Delaware Review of Latin American Studies
Issues
Vol. 15 No. 2   December 31, 2014


Vestigios de la Sprachkrise austríaca en Rayuela de Cortázar

Eleftherios Makedonas
Universidad Abierta de Grecia
lefmak@gmail.com



Resumen:
El ensayo detecta en Rayuela de Cortázar una postura altamente crítica acerca del lenguaje y su capacidad de representar eficazmente el mundo, tal como se creyó dentro de la cultura Occidental oficial, especialmente a partir de la Ilustración. Se la sitúa a la novela dentro de una larga tradición “apofática” aunque el análisis se limita a las manifestaciones más recientes, de carácter laico, de la misma. Se prestan elementos de pensadores y poetas tan dispares como los empiristas Bacon y Locke, los precursores del Posmodernismo Blanchot y Bataille, los autores irlandeses Joyce y Beckett, y el poeta-testigo presencial de Auschwitz, Paul Celan. Pero sobre todo se enfoca en las respectivas ideas radicales de Nietzsche y los pensadores de la llamada Sprachkrise austríaca.

Palabras clave: Sprachkrise, Nietzsche, Wittgenstein, Hofmannsthal, Mauthner, Blanchot, Beckett

Abstract
The article detects in Cortázar’s Rayuela a highly critical stance towards language and its capability of efficiently representing the world, as has been believed within the official occidental culture from the Enlightenment on. The novel is situated within a long “apophatic” tradition, although the analysis is limited to its most recent, secular manifestations. Various elements are borrowed from many dissimilar thinkers and authors like the empiricists Bacon and Locke, the precursors of Postmodernism Blanchot and Bataille, the Irish authors Joyce and Beckett, and the poet-eyewitness of Auschwitz Paul Celan. But primarily, the focus is on the respective radical ideas of Nietzsche and the thinkers of the so-called Austrian Crisis of language.

Key words: Sprachkrise, Nietzsche, Wittgenstein, Hofmannsthal, Mauthner, Blanchot, Beckett

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.Introducción
Se propone que se pueden localizar en Rayuela vestigios de una desconfianza radical hacia el poder del lenguaje de representar eficazmente el mundo, hasta el punto de poder detectar en ella toda una teoría lingüística, que muestra demasiado rectas correspondencias con algunas corrientes de pensamiento no convencional dentro del seno de la Europa moderna como para ser del todo casual. Si bien queda bastante obvia la procedencia de muchas de las posturas encontradas en la novela de una larga tradición apofática1 en el marco europeo, cuyo inicio se remonta a los neoplatónicos griegos, el análisis se restringe a las más recientes repercusiones de dicha tradición, que ya ha perdido su carácter religioso y místico y se ha vuelto plenamente laica.

Partiendo del pensamiento de Nietzsche como fuerza motriz principal de la génesis de dichas corrientes, el análisis se extiende hasta toda una teoría gnoseológica y epistemológica detectable en Rayuela. Cortázar acusa el lenguaje de mero artilugio ficticio creado por nuestro pensamiento binario, carente de cualquier contenido sustancial, y se pronuncia contra la respectiva tradición oficial del mundo occidental, reinante especialmente a partir de la Ilustración, que predicó que el Logos sí puede describir eficazmente nuestro mundo, y a la vez, crear conocimiento real y de valor práctico. Este es el elemento que emparienta a Cortázar con algunos filósofos y poetas europeos, bastante dispares entre sí a primera vista, como los pensadores austríacos de la llamada Sprachkrise de finales del siglo diecinueve a inicios del siglo veinte, filósofos franceses de posguerra que anticiparon movimientos como el Posmodernismo—con ejemplos más destacados los de Blanchot y Bataille—y poetas y autores como Joyce, Beckett o Celan, quienes también comparten el mismo escepticismo acerca del lenguaje.

La aniquilación del objeto
Se puede distinguir en Rayuela una intuición inquietante acerca de la índole del lenguaje, que desafía toda una mentalidad sobre la que se edificó nuestra cultura occidental moderna: “A map is not the territory it represents” según la ha expresado Korzybski (24). La metáfora de Korzybski insinúa que la palabra no es la cosa que designa, como usualmente creemos. “The word ‘tree’ is not the same as the tree that stands in my garden, but it is also not the same as any other tree” explican Haase y Large (31).

Otros pensadores europeos contemporáneos, independientemente de la era en la que vivieron o la mentalidad reinante a la que obedecían han retado directamente la fe excesiva en la palabra y la razón que dominó el marco europeo especialmente a partir de la Ilustración.

Plenamente inmerso en el proceso iluminador, el empirista John Locke por ejemplo, pudo distinguir en la palabra la causa principal del sinnúmero de disputas entre los seres humanos: “Fourthly, another great abuse of words is, the taking them for things” (95). En nuestro afán de “... to copy things as they really do exist; and to represent to ourselves that constitution on which all their properties depend...” (Locke 36), nosotros nos damos cuenta necesariamente del abismo infranqueable entre la palabra y lo que ella pretende describir. Abismo que se hace aún más acentuado en el caso de las “ideas complejas”2 que construimos al referirnos a cosas observables en el mundo exterior, las que Locke denomina “substances”. Toda palabra que se refiere a una “substance” según Locke debe ser por definición “inadequate” (37). “And therefore we have but very imperfect descriptions of things, and words have very uncertain significations” concluye Locke (81). Es desde esta perspectiva que Cortázar definirá en Rayuela la palabra como “la noción verbal de fuerzas, repulsas y atracciones avasalladoramente desalojadas y sustituidas por su correlato verbal” (99). La palabra como intruso que “desaloja” lo real, en vez de exactamente coincidir con ello.

