehúsa a dar vida, a ser vida.  El peregrino le reprocha:
  y tú me llevas ciego de la mano
  por esas galerías obstinadas
  hacia el centro del círculo y te yergues
  como un fulgor que se congela en hacha,
  como luz que desuella, fascinante
  como el cadalso para el condenado
  flexible como el látigo y esbelta
  como un arma gemela de la luna,
  y tus palabras afiladas cavan
  mi pecho y me despueblan y vacían,
La protagonista del mal amor se vuelve sacerdotisa y verdugo, dispuesta a cavar el pecho del hombre en el sacrificio azteca al dios-sol insaciable, sediento de sangre, con el afilado cuchillo de obsidiana (Florescano, 1997, 141-143; Soustelle, 98-99).  Más aún, la luz “desuella” como en los sacrificios a Xipe Tótec, “nuestro señor el Desollado”, cuya piel cambiable es también la primavera de la tierra (Caso, 69; Coe, 101).2

El centro sangriento del poema es un bombardeo de la Guerra Civil española: “Madrid, 1937”, pero bajo este horror la pareja se encuentra en un acto de amor para volver a comenzar el mundo y salvarlo: “el mundo nace cuando dos se besan”.  Una vez más el sacrificio cruento echa a andar el cosmos.  Más tarde, a punto de concluir el poema, las invocaciones como plegarias se suceden con el mismo fervor ante lo sagrado que el poema ha exhibido desde su principio:

  puerta del ser: abre tu ser, despierta
  aprende a ser también, labra tu cara,
  trabaja tus facciones, ten un rostro
  para mirar mi rostro y que te mire,
  para mirar la vida hasta la muerte,
Los aztecas creían que la meta de la educación o formación de los jóvenes era que tuvieran “un rostro y un corazón” (López Portilla, 1959, 217; Carrasco, 80).  Sólo la conciencia madura produce un rostro, es decir, suscita una presencia humana, o en términos modernos, una personalidad integrada.

En Piedra de sol la visión del pensamiento náhuatl como se había articulado en las investigaciones antropológicas de mediados de siglo sirve como eje de un poema que también es una larga exploración de las relaciones humanas en la macrohistoria y al nivel personal y subjetivo.  De manera especial la posición del sujeto del poema frente a la naturaleza refleja la mirada náhuatl ante el universo, su reverencia y su entendimiento de la ambivalencia fundamental de las fuerzas que afectan la vida humana, de la cual la muerte es parte integral (León Portilla, 1959, 57).3

La naturaleza cíclica del tiempo encarna en los versos de este poema que termina con su principio.  Este concepto es primordial para los pensadores del México antiguo, como afirma el historiador Enrique Florescano (1994, 229):

...by studying the forms of reconstructing and preserving the memory of the past in ancient Mexico, I discovered that the founding myth of the origins and the cyclical conception of time were the articulating axes of historical memory in antiquity. 
Es decir, el tiempo del poema es un tiempo sagrado. La ecuación entre el amor y lo sagrado (Ulacia, 392) que Octavio Paz va forjando a lo largo de toda su obra encuentra en Piedra de sol su primera gran expresión.  Pero aunque éste es el poema largo que más conscientemente refleja el entendimiento del poeta de la cosmovisión náhuatl, en varios grandes poemas resurgen imágenes que evocan el pasado indígena.

En Blanco (1967) la armazón conceptual es de un orden distinto a la de Piedra de sol.  Escrito en la India, Blanco alude al budismo tántrico en forma primordial, no al mundo mesoamericano.  Además se estructura como una reflexión sobre el espacio del poema al estar éste  arrojado tipográficamente sobre páginas continuas y manar como tres chorros de agua que a veces se confunden en dos o en uno solo para luego separarse.  Las tres columnas son verticales, pero además de contener un preludio y una coda, el poema tiene cuatro divisiones horizontales que representan asociaciones con cuatro colores (columna central): amarillo, rojo, verde y azul; los cuatro elementos tradicionales (columna izquierda): fuego, agua, tierra y aire; y los cuatro modos del conocer (columna derecha): sensación, percepción, imaginación y entendimiento.