Además, se trata de un intruso ficticio, hipostasiado sólo mediante la sustancia evanescente del “concepto”, núcleo elemental de nuestro mecanismo del pensamiento: “Sólo que esta realidad no es ninguna garantía para vos o para nadie, salvo que la transformes en concepto, y de ahí en convención, en esquema útil” (Cortázar 183). Pero de Nietzsche ya hemos aprendido que en la formación de cada concepto—es decir, de cada “convención” y esquematización “útil”— se supone una “omisión de lo individual y de lo real” (28), postura que al parecer suscribía también el filósofo de la lengua austríaco Fritz Mauthner, cuando calificaba los conceptos de “cáscaras huecas, sedimento de una época de fermentación, en la que el mundo deliró teológicamente durante un par de siglos, y signos jeroglíficos” (86, 87). Un desplazamiento drástico de lo real a favor de lo conceptual—y por ende irreal—parece presuponerse en la formación misma de palabra y concepto. Cuando al mismo tiempo “la naturaleza no conoce formas ni conceptos” como asevera Nietzsche (28). La palabra, el nombre, no son más que “signos simples”, es decir, “elementos que corresponden a los objetos del pensamiento” y no desempeñan otro papel que el de hacer “las veces del objeto” dentro de una proposición (Wittgenstein 58).

En tonos similares, Locke nos recuerda que nuestros conceptos, nuestras “ideas” no son más que “bare appearances or perceptions in our minds” (Locke 47), y por extensión, representaciones ficticias que en vano se esfuerzan por captar una realidad eternamente escurridiza.

Es por estas razones que Cortázar, en no pocas ocasiones, va a asociar en Rayuela el lenguaje con una sensación amarga de traición. Refiriéndose a la empresa fracasada de los surrealistas de trascender la palabra, Etienne observará que ellos: “No sospecharon bastante que la creación de todo un lenguaje, aunque termine traicionando su sentido, muestra irrefutablemente la estructura humana, sea la de un chino o la de un piel roja” (Cortázar 472). Y unas líneas más abajo: “Aunque sea cierto que el lenguaje que usamos nos traiciona...” (Cortázar 473).

La cosa real corrobora en cualquier caso su índole privilegiada de entidad “totalmente inalcanzable” (Nietzsche 26). La reducción del objeto en palabra tal vez derive de un error fundamental que se remonta al aristotelismo de la antigüedad griega, según especula Mauthner, cuando “Un caballo no se llamó simplemente ἳππος, era también un ἳππος”3 (41), ignorando que, en realidad, no existe cosa más simple y evidente que la verdad anti-aristotélica4 de que “an object is not words” (Korzybski 17).

Llevadas hasta sus extremos, premisas como las de arriba, sobre la inefabilidad del mundo real, culminan con el pensamiento de uno de los predecesores más importantes de la mentalidad posmoderna, Maurice Blanchot, quien, inspirado en la visión estética de Mallarmé, llegará hasta su expresión más radical: “... the word has meaning only if it rids us of the object it names; it must spare us its presence or “concrete reminder.” ... It causes to vanish, it renders the object absent, it annihilates it” (1995 30). No es sólo que la palabra sea incapaz de contener o de coincidir con el objeto que designa, sino que lo aniquila completamente por definición. No es posible para la palabra reivindicar una hipóstasis cualquiera sin que se desplace violentamente el objeto real que en un principio la engendró. En el concepto de un “árbol” se ha negado necesariamente la particularidad de todos los árboles reales del mundo (Haase y Large 31). De hecho, la palabra podría definirse en términos mallarmeanos como un “silenced object” (Blanchot, 1995 30) o como una desaparición de la cosa (Blanchot, 1989 43), una pérdida irrevocable de la “prior presence” del objeto real (Blanchot, 1992 36). En palabras de Etienne: “Distingamos más bien entre elemento expresivo, o sea el lenguaje en sí, y la cosa expresada, o sea la realidad haciéndose conciencia” (Cortázar 479). Existe una diferencia diametral entre realidad y lenguaje según Cortázar, diferencia que solemos olvidar, a pesar de que Locke ya nos ha advertido con suficiente antelación que “... names taken for things, are apt to mislead the understanding” (Locke 96). Y aunque el gran poeta simbolista francés Stepháne Mallarmé entreviera en la palabra una trasposición de un hecho natural en su “casi-desaparición vibratoria”:

What good is the marvel of transposing a fact of nature into its vibratory near-disappearance according to the play of language, however: if it is not, in the absence of the cumbersomeness of a near or concrete reminder, the pure notion. I say: a flower! And, out of the oblivion where my voice casts every contour, insofar as it is something other than the known bloom, there arises, musically, the very idea in its mellowness; in other words, what is absent from every bouquet. (Mallarmé 210).

La palabra fácilmente se viste de objeto real, disfrazándose de imagen mental, una vez introducida en el cerebro a través de las puertas abiertas de nuestros sentidos, para convertirse en un mismo instante en ídolo mnemónico permanente por el aparato de nuestra memoria. Sin embargo, no constituye más que un sonido5, una vibración—con méritos estéticos a veces, eso sí—arbitrariamente6 convenida entre nosotros, un designador7 con valor meramente deíctico8 y no factual, y por ende, una entidad abstracta y vacía, una nada. Según el estilo desarmante de Mauthner: “el lenguaje ... no es una cosa real” (73). De ahí la sensación fantasmal que recorre toda Rayuela de que nuestra “herramienta principal, el logos” no es más que “una estafa perfecta” (182).

“Un horror mallarmeano”
Y sin embargo, este carácter engañoso de la palabra conserva en sí cierto encanto estético indudable. Si bien hoy en día poseemos alguna conciencia del peligro de basarnos excesivamente en la fuerza de la palabra, todo el movimiento artístico Modernista podría definirse como una deificación de la “cáscara” en vez de la “banana” (Cortázar 472), una elevación del medio artístico a meta única del Arte, una expulsión irrevocable de lo real en pro de lo poético tal como lo ha concebido el artista-Dios. Y aunque Cortázar coincide a grandes rasgos con Mallarmé en la idea de la relación conflictiva entre el objeto real y su representación sonora que es la palabra—en realidad, se trata de una relación de exclusión mutua como ya se ha comprobado—el primero se abstiene tenazmente de la esteticidad intransigente que predicó Mallarmé: “En cambio el plano meramente estético me parece eso: meramente. No puedo explicarme mejor” (Cortázar 507) escribe el Cortázar-Morelli en su Morelliana, su manifiesto lingüístico-estético del capítulo 112. Postura diametralmente opuesta a la respectiva del poeta simbolista francés, quien justamente en la aniquilación del objeto, en el despojo por la palabra de toda su realidad, entrevió más bien la génesis de la Poesía: “As opposed to a denominative and representative function, as the crowd first treats it, speech, which is primarily dream and song, recovers, in the Poet's hands, of necessity in an art devoted to fictions, its virtuality” (Mallarmé 210, 211). Con el carácter virtual y onírico del lenguaje se hace posible una poetización del mundo tangible cuya recompensa es el placer estético. Es justamente allí donde se hace desaparecer el objeto que el Poema nace. Y Mallarmé no vacila ni un momento en tomar partido por la extinción de lo real en nombre de la sonoridad, el encanto vibracional, la esteticidad pura de imagen y palabra.

No es así con Morelli, quien “... entiende que el mero escribir estético es un escamoteo y una mentira, que acaba por suscitar al lector-hembra, al tipo que no quiere problemas sino soluciones...” (Cortázar 470). Al Morelli-Cortázar le “hubiera gustado entender mejor a Mallarmé, su sentido de la ausencia y del silencio”, sin embargo tiene plena conciencia de la decepcionante verdad que, cuando de palabras se habla, no se trata de más que “figuras” mentales, cuando ya es sabido que es “Tan difícil escapar de ellas, con lo hermosas que son” (Cortázar 589).

Ciertamente, si de Wittgenstein ya sabemos que la “figura” no es más que “un modelo de la realidad” (53). Siendo simplemente una forma mediante la que se procura representar el mundo, un “patrón de medida aplicado a la realidad”, la palabra sólo “llega hasta ella”, y nunca podrá ir más allá de simplemente “tocar el objeto a medir” (Wittgenstein 54). Está siempre condenada a retroceder a su existencia “hermosa” pero tan tristemente vacía nada más logra “llegar” hasta los confines de la realidad. Su límite último siempre va a ser el mundo hacia el que apunta. En términos Wittgensteinianos, “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” (111). La relación del lenguaje con el mundo que pretende describir no puede ser sino figurativa, por lo que no se diferencia de la relación entre un “disco gramofónico” y la música en sí (Wittgenstein 67).

Es por estas razones que, contrariamente a Mallarmé, “el viejo parece despreciar cada vez más” el mero valor estético de la literatura que se da cada vez que el escritor se entrega obedientemente a los preceptos de un lenguaje que “le han vendido” exactamente como “la ropa que lleva puesta y el nombre y el bautismo y la nacionalidad” (Cortázar 478).

Al fin y al cabo, a ambos Cortázar y Morelli no les valen mucho “los órdenes estéticos” en sí, dado que sus ansiedades podrían más bien calificarse de “metafísicas”, y es que los primeros “son más un espejo que un pasaje” para las últimas (Cortázar 507). De este espejismo, de esta ilusión lingüística en la que se sienten entrapados buscan angustiosamente salir Cortázar y sus héroes en Rayuela.

Y no exactamente Hofmannsthal
Sin embargo, Morelli, por más que lo quisiera, no parece todavía bastante valiente como para dejarse sumergir de pleno en una situación de abstención total de toda enunciación verbal, en un estado de alalia intencionada—más bien, necesariamente adoptada por la concienciación repentina de su inutilidad e incapacidad absolutas—como lo hiciera Hofmannsthal. Aunque el Cortázar-Morelli es sin duda alguna muy bien informado acerca de las ideas de los grandes pensadores austríacos de la era de la Sprachkrise—Hofmannsthal incluido—se siente un tanto débil como para repetir con éxito un proyecto similar de desafío total contra la palabra: “Si mis razones fueran las del Lord Chandos de Hofmannsthal, no habría motivo de queja, pero si esta repulsión a la retórica (porque en el fondo es eso) sólo se debe a un desecamiento verbal, correlativo y paralelo a otro vital entonces sería preferible renunciar de raíz a toda escritura” (Cortázar 506). ¿Una manera literaria de engrandecer aún más el escepticismo lingüístico absoluto de Hofmannsthal—a quien Morelli indudablemente admira—en el que, diríase, se inspira toda Rayuela, o simplemente una confesión de la incompetencia de Morelli para reconstruir de manera estética- y filosóficamente coherente el proyecto de abolición del lenguaje que más de medio siglo antes habían intentado primeros los grandes austríacos del fin-de-siècle?

Tal vez ambas cosas. Pero en todo caso, no son pocas las evidencias en Rayuela de una influencia hofmannsthaliana importante. En el mismo capítulo—el 112—Morelli declara su “repulsión por el lenguaje «literario»”, tal como se manifiesta en frases tan ridículas y ajenas al habla cotidiana como “Ramón emprendió el descenso” en vez de “Ramón empezó a bajar” (Cortázar 506). Cortázar se pronuncia abiertamente a favor de lo que Mallarmé hubiera llamado “habla cruda” (Blanchot, 1995 29), resonando la crisis mental por la que pasó Hofmannsthal, cuando se dio cuenta de que ya no podía siquiera utilizar términos grandilocuentes, que tan imprudentemente utiliza la gente en su habla cotidiana. “I felt an inexplicable uneasiness in even pronouncing the words “spirit,” “soul,” or “body.” I found myself profoundly unable to produce an opinion on affairs of court, events in Parliament, what have you” escribe Hofmannsthal (121), evocando directamente las enseñanzas de su mentor intelectual, Sir Francis Bacon: “Substance, Quality, Action, Passion, Essence itself, are not sound notions; much less are Heavy, Light, Dense, Rare, Moist, Dry, Generation, Corruption, Attraction, Repulsion, Element, Matter, Form, and the like; but all are fantastical and ill defined” (3)9. Los términos que enumera Bacon son lo que John Locke—otro gran admirador suyo—denominó como “mixed modes”, es decir, palabras que se refieren a nociones que no corresponden a algún objeto directamente observable en el mundo real sino que son exclusivamente confeccionadas por nosotros, referentes de ideas y de categorías morales y lógicas humanas con una utilidad meramente social. De ahí que “they may be very deficient, wrong, and inadequate”, y a la vez, “the most liable to be faulty of any other” (Locke 38).