En Blanco se viaja de un blanco que es ausencia y silencio a un blanco que es la meta exacta de la flecha y conjunción de todos los colores, un blanco-plenitud y reunión, es decir, fruición.  En el cuadrante que coincide con el color rojo-agua-percepción encontramos las alusiones al México vencido de los aztecas.  Es éste un poema de sed y sequía, aridez y desolación.  Equivale en cierta manera a la confusión de los signos, a la imposibilidad del fluir de la palabra, a la frustración de la comunión, es decir, a los borrones y tachones de El mono gramático (1974).   Después de hacer mención oblicua de España y hablar de “naipes rotos” (o sea,  elementos de un sistema combinatorio desprovistos de significación, casi lo opuesto a los archipiélagos de “signos en rotación”4), asume también su identidad mexicana en estas líneas de la columna central:

  Y el jeroglífico (agua y brasa)
  en el pecho de México caído.
  Polvo soy de aquellos lodos.
Estos versos inauguran una página en la que la mirada del poeta a México ocupa el espacio visible de una sola vez.  El jeroglífico aludido fascinó a Octavio Paz, no sólo por ser una conjunción de opuestos, sino además por el significado profético que tuvo en cuanto a la caída de Tenochtitlan.5  En una carta a Julián de los Ríos dice el poeta:
Atl tlachinolli significa en náhuatl “agua quemada”.  (¿Te acuerdas de la llama mojada de Novalis?  Pues es lo mismo).  Era el jeroglífico de la fundación de México-Tenochtitlan.  Los aztecas, en sus vagabundeos por el Valle de México, cuando eran una banda nómada, vieron un día flotar entre las aguas del lago un envoltorio.  Lo pescaron y encontraron dos leños para hacer fuego.  El sentido: la unión del agua y el fuego.  Sobre esta metáfora se edificó México. (Paz y de los Ríos, 1973, s.p.).
Según Alfonso Caso (52-53) los aztecas salieron “de la tierra de la blancura” buscando un signo, un águila sobre un nopal que devoraba una serpiente (conjunción de cielo y tierra), ahí donde “brotan los árboles blancos y las aguas blancas” para fundar su ciudad; y también buscaban una agua azul y otra roja que:
indican solamente el jeroglífico atltlachinolli, es decir, “agua, cosa quemada”, o sea, la guerra sagrada que tiene por objeto proporcionar al sol la sangre y corazones de las víctimas. 
La ecuación fuego=sangre está mediada por el agua, es decir, la sangre es fuego líquido al participar del color del fuego (y hasta cierto punto su temperatura) y del estado material del agua.  En “Viento entero” (Ladera este, 1969) encontramos estos versos, dirigidos a la amada:
  Si el fuego es agua
                          eres una gota diáfana
  (...)
                          La lluvia no te moja
  Eres la llama de agua
                          la gota diáfana de fuego
Fundida con la imagen de la mujer, la metáfora cobra valores positivos, casi abstractos.  Pero en otro poema de la misma colección,  “Cuento de dos Jardines” (Ladera este, 1969), hay una variación de esa visión dinámica que regresa al tema de México:
                         El galope negro del aguacero
  Cubre todo el llano
                         México;
  Sobre la piedra ensangrentada
                         Danza el agua.
Aquí el agua tiene una función conciliadora y absolvedora entre piedra y sangre.  Pero la metáfora alude también a la sangre que tiñó los canales de Tenochtitlan en la ofensiva española final de 1521, ocaso militar del imperio azteca y momento de fundación del México mestizo.  El cronista español López de Gómara, al relatar el principio del sitio de Tenochtitlan, se refiere a la “señalada victoria” de los españoles, cuando dice que “había tantos humos y fuegos alrededor de la laguna y por la sierra, que parecía arderse todo”.  Y más adelante: “No se pudo saber cuántos fueron los muertos, más de que la laguna parecía de sangre” (López de Gómara, 1979 {1554}, 209).  Por su parte los testigos y sobrevivientes aztecas de la conquista explican:
  El agua se ha vuelto roja, como si estuviera pintada,
  y cuando la bebemos
  tiene el sabor de la hiel.  (León Portilla, 1999, 149)
En el contexto de Blanco los elementos agua y fuego van creando el cuerpo femenino.  Sin embargo en el poema rojo el hablante quiere referir la unión agua-fuego explícitamente a la realidad mexicana, como atestiguan estas líneas:
  Río de sangre
                       Río de historias
  De sangre
Líneas que van precedidas de una confesión: “Polvo soy/ de aquellos lodos”, dolor y celebración a la vez.  El poeta asume su identidad nacional con la conciencia de alguien que asume también la culpa.  Así, no es extraño que la sección se cierre con la frase: “El lenguaje / es una expiación.”