Hofmannsthal, obviamente inspirado en Bacon, Locke y los demás empiristas tiene plena conciencia de la vaciedad absoluta de la palabra—especialmente la grandilocuente—la que más se podría alabar de sus calidades sonoras y estéticas que de su correspondencia a cualquier cosa existente, y Cortázar va también a mostrar en múltiples ocasiones una similar aversión hofmannsthaliana hacia las “palabras grandes” como las que “tanto empleábamos por ahí y en esos días” (Cortázar 53). En todo caso se puede hablar de un “lenguaje emputecido” (Cortázar 474) que nos enmascara la realidad y—en última esencia—la humanidad misma, por no ser más que “el reflejo de una óptica y de un Organum10 falsos o incompletos” (Cortázar 470), edificado sobre los “idola fori”.11

Entonces, parece que, por más que Morelli quiera humildemente ocultarlo bajo un supuesto anti-esteticismo somero e inocuo, el mal del que él padece es en realidad mucho más profundo y cercano al respectivo del Lord Chandos. Se trata de una ruptura mucho más radical la cual se delata del modo más contundente en el único apartado de la Carta que Cortázar elige citar en Rayuela:

Así como había visto cierto día con un vidrio de aumento la piel de mi dedo meñique, semejante a una llanura con surcos y hondonadas, así veía ahora a los hombres y sus acciones. Ya no conseguía percibirlos con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se descomponía en fragmentos que se fragmentaban a su vez; nada conseguía captar por medio de una noción definida. (Cortázar 488).

Hofmannsthal ya no puede ni pronunciar palabras como “spirit,” “soul,” or “body”. Ya su relación con los “idola fori” baconianos se ha cortado definitivamente desde hace mucho. Se ha desprendido de manera irreversible de la “idolatría” de las palabras que usamos, que según Mauthner afirma “es innata en el hombre” (42). Ya objetos y hombres para él se han independizado bruscamente del “endurecimiento” y la “petrificación” de la “metáfora” (Nietzsche 32). Mejor dicho, han vuelto a reivindicar una independencia violentamente arrebatada por la palabra, de la que disfrutaban en algún remoto tiempo, cuando tal vez el hombre todavía constituyera parte íntegra del mundo natural, cuando poseía aquella apatía de la vista del animal después de un combate, signo inequívoco de una existencia que se encuentra “... essentially on a level with the world in which it moves like water in water”12 (Bataille 25). Mucho antes de la irrupción en la Historia de la mente complicada del Homo Sapiens que lamentablemente “...cannot dispense with a fulguration of words that makes a fascinating halo for it: that is its richness, its glory, and a sign of sovereignty” (Bataille 22). Una soberanía fascinante, pero a la vez ilusoria e inexistente, en realidad una poesía que, taimadamente, lleva al hombre “... from a world full of meaning to the final dislocation of meanings, of all meaning, which soon proves to be unavoidable” (Bataille 22). A la misma “dislocación”, la misma fragmentación de la que habló Hofmannsthal. Y también Mauthner, quien “...  conceives of reality as a chaos of non-related fragments”, que solamente puede entenderse a través de “... fragmentary forms of thought and expression-the aperçu, the aphorism-...” (Gray 337).

Si es que en cierto punto lejano de nuestra Historia nosotros creímos que habíamos conquistado la Realidad mediante nuestra boca, tanto Hofmannsthal como Cortázar son ambos bien conscientes de que ésta suele transgredir soberbiamente13 los límites de su jurisdicción, cuando insistentemente “...asks/For more than dim reflections/More than shadows of day” (Bonnefoy 61).

“La negación de ‘what is’”
En última esencia, en cada proferimiento de una palabra cualquiera debe existir una simultánea extinción de “lo que es”, de aquello que la palabra misma se empeñó en designar en un principio. De ahí la gran paradoja irresoluble del signo sonoro: “... there is speech only because what “is” has disappeared in what names it, struck with death so as to become the reality of the name” (Blanchot, 1992 36). Tal vez sea el rasgo principal de la palabra el querer suplantar el “what is”, el objeto real, y es tal su índole que no se satisfará hasta que éste se aniquile por completo. A tal grado se interpone la palabra entre nuestro entendimiento y la realidad, que se podría fácilmente hablar de una especie de neblina verbal que nos impide la “vista” (Locke 83).

Tal es nuestra adicción a las palabras que, según lo formula Etienne: “Ustedes si no nombran las cosas ni siquiera las ven” (Cortázar 54). Cuando Wittgenstein, ya desde hace mucho nos ha advertido al respecto: “Pero todas las proposiciones de la lógica dicen lo mismo. Es decir, nada” (96). Lo único que hacen las “proposiciones” es que “describen el armazón del mundo o, más bien, lo representan”. Su única conexión con el mundo es solamente que “Presuponen que los nombres tienen significado, y las proposiciones elementales, sentido” (Wittgenstein 119). Sin embargo, nadie garantiza que tal presuposición nuestra sea fiel a la realidad, especialmente si pensamos en que “... algo hay de arbitrario en los símbolos que usamos...” (Wittgenstein 119).

No es de extrañar pues que, atrapados dentro de nuestra celda verbal, tengamos de vez en cuando vagos vislumbres de nuestra condición de reclusos dentro de nuestros propios “modelos” de representación. Esporádicamente, algún que otro poeta, como Yves Bonnefoy, familiarizado con las veredas de una tradición de pensamiento “no-binario”,14 “apofático” o comoquiera que lo nombremos, bien marginado, inmerecidamente, en el contexto oficial del Occidente durante mucho tiempo, pero fuertemente reivindicando su verdad, al menos a partir de Nietzsche, va a emprender el esfuerzo improbable de “... to recapture the act of presence, the true place, that site where there gathers in an undivided unity what ‘is’” (Blanchot, 1992 34). Tal esfuerzo titánico implicaría el volver a fusionarse con “this broken leaf of ivy, this bare stone, a step fading in the night” (Blanchot, 1992 34), es decir con todas aquellas cosas reales “aniquiladas” y ese “what is” “desaparecido” por medio de la palabra. Significaría regresar al estado en que “... the truth of words/And the truth of wind have ceased their fight” (Bonnefoy 29). Dicho de otra manera, llegar a reconocer que las palabras son el correlato verbal de los dibujos, o sea una “realidad física” mientras “pequeñas partículas de grafito” “sobre el blanco papel”, pero a la vez nada más que “medios de representaciones, signos, imágenes antropomorfas” (Mauthner 71).

Una autorreferencialidad antropomorfa
Perplejos ante un mundo exterior herméticamente inexplicable, poseedores tan sólo de unos órganos sensoriales aparentemente insuficientes para penetrarlo y entenderlo, y a la vez rehenes de nuestro mundo interior propio—igualmente complejo e impenetrable—no tuvimos otro remedio que explicarnos el primero a imagen y a semejanza del segundo. Tuvimos que construir varios tipos de “conocimiento”—este último siendo nada más que una mera “ilusión social” (Mauthner 59)—y creer encendidamente en ellos, como si fueran algo verdadero, exactamente correspondiente al mundo real. Quisimos “entender el mundo antropomórficamente” (Mauthner 61).

Dicha empresa de supuestamente reconstruirnos el mundo tal como es en realidad a base del “conocimiento” la confiamos en la llamada Razón, aquella capacidad nuestra que, como se predicó a partir de la Ilustración, nos diferencia del resto de los animales. Razón y lenguaje—que no es más que su enunciación verbal—son dos caras de la misma moneda, las dos partes integrantes del mismo mecanismo de protección sicológica que nada tiene que ver con una comprensión exacta del mundo según explica Cortázar: “La razón segrega a través del lenguaje una arquitectura satisfactoria, como la preciosa, rítmica composición de los cuadros renacentistas, y nos planta en el centro” (185, 186). Razón, lenguaje y el conocimiento producido por ellos constituyen simplemente un depósito de memorias colectivas, obtenidas lentamente por la humanidad a través de su larga Historia: “Para nosotros, para los que el lenguaje no es más que el cómodo recuerdo del género humano, y el llamado saber no más que esta misma memoria en el orden económico individual, para nosotros no puede haber entre lenguaje y conocimiento más que ligeras diferencias. Ambos [lenguaje y conocimiento] son memoria, ambos tradición” (Mauthner 57).

Nietzsche ha explicado el proceso de la formación de conocimiento científico justamente como una acumulación de registros basados en nuestras propias proyecciones antropomorfas sobre el mundo real: “Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la “verdad” dentro del recinto de la razón” (30). Y continúa, que si damos primero una definición de lo que es un “mamífero”, y después, al examinar un camello declaramos “he aquí un mamífero”, entonces ciertamente, lo que hacemos no es más que una tautología lingüística, es tratar de modelar el mundo real según nuestras propias concepciones antropomorfas. Gradualmente, sucesivas capas de términos—o sea, de palabras—generadas por nuestro mecanismo de representación antropomorfa del mundo se amasan en nuestra memoria solidificándose en “conocimiento” y “ciencia”. Pero sucede que el mundo real, según afirma Mauthner, no conoce de cosas abstractas y términos generales, sino solamente de “individuos humanos, con actos de recuerdo y movimientos lingüísticos”, de ahí que “... el conocimiento es, como el lenguaje humano ... algo entre los hombres” (59).

Cortázar parece suscribir de pleno la misma visión del lenguaje como mero depósito de recuerdos, que en última esencia niega lo real:

Entre la Maga y yo crece un cañaveral de palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama pena, mi amor se llama mi amor... Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente... (Cortázar 115).

Hasta nuestras más “íntimas” relaciones se han aniquilado por la interpolación de la palabra, donde “palabra” es otro sinónimo para el “recuerdo”, y donde éste no es más que un “diccionario” de sensaciones y de vivencias, pero nunca las sensaciones y las vivencias en sí. De manera que en fin nuestra vida se marchita completamente por la tristeza provocada por el recuerdo, la palabra, el pensamiento: “Words, feeling, thought, always leave ashes and to live on ashes is the way of the world” (Krishnamurti, 1976 110)15.

Meras cenizas son por extensión todas nuestras llamadas “leyes científicas”, una convención social “entre los hombres”, legitimada sólo “por medio de la herencia” humana, y edificada sobre los fundamentos precarios de “nuestros cinco o seis sentidos accidentales” (Mauthner 60). Nuestros grandes “descubrimientos” científicos no han sido más que un juego infantil como el descrito por Nietzsche: el único jugador, nosotros, primero idea una “ley natural”, luego la formula matemática-, filosóficamente o lo que sea—siempre a imagen y a semejanza suya—para poder después observarla en plena función, exactamente tal como él la ideó, en el mundo exterior. Al final, tanto la vigencia eterna de la ley, como sus propias capacidades de comprensión del mundo se confirman triunfalmente.