En Pasado en claro (1974), en medio de una procesión autobiográfica de hechos y pensamientos, después de manifestar que las olas hablan “nahua” (castellanización más completa de la palabra “náhuatl”),  dice el poeta, mientras hojea un libro a la caída del sol:

  (estampas: los volcanes, los cúes y, tendido,
  manto de plumas sobre el agua
  Tenochtitlán todo empapado en sangre).
  Los libros del estante son ya brasas
  que el sol atiza con sus manos rojas.
Otra vez fuego y sangre se identifican mientras están rodeados de agua (Oviedo,  211).  Curiosamente “cúes” es la palabra que dieron a los templos piramidales los cronistas españoles, empezando por Bernal Díaz del Castillo.  Los volcanes son las presencias tutelares de la Ciudad de México en un tiempo previo a la contaminación de su atmósfera, los que hasta hoy conservan sus nombres legendarios Popocatépetl e Ixtacíhuatl, el “monte que humea” y la “mujer dormida”.  La diferencia es que ahora todo este mundo está en los libros de un estante, la realidad inmediata de un poeta en el acto mismo de escribir.  “Pasado en claro” insiste más tarde:
  no hay muertos, sólo hay muerte, madre nuestra.
  Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:
  el agua es fuego y en su tránsito
  nosotros somos sólo llamaradas.
En estos versos es particularmente interesante la yuxtaposición simétrica de los dos orígenes de las culturas de Paz: la azteca y la griega, ambas conectadas con la muerte como realidad autónoma.

El poema “Vuelta” (Vuelta 1976) contempla la ciudad desecrada al regreso del poeta del extranjero, ciudad que ha sufrido la masacre de los estudiantes por parte del gobierno mexicano en Tlatelolco, el antiguo centro ceremonial.6  El cantor reitera la metáfora en su lengua original, ahora aplicada a una matanza del siglo veinte:

                           lenguajes en añicos
  se quebraron los signos
                                      atl tlachinolli
                           se rompió
                                      agua quemada
  No hay centro
                           plaza de congregación y consagración
  no hay eje
Podemos observar que las metáforas conectadas con el final del orden azteca a menudo van unidas a la destrucción del lenguaje o a su radical insuficiencia. Aunque aquí las referencias son a la profanación del estado mexicano de un espacio sagrado, cuya consecuencia es incomunicación, rompimiento.

En conclusión preliminar: especialmente en Piedra de sol Octavio Paz inventa a “La Mujer” como cifra del mundo a base de metáforas que recrean los mitos de la cosmovisión azteca.  Al hacerlo logra la fusión de lo sagrado numinoso con el cuerpo de la amada.  “Ella”, como toda diosa, se vuelve creadora y destructora. El acto de conocer y amar a esa mujer es escritura, es conocimiento poético.  Pero la fusión también feminiza al mundo indígena.  Paz vuelve a meditar sobre esta asombrosa interpretación en El laberinto de la soledad, como se discute más adelante.

Es notable la insistencia en el drama sangriento de la conquista de México (presente); su conexión con el mito de fundación de la ciudad (pasado); y su relevancia para entender el México del siglo XX (futuro).