Así con la “ley de la mínima acción”, por ejemplo: “Se ha sospechado, ciertamente, que tenía que haber” tal ley, bien “antes de saber con exactitud cómo rezaba” (Wittgenstein 124). Y lo mismo con toda la mecánica newtoniana: “... tampoco enuncia nada sobre el mundo el hecho de que pueda ser descrito mediante la mecánica newtoniana” (Wittgenstein 125, 126). Y el término “evolución” es solamente eso, un “término”, por nosotros confeccionado y arbitrariamente otorgado a algo que probablemente ni siquiera exista en realidad, de modo que “The problems of ‘evolution’ are verbal and have nothing to do with life as such, which is made up all through of different individuals, ‘similarity’ being structurally a manufactured article, produced by the nervous system of the observer” (Korzybski 51).

Precisamente. Este “observer”, nuestro ego, es una entidad del todo ficticia, hecha de memoria y palabras de la que no nos debemos fiar excesivamente como nos ha avisado J. Krishnamurti:


Now can you look without the observer?  Can you look at the tree without the past as the observer?  That is, when there is the observer, then there is space between the observer and the observed - the tree.  That space is time, because there is a distance.  That time is the quality of the observer, who is the past, who is the accumulated knowledge, who says, "That is the tree", or "That is the image of my wife." (Krishnamurti, 1971 65, 66).

A propósito, tenemos ya demasiados indicios de que hasta la noción del “tiempo”, la definida por Krishnamurti como la esencia verdadera de este “observer” inexistente, y la que tan por sentada damos en nuestra vida cotidiana, no exista tampoco, y que lo único que existe es un “proceso” otra vez por nosotros ideado, el de “la marcha del cronómetro” (Wittgenstein 126).

Entonces, lo que pasa es que “... nadie sabe sino lo que sabe, es decir una circunscripción antropológica” (Cortázar 479). Antropológica en el sentido del “antropomorfismo” absoluto de nuestro conocimiento, ciencia y lenguaje. Circunscripción, cuyos límites se definen justamente de manera “antropomorfa” por nuestra lógica, y nuestros sistemas semióticos, como la matemática y el lenguaje. Preguntándose Mauthner “¿No es esto una prueba de que todo es y debe ser una pura tautología, que nosotros no podemos ni comprender ni decir nada fuera de lo que ya sabemos, que el todo está aquí antes que la parte y que la frase fue primero que la palabra?” (111), coincide admirablemente con la misma problemática de Cortázar.

Al fin y al cabo, la palabra parece ser la que lo define y delimita todo: nuestra lógica, nuestro conocimiento, nuestro mundo. Un surco hondo, imprimido deficientemente sobre nuestro cerebro por algo que debe existir allá afuera, y que debe llamarse mundo, acerca del que no tenemos otro testimonio que precisamente esta inscripción defectuosa: “La lógica llena el mundo; los límites del mundo son también sus límites” (Wittgenstein 111). En palabras de Oliveira: “Wittgensteinianamente, los problemas se eslabonan hacia atrás, es decir que lo que un hombre sabe es el saber de un hombre, pero del hombre mismo ya no se sabe todo lo que se debería saber para que su noción de la realidad fuera aceptable” (Cortázar 480).

Cautivos eternos de nuestra Razón y sus vástagos sonoros, las palabras, inmersos en un mundo siempre metafórico, representado por símbolos por nosotros imaginados, parecemos como lamentablemente atrapados en una eterna tautología autorreferencial y antropomorfa, disfrazada de ciencia infalible. La triste verdad sin embargo es que tampoco el intento gnoseológico basado en la racionalidad quirúrgica de Descartes y la Ilustración europea ha tenido el deseado éxito:

Los gnoseólogos se plantearon el problema y hasta creyeron encontrar un terreno firme desde donde reanudar la carrera hacia adelante, rumbo a la metafísica. Pero el higiénico retroceso de un Descartes se nos aparece hoy como parcial y hasta insignificante, porque en este mismo minuto hay un señor Wilcox, de Cleveland, que con electrodos y otros artefactos está probando la equivalencia del pensamiento y de un circuito electromagnético (cosas que a su vez cree conocer muy bien porque conoce muy bien el lenguaje que las define, etc. (Cortázar 480).

La revolución científica no ha podido suplantar exitosamente la ya desgastada metafísica occidental porque el sólo “conocer muy bien el lenguaje” nuevo de las ciencias naturales nunca podrá crear un verdadero conocimiento humano en sí. Cortázar, en otro punto, llevará su escepticismo lingüístico, gnoseológico y epistemológico un paso más allá al aseverar que la realidad que trae “este mundo de cortisona, rayos gamma y elución del plutonio”—el nuevo mundo admirable de la ciencia y la tecnología—“tiene tan poco que ver con la realidad como el mundo del Roman de la Rose” (Cortázar 476). Y hasta querrá matizarlo con unos tintes morales más pesimistas al hablar irónicamente del “doctor en letras” y el “alergólogo eminente”, para quienes “No hay pasaje” ni “apertura”, porque no pertenecen a aquel tipo de hombre ideal, quien “no acepta esas seudo realizaciones, la gran máscara podrida de Occidente” (Cortázar 527).

A modo de epílogo: todavía lejos de la extinción total del lenguaje
La propuesta lingüística de Rayuela tiene sin embargo sus propios límites, los cuales o no quiere o no puede traspasar. Si bien informada de toda una tradición occidental de desconfianza hacia la palabra que se desarrolló al margen de la oficial, Rayuela no consigue librarse del todo de su configuración Modernista a nivel lingüístico, como tampoco lo consigue a nivel filosófico y estético (Makedonas, “Nostalgias perdidas” 114). Si bien su visión lingüística es muy afín a la de otros autores más o menos coetáneos, también enmarcados en la misma era del fin de la Segunda Guerra Mundial y el generalizado pesimismo que ella conllevó acerca de las supuestas capacidades humanas ilimitadas—la fe en el arma de la lengua incluida—se muestra sin embargo menos radical en cuanto a ambos sus intentos y resultados. Sigue por consiguiente anclada en el mismo racionalismo e intelectualismo contra el que se rebela.

Bonnefoy, por ejemplo, el poeta francés de posguerra, también como Cortázar repudió el esteticismo decorativo mallarmeano—otra “narrativa grande”16 totalizadora de la modernidad europea—por ser una especie de huida de la realidad con la que ninguna preconcepción idealizada de cualquier poeta puede coincidir (Bonnefoy y Ancekiewicz 10-11). El rechazo por Bonnefoy de la “conceptualización” estéril de la Idea, que matemáticamente conduce a “an abandonment of what is” (Bishop 196) hace eco de la respectiva predisposición de Cortázar. Sin embargo, nos cuesta trabajo admitir que el intelectualismo desaforado de Horacio pueda tener una relación más profunda con el tipo de “réalisme initiatique” que persigue Bonnefoy con su poesía (Bishop 201).

Por otra parte, tampoco se atreve Rayuela a aproximarse a las costas abruptas irlandesas en cuanto al lenguaje. Si bien a nivel filosófico o programático parece compartir con, por ejemplo, Finnegan’s Wake de Joyce, su común procedencia de un proceso de pérdida de centro17 del que sufrió el hombre occidental moderno desde finales del siglo diecinueve, como explica Derrida (Norris 133), al nivel del lenguaje Cortázar no pudo—o no quiso—ir más lejos de su glíglico, que sólo aparece en limitadas ocasiones en Rayuela18. En lo demás, la lengua se mantiene del todo perceptible en Rayuela. Además, es la del intelectual latinoamericano erudito y pedante que se ha impregnado de una Francia y una Europa que se encuentran a punto de estallar del exceso de conocimiento, ciencia y arte ofrecidos. A Joyce tampoco le faltó la erudición, pero en su Finnegan’s Wake pudo evitar a nivel filosófico cualquier tipo de Absoluto, según la expresión de Beckett (Norris 132), despreciando cualquier sentido de temporalidad y coherencia lógica convencional entre los episodios narrados.  Mientras que, a nivel lingüístico, consiguió derrumbar completamente “the entire petrified language system” (Broch 126, 157), algo que Cortázar sólo se limitó a denunciar frásticamente19. En ambos los niveles filosófico y lingüístico Rayuela parece limitarse a declarar sus intenciones de romper con la tradición de la Modernidad sin poder de verdad romper con ellas. De ahí que sólo consiga flirtear con lo que fuera una mentalidad posmoderna, permaneciendo todavía entroncada en una Modernidad que está a punto de extinguirse.

Ni hablar de la ridiculización y aniquilación total de todo significado a las que llegó Beckett practicando la palabra proferida sin más propósito que el de una mera exteriorización forzada del aburrimiento mortífero de sus héroes-títeres. “We’re not beginning to ... to ... mean something?” se pregunta asustado Hamm en Endgame, para recibir la respuesta fulminante de Clov: “Mean something! You and I, mean something! [Brief laugh.] Ah that’s a good one!” (Beckett 108).

En Beckett el lenguaje no se ve obligado a distorsionarse gravemente como en Finnegan’s Wake de Joyce o como esporádicamente sucede en Rayuela y su glíglico. Las palabras siguen enunciándose más o menos gramaticalmente correctas, sin embargo, se niegan obstinadamente a significar cualquier cosa coherente o al menos tradicionalmente aceptable y reconocible. Junto con la concienciación de los héroes de Endgame de su falta de sentido viene una correlativa falta de sentido de las palabras que ellos van profiriendo, de manera que en el caso de Beckett sí se puede afirmar que “the meaning of language disappears as well” (Adorno 280). Es la reacción lingüística del irlandés al hecho de que después de la Segunda Guerra Mundial toda la civilización occidental murió sin saberlo, y de que “humankind continues to vegetate, creeping along after events that even the survivors cannot really survive, on a rubbish heap that has made even reflection on one’s own damaged state useless” (Adorno 262). Cortázar respondió a esos mismos efectos devastadores del Holocausto, sin embargo los materializó en Rayuela de maneras más oblicuas y ciertamente menos radicales, manteniendo en gran medida las formas novelísticas y el lenguaje tradicional del Modernismo20.

Respondiendo al mismo estímulo de lo irrepresentable de un hecho tan inconcebible como el Holocausto, y perteneciendo además a la comunidad victimizada judía, Paul Celan no tuvo otro remedio que refugiarse a una larga tradición apofática procedente justamente de los neoplatónicos griegos antiguos (Franke 621). Un discurso apofático de carácter plenamente cósmico y nada juguetón como fuera el caso de Joyce en su Finnegan’s Wake o el de Beckett con sus matices tragicómicos y burlescos. Celan no puede reírse de lo que ha vivido en el infierno de Auschwitz. Obviamente torturado por una identidad personal llena de horror y llagas profundas incurables, tan sólo pudo permitirle al lenguaje la única opción de su auto-exterminación, y por extensión, la obliteración de su correlato síquico, la Identidad, el Ego. El gesto de su suicidio debe haber sido la culminación lógica de este tipo de harakiri lingüístico que—quizás más que cualquier otro poeta del siglo XX—Celan practicó con éxito admirable: “Anonyme, namenlose Poesie. Der Dicht[un]g/innewohnender Hang zum Namenlosen” (“Anonymous, nameless poetry/Inner desire of the [poetry] for the namelessness”) (Salminen 123). El dolor infernal obliga la palabra a retirarse sin más en Celan. Cortázar todavía puede permitirse en Rayuela el lujo de examinar el problema del lenguaje serenamente, explorar varias perspectivas alrededor de ello—y hasta excomulgarlo, pero siempre utilizando palabras por todos comprensibles, nunca negándolas realmente—desde la seguridad que le ofrece el París pacífico de posguerra.