Los ensayos
En Corriente alterna (1967), libro de ensayos, Paz no duda en llamar a los aztecas “teólogos sanguinarios” mientras contempla esa pesadísima mole de piedra, Coatlicue.  No hay duda de que se trata de una presencia terrible y poderosa, llena de símbolos por todos lados, hasta en su base esculpida, aunque nadie la pueda ver.7   En el ensayo de 1974 “Nueva España: orfandad y legitimidad”, que Paz escribió como prólogo al libro sobre Quetzalcóatl y Guadalupe de Jacques Lafaye, sugiere que la civilización que encontraron los españoles en el altiplano de México era una cultura “recién salida de la barbarie.” En otros momentos alude al “puritanismo rígido” de los aztecas (1990, 13).  Sin embargo critica la noción del antropólogo norteamericano Michael Coe, de que las culturas americanas al momento del encuentro con los europeos se encontraban en el equivalente de la Edad de Bronce europea (1990,9).

En parte el rechazo de Paz de algunos aspectos del mundo indígena es una reacción al nacionalismo cultural de las décadas del treinta y cuarenta, cuando se da un arte oficial que glorifica indiscriminadamente el pasado precortesiano.  Según Bonfil Batalla:

El discurso oficial traducido en lenguaje plástico o museográfico exalta ese mundo muerto como la semilla de origen del México de hoy.  Es el pasado glorioso del que debemos sentirnos orgullosos, el que nos asegura un alto destino histórico como nación, aunque nunca quede clara la lógica y la razón del tal certeza.  El indio vivo, lo indio vivo, queda relegado a un segundo plano, cuando no ignorado o negado ... (91).


De esto se hace eco el mismo Paz, hablando sobre la época colonial, en el prólogo a Lafaye:

La exaltación del muerto pasado indio coexistía con el odio y el temor ante el indio vivo. (47)


Posiblemente la expresión más acabada del pensamiento de Paz sobre el papel del pasado indígena de México en su vida moderna esté en el Laberinto de la soledad, el libro de 1950 al que le fue añadida una postdata con su “Crítica de la Pirámide” en la edición de 1969 a raíz de la masacre estudiantil por parte del gobierno mexicano.   En el texto original, cuidadosamente estudiado por Enrico Mario Santí (1997), se destaca el concepto de “superimposición”, es decir, las culturas de México superimpusieron sus propias construcciones a las de otros, los conquistados o desaparecidos, y así mismo lo hicieron los españoles.  Pero las estructuras subyacentes nunca desaparecieron del todo, ni físicamente ni en la cosmovisión que se fue conformando en la región mesoamericana.8

En el capítulo del Laberinto titulado “Los hijos de la Malinche” Paz habla de la traductora y amante de Hernán Cortés, el conquistador de México, como “La Chingada”, la mujer violada, haciendo un paralelo entre la mujer indígena y la tierra conquistada, subyugada y ultrajada.  El mismo libro de Paz afirma que la derrota de los dioses masculinos de los aztecas en la conquista hizo que regresaran a las divinidades femeninas (p.66).9   En estos ensayos el mundo azteca se feminiza, igual como se feminizó en la poesía.  Pero mientras en la poesía esta feminización es exaltación al absorber “La Mujer” los poderes de lo sagrado de la cosmovisión azteca, en El laberinto de la soledad la sociedad indígena se convierte en una mujer abyecta.  Las implicaciones de estas analogías son graves, pues esa Mujer amada y absoluta es actuante como cosmos, pero pasiva en cuanto a la recepción del amor del sujeto poético.  Así, el mundo indígena al ser construido como mujer frente al poeta/conquistador/violador, es un mundo pasivo y además subyugado.  La conquista es eterna.  Los indígenas no tienen agencia.

La conocida crítica Jean Franco en su artículo “La Malinche: From Gift to Sexual Contract” (1992 y 1999) mira los códices (relaciones pictográficas indígenas de la conquista) en que la traductora de Cortés  aparece con su vestido de algodón, el cual marca tanto su género como su raza.  Se pregunta Franco:

But might not this suggest that the place of the conquered was that of the “feminine”? Homi Bhabha's colonial mimicry, in the Latin American case, is feminized. For the integration of the indigenous in a system that was both pluralistic and hierarchical, they had to become like women or children (in-fans, without speech). (74)
Sobra enfatizar que la conquista le roba la palabra al pueblo conquistado, y que la palabra es agencia, capacidad de entender y actuar.