Si bien Cortázar consigue exitosamente intercalar en Rayuela casi toda una teoría filosófica de la lengua, lo hace principalmente a modo de aforismos puestos en la boca de Horacio y los demás integrantes del Club. De hecho, dicha teoría está condenada a quedar deslegitimada por el mismo hecho de su simple enunciación verbal, fiel a los cánones del mismo lenguaje que ella trata de anular. No puede poner en práctica, por más que lo anhele, lo que predica a nivel verbal. Por ende, el proyecto lingüístico de Rayuela permanece encuadrado dentro del clasicismo que justamente quisiera trascender--un clasicismo radical en su época pero que parece un tanto anticuado en comparación con otras evoluciones al respecto, dentro del Modenrismo tardío o el posterior Posmodernismo.

Notas:

1 El término procede de la palabra griega antigua ‘αποφατικός’, que significa negativo, lo contrario de afirmativo (‘καταφατικός’). Es de procedencia neoplatónica, y gradualmente se ha vinculado principalmente con la teología, y especialmente la llamada ‘Teología Negativa’, que a grandes rasgos predica que no podemos enunciar sino proposiciones negativas acerca de Dios; es decir, Dios es incognoscible e incomprensible, y por ende, tampoco podemos enunciar cualquier proposición acerca de Él. Algunos pensadores destacados dentro de la tradición apofática son Plotino (uno de los primeros neoplatónicos), Dionisio Areopagita o ‘Pseudo Dionisio’, y más tarde, dentro del marco europeo, Meister Eckhart. También, se les considera ‘apofáticas’ a muchas de las religiones orientales tradicionales. En el contexto de este artículo, el término se utiliza de una manera más general y por completo ‘laica’, en el sentido de la incapacidad de la palabra y del lenguaje – y, por extensión, de nuestro pensamiento entero – de describir y entender de una manera no mediada y directa el universo en que vivimos, y a nosotros mismos.

2 Ideas compuestas de otras ‘simples’ que se refieren a cualidades específicas de las ‘substances’, las cuales son necesariamente deficientes para describirlas de manera exhaustiva, dado que cada persona otorga a una ‘substance’ sólo un número limitado de sus cualidades, aquéllas que ha observado o percibido personalmente (Locke 76). Por otra parte, es muy dudable que podamos conocer cualquier cosa observable en el mundo exterior (‘substance’) exactamente como ella es en realidad (Locke 75).

3 Heidegger también ofrece un argumento similar: ‘For primitive man, the sign coincides with that which is indicated (113).

4 ‘[non-A] según la simbología de Korzybski.

5 ‘El lenguaje pues, no es más que una totalidad gráfica y esquemática basada en los sonidos percibidos por los antecesores hasta hoy’, según Mauthner (71).

6 ‘Porque el signo es ciertamente arbitrario’ (Wittgenstein 61).

7 Según otro exponente del posmodernismo, Jean-François Lyotard: “First of all, names are not the realities to which they refer, but empty designators which can only fulfill their current ostensible function if they are assigned a sense whose referent will be shown to be the case by an ostensive phrase.” (1989 48).

8 En palabras de Mauthner: ‘Y aun hoy mismo, en sus grados más bajos, es el lenguaje todavía deíctico. “Deme usted embutidos”. ..., el lenguaje tiene una sencillez de embutido’ (72).

9 Rivlin (43) menciona que Hofmannsthal había atendido clases de Franz Brentano quien era fuertemente influido por la filosofía de Francis Bacon. La misma Carta de Lord Chandos se dirige supuestamente a Bacon.

10 Se refiere a la obra de Sir Francis Bacon ‘Novum Organum’ en la que se basan muchas de las reflexiones de los héroes de Rayuela con respecto a la filosofía de la lengua y la ciencia.

11 Literalmente “Idols of the Market Place”, término acuñado por Bacon, el cual se define como “idols which have crept into the understanding through the alliances of words and names” (Bacon 9).

12 Se trata de la noción de la ‘immanence’ de Georges Bataille, o sea la inmediatez o la continuidad que caracteriza los animales en su interacción con su ambiente y la vida, en contraste con la ‘transcendencia’, o sea la separación de la fuente original de la vida que caracteriza al hombre (Bataille 17-19, 30-32, 73-77).

13 De ahí la indignación de Cortázar acerca de la ‘soberbia venganza del verbo contra su padre’ (100).

14 ‘El lenguaje, al igual que el pensamiento, procede del funcionamiento aritmético binario de nuestro cerebro. Clasificamos en sí y no, en positivo y negativo ... Lo único que prueba mi lenguaje es la lentitud de una visión del
mundo limitada a lo binario’. (Cortázar 440).

15 Más sobre la relación de algunas posturas filosóficas compartidas por Cortázar en Rayuela y J. Krishnamurti, en relación con la noción del lenguaje se encuentra en Makedonas (“El haikú del lavabo”).

16 Lyotard, 1984 xxiii.

17 Tanto Derrida como el teórico posmodernista Ihab Hassan han utilizado el término “decentering” para describir dicho proceso que definió el momento de transición de la Modernidad a la Posmodernidad. No es casual pues, que Ihab Hassan considere Finnegan’s Wake como una novela plenamente posmodernista (Hassan 2001: 8), mientras en Rayuela existen igualmente muchos rasgos que la emparientan con la mentalidad posmoderna (Makedonas, “Nostalgias perdidas”).

18 Sobre todo en el capítulo 68. Para más información sobre el estratagema del glíglico, consúltese Navarro.

19 “las palabras que falsean las intuiciones, las petrificaciones simplificantes” (Cortázar 319).

20 Sobre estos vestigios indirectos del trauma que supuso la Segunda Guerra Mundial y Auschwitz en Rayuela, en relación con las posturas estéticas y filosóficas propuestas en ella, consúltese (Makedonas, “Nostalgias perdidas”).


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