En la “Crítica de la pirámide” Octavio Paz opone dos Méxicos, que no son el México indígena y el México mestizo, como podría pensarse, sino el México moderno y el México subdesarrollado, entre los cuales, aclara, la diferencia es cuantitativa. Además postula la existencia del “otro México” y aclara:

Apenas si debo repetir que el otro México no está afuera sino en nosotros: no podríamos extirparlo sin mutilarnos. (277)


Aunque pudiera pensarse que Paz ha pasado del concepto de raza al concepto de clase, el contexto del ensayo acaba por igualar el México pre-moderno con el México de “la pirámide.” Pero el “otro México” parece referirse vagamente al mundo cultural del México antiguo, al que aludirá en su discurso de recepción del Premio Nóbel con asombro y admiración.

Paz dice que la geografía mexicana es la base de las formas piramidales de los templos y edificios.  Subraya que la plataforma superior de la pirámide truncada es un sitio de sacrificio sangriento.  La pirámide es “tiempo petrificado” e “imagen del estado azteca y de su misión: asegurar la continuidad del culto solar...” Y casi de inmediato Paz hace una afirmación sorprendente: que la continuidad entre el mundo azteca y el México de hoy es “el arquetipo religioso-político de los antiguos mexicanos: la pirámide, sus implacables jerarquías y, en lo alto, el jerarca y la plataforma de sacrificio...” De aquí a la aseveración de que el mundo azteca “es una de las aberraciones de la historia” (288)  hay dos páginas.  Así, el 2 de octubre de 1968, la matanza de Tlatelolco “se inserta con aterradora lógica dentro de nuestra historia” (298).  No nos extrañe, pues, que a Fernando Vizcaíno (1993) le haya dicho Octavio Paz: “En México urge ante todo exorcisar la violencia, el mundo azteca.” (127) 

Los indígenas de hoy: los zapatistas
En un texto de juventud, Primeras letras (citado por Santí, 129), Paz escribe sobre los mayas de Yucatán, entre quienes vivió en 1937, siendo testigo de sus luchas sindicales en las grandes plantaciones henequeneras.  Ahí se refiere a “los rasgos perdurables y extraordinariamente vitales de una raza que tiñe e invade con su espíritu la superficial fisonomía blanca de una sociedad”.10  Este es uno de los escasos momentos en que el poeta habla de indígenas vivos y concretos, a quienes ha conocido, y hacia quienes siente una fuerte simpatía.

El discurso que pronunció Octavio Paz al recibir el Premio Nóbel en 1990, “La búsqueda del presente”, contiene una de las afirmaciones más claras del poeta acerca de su relación con el mundo precortesiano:

Los españoles encontraron en México no sólo una geografía, sino una historia.  Esta historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente.  El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas, pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto.  Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres.  Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente esa presencia.  Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla. . .  (43-44)
A juzgar por la mención de costumbres y formas de convivencia, “esa presencia” tendría que ser real y encarnada en seres humanos de hoy, no sólo en museos y crónicas.  ¿En quiénes? ¿Dónde?  El silencio de Octavio Paz en cuanto a los mexicanos indígenas y su cultura, sus costumbres y su marginación es notable, cuando se considera que llegó a conocer una cultura tan compleja, ajena y vasta como la de la India con erudición, pero sobre todo con inmensa simpatía.

Es posible que la explicación de este gran silencio resida en la generación intelectual que precedió a Paz.  Es la generación de José Vasconcelos (1881-1959), filósofo, secretario de Educación, rector de la Universidad Nacional y autor de La Raza Cósmica y Manuel Gamio (1863-1960), antropólogo, arqueólogo y fundador del Instituto Nacional Indigenista, autor de Forjando patria.  Ambos pensadores representan el deseo del México moderno de incorporar a los indígenas en formas no coercivas al proyecto nacional.  Al proclamar la igualdad de todos los mexicanos, este nacionalismo típico de mediados del siglo XX niega la posibilidad de un México plural que incluya la riqueza étnica indígena.

Manuel Gamio, que había estudiado con Franz Boas en la Universidad de Columbia, regresó a reconocer el mundo indígena mexicano con fascinación. Mientras que Vasconcelos adoptó la política de castellanización de los indígenas, Gamio propuso  una educación más integral, respetando la cultura original. La primera es una política desindianizante que enfatiza la pertenencia de México a Occidente; la segunda busca el desarrollo económico de los indígenas en forma paralela a su desarrollo intelectual y cultural.  Sin embargo tanto para Vasconcelos como para Gamio los axiomas son los mismos: somos una nación mestiza y por lo tanto la modernizacion de México depende de la integración social y económica de todos los mexicanos a un solo plan de desarrollo.  El Partido Revolucionario Institucional (PRI) siguió después una línea indigenista, mezcla de paternalismo y nacionalismo asimilador.  El discurso indigenista de esos años, sobra decir, descansaba en ideas raciales esencializadas y pronunciamientos apriorísticos.11

Paz heredó el bagaje intelectual del vasconcelismo y el indigenismo.  Además heredó la tradición intelectual de los textos psicoanalíticos esencializantes y racistas de su tiempo (como en Samuel Ramos, autor de Perfil del hombre y la cultura en México, 1934).  Pero a la vez participó del deslumbramiento de los estudios de antropólogos, arqueólogos y lingüistas mexicanos y extranjeros que en la mitad de este siglo descubrieron la complejidad y riqueza de las culturas precolombinas (en especial Alfonso Caso), cuyo esplendor cesó con la conquista.  Para muchos de estos intelectuales los “indios” del siglo XX estaban desconectados de ese rico pasado.

La posición del mundo indígena con respecto al resto de México cambia radicalmente a partir de 1994, con la insurrección del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en la sierra de Chiapas.  El pequeño ejército toma para sí el nombre de Emiliano Zapata, caudillo popular de la Revolución y figura importante en la vida de Paz.

En 1973 Paz le dijo a su entrevistadora, la crítica Rita Guibert: “My father took part in the Mexican Revolution and represented Zapata in the United States.  He was one of the founders of agrarian reform.”   Y en el Laberinto de la soledad advierte:

Casi todos los programas y manifiestos de los grupos revolucionarios contienen alusiones a la cuestión agraria. Pero solamente la Revolución del Sur y su jefe, Emiliano Zapata, plantean con claridad, decisión y simplicidad el problema.  No es un azar que Zapata, figura que posee la hermosa y plástica poesía de las imágenes populares, haya servido de modelo, una y otra vez, a los pintores mexicanos. (172-73)
En entrevista con el crítico Claude Fell (Laberinto de la soledad, 314) añade Paz que el zapatismo es un regreso al tradicionalismo “radicalmente subversivo”.

 En febrero de 1994 la revista Vuelta publicó un suplemento especial titulado “Chiapas, días de prueba”, en donde pueden leerse artículos escritos por Paz, Enrique Krauze y Alejandro Rossi.  Octavio Paz discute en forma principal y con ironía la reacción de los intelectuales mexicanos de izquierda a la rebelión.  Reprobando el camino de violencia que ha escogido el subcomandante Marcos, el poeta expresa profunda emoción después de leer uno de sus textos más conocidos: la respuesta al Presidente Salinas cuando éste ofrece el perdón a los insurrectos.  Concluye Paz: “No son ellos, los indios de México, sino nosotros, los que debíamos pedir perdón”.   En este artículo Paz formula algunas preguntas que más que preguntas son perplejidades, planteadas desde la mentalidad asimilacionista antes mencionada:

¿Cómo la cultura de indios chiapanecos puede traducirse a la modernidad? ¿Y cómo esa cultura puede insertarse en la moderna cultura mexicana?  El problema es inmenso . . .  El mestizaje cultural ha sido la respuesta de México a la singularidad india, lo mismo en el XVI que en la época moderna.  El elemento indígena está en todos los dominios de la cultura y la vida mexicana, de la religión a la poesía, de la familia a la pintura, de la comida a la cerámica.  Pero sería mucho olvidar que nuestras ventanas hacia el mundo . . .  son el idioma español y las creencias e instituciones, ideas y formas de sociabilidad transplantadas a nuestras tierras durante el período novohispano  (p. C-H; énfasis mío)
El historiador Enrique Florescano (1998), cuyo trabajo ha sido publicado en Vuelta, la revista de Paz, critica la tesis de que la integración nacional sea producto del mestizaje.  Según él esta tesis esconde dos falacias: una, que existe tal integración, y la otra, que el proceso biológico del mestizaje ha sido capaz de borrar las diferencias socioeconómicas entre los mexicanos.  Aboga, con el filósofo Luis Villoro, por un estado plural capaz de respetar diferencias, y declara que la idea asimilacionista data del liberalismo del siglo XIX.

Conclusión
 En su tratamiento del mundo indígena Octavio Paz adopta una postura basada, por un lado, en la visión de “La Mujer”, cuyos atributos surgen de los mitos aztecas poderosamente reimaginados; y por otro, en el modelo nacionalista y homogeneizador postulado por la facción triunfadora de la Revolución Mexicana. Este último incluye necesariamente el modelo de desarrollo modernizador cuya única ancla cultural es la cultura occidental española o europea en general.12  Así, Paz es un hombre de su siglo incapaz de concebir un México plural en donde los grupos étnicos marginados luchen por sus espacios geográficos, económicos y políticos; un México más libre de hegemonías culturales externas.

Ignoro si al morir Octavio Paz había cambiado su posición sobre la lucha zapatista radicalmente.  Por sus experiencias tempranas en Yucatán entendió las necesidades de la sociedad maya y su pujanza cultural.  En la participación política de su padre se dio cuenta de la excepcionalidad del zapatismo como facción indígena y verdaderamente popular de la Revolución Mexicana.  A través de la poesía más deslumbrante de nuestro siglo dejó hablar a un mundo que había sido negado y sepultado.  Y nos hizo, a todos los mexicanos, el regalo de ese mundo nuevamente mirado.  Reconoció en otros, como Rufino Tamayo, el mismo cosmos mesoamericano que se cobraba el derecho a existir en la pintura de uno de los grandes.  Definió a ese mundo como luz solar, como tiempo que vuelve, como sacrificio y carnicería, pero también como luz de luna, turquesas labradas y mosaicos de pluma.  El miedo al totalitarismo, que lo marcó para siempre, lo llevó a criticar lúcidamente la sociedad militar de los aztecas y las aberraciones del régimen revolucionario institucionalizado.  Pero enamorado de la lengua española y condenado a los banquetes de la modernidad como su maestro Alfonso Reyes, no pudo ver la riqueza de diez millones de mexicanos cuyas palabras han estado guardadas por cinco siglos, esperando su lugar en la mesa de todos. 
 

Notas
1   Me refiero con el nombre de “aztecas” a los miembros de la civilización que vencieron los conquistadores en 1521 en Tenochtitlan.  En sentido estricto, los aztecas se llamaban a sí mismos “meshicas” o “mexicas” en la transcripción del S. XVI hecha por los misioneros franciscanos y eran parte de la cultura náhuatl.  La palabra “náhuatl” denomina a un conjunto de tribus que llegaron al altiplano central desde el norte.  La cultura y la lengua náhuatl fueron llevadas a su esplendor por los toltecas. Return
2   Aún cuando el propósito de este artículo es demostrar que Octavio Paz crea imágenes y metáforas poéticas basadas en la cosmogonía náhuatl, no pretendo sostener que estas connotaciones agotan la riqueza de los niveles de significado que hay en “Piedra de sol”. Return
3   Más de treinta años después de la publicación de “Piedra de sol”, Paz volvió a tocar este tema en su ensayo “Will for Form”, con que prologó el catálogo de la exposición “Mexico: Splendors of Thirty Centuries” (1990, 14). Return
4  La imagen de las cifras arrojadas al azar que Paz encuentra en Mallarmé (“Un coup de dès”) adquiere un mayor sentido en su estudio Los signos en rotación (1965)  y las metáforas posteriores del cubilete y la sonaja de semillas que son parte del quehacer poético.  A Paz le preocupó al mismo tiempo la infinita y casi automática combinabilidad de los signos lingüísticos y la forma tan fácil como éstos pueden dejar de significar, o ser “amordazados” como dice Blanco. Return
5  El libro de Enrique Florescano Etnia, estado y nación: ensayo sobre las identidades colectivas en México (México: Aguilar, 1997) contiene una discusión extensa de la fundación de Tenochtitlan, y se refiere al glifo “agua quemada o agua hirviente” como símbolo de la guerra (p. 150). Return
6  En octubre de 1968 Octavio Paz renunció a su puesto de embajador de México en la India, cuando el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz ordenó la acción del ejército contra los estudiantes que participaban en una manifestación masiva en la llamada “Plaza de las Tres Culturas”.  En esa plaza se encuentra la antigua pirámide de Tlatelolco, la iglesia colonial de Santiago (el apóstol santo venerado por los peregrinos en Compostela y apodado “Matamoros” por los españoles debido a su intercesión en la reconquista, ) y un grupo de edificios de apartamentos conocidos como “Unidad Tlatelolco” de arquitectura contemporánea. Return
7  En su ensayo “Will for form” o “La voluntad de forma” con que Octavio Paz presenta el libro Mexico, Splendors of Thirty Centuries (New York: The Metropolitan Museum of Art, 1990), dice el poeta que el arte mesoamericano estaba “asfixiado” de símbolos, como la poesía de Ezra Pound lo estaba por las citas y alusiones eruditas (p. 8).   Véase el minucioso estudio de Justino Fernández, Coatlicue: Estética del arte indígena antiguo.  México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1959. Return
8  El concepto de “superimposición” contrasta con los nuevos modelos de “culturas híbridas” y la oposición “hegemonía-subalternidad” de los críticos postmodernos o postcoloniales. Sin embargo es notable la percepción por parte de Paz de la capacidad de las culturas indígenas de perdurar después de la conquista y la formación de las nuevas repúblicas en América Latina. Return
9  El psicoanalista Jorge Carrión, que escribió por el tiempo en que se publica El Laberinto, llega a decir que el pueblo indígena se encontraba en una etapa “de desarrollo femenino” a la llegada de los españoles.  La conquista ocasiona una regresión: “Ninguno de los símbolos católicos dice nada al alma retraída y medrosa del indio, porque él busca símbolos acogedores de índole femenina...  [hasta que] al fin encuentra meta adecuada para sus impulsos religiosos: la Virgen María.” “De la raíz de la flor del mexicano”, p. 22-23; Mito y magia del mexicano (México, Porrúa y Obegón, 1952), p. 52-53. Return
10   En las notas a su poesía completa, editada en 1990, Paz habla de esa experiencia nuevamente (Obra poética 1935-1988, 767-68). Return
11   Alan Knight estudia el indigenismo mexicano en forma detallada y matizada en su artículo “Racism, Revolution, and Indigenismo: Mexico, 1910-1940.” En Richard Graham, ed.  The Idea of Race in Latin America, 1870-1940.  Austin: University of Texas Press, 1990, 71-113. Return
12  El estudio de John Beverly sobre la relación entre los sandinistas de Nicaragua y los indígenas Misquitos es iluminador de la situación mexicana anterior a 1994.  Véase el capítulo “Hybrid or Binary? On the Category of ‘the People’ in Subaltern and Cultural Studies,” en su libro Subalternity and Representation: Arguments in Cultural Theory  (Durham: Duke Universityt Press, 1999), 83-223. Return
 

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    Last updated: December 14, 2000