Delaware Review of Latin American Studies
Issues

Vol. 12 No. 1 June 30, 2011


El mensaje regeneracionista de Emma de la Barra: Stella un best-seller fin de siglo

Joan Torres-Pou
Department of Foreign Languages
Florida International University
pouj@fiu.edu


Abstract
Stella, published in 1905 by Emma de la Barra, also known as César Duáyen, was an unquestionable best-seller and the most important Argentine novel of the turn-of-the-century. However, critics have paid little attention to the text, being studied only recently by those interested in Spanish-American women writer’s production. From a multidisciplinary approach, my article studies Stella in the context of Argentine Regeneracionismo, it analyzes the different political ideas expressed in the novel and explores the reasons behind its incredible success.

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En 1905, Emma de la Barra publicó bajo el pseudónimo de César Duáyen  Stella. Una novela de costumbres argentinas. La novela tuvo un inmediato éxito de ventas y de crítica y, cuando la autoría femenina del texto fue finalmente develada, el éxito no decreció en lo más mínimo. Como señalan Bonnie Frederick y Graciela Batticuore, la casa editorial Maucci pagó a de la Barra 5.000 pesos de adelanto por la exclusiva de su próxima novela y, aunque las otras novelas de de la Barra no gozaron del mismo éxito, Stella siguió reeditándose y vendiéndose bien.1   En los años cuarenta, se la llevó a la pantalla y, a pesar del olvido en el que fue cayendo paulatinamente, no puede decirse que éste se debiera a la falta de reediciones. En la actualidad, el texto de Emma de la Barra ha sido objeto de diversos estudios que analizan la producción literaria femenina, pero los estudios que no se centran en rescatar la literatura escrita por mujeres siguen negándole el lugar que le corresponde dentro de la literatura argentina, mientras que textos mucho más mediocres gozan de una posición indiscutible. El silencio en torno a Stella resulta imperdonable, no sólo porque fue una de las novelas más leídas de su tiempo, sino porque en ella se tratan temas que son de primordial importancia para entender el proceso del desarrollo del pensamiento y la sociedad argentina.

A simple vista, el argumento de la novela es el de la típica historia sentimental de huérfanas desamparadas víctimas de una sociedad frívola y egoísta. Sin embargo, el título y el subtítulo de la novela, Stella. Una novela de costumbres argentinas, nos resultan algo desconcertantes porque, por un lado, como indica Francine Masiello, Stella no es el personaje más importante del relato (177) y, por otro, la historia no nos ofrece un texto de costumbres argentinas, como solemos encontrar en las novelas que llevan semejante subtítulo y es que, como mostraré a continuación, tanto el título como el subtítulo actúan a modo de palimpsesto tras el cual se esconde un subtexto que revela el verdadero mensaje que intenta transmitir la autora: la afirmación del rol activo que la mujer debe desempeñar en la sociedad moderna y la necesidad de que el público argentino entendiera de una vez por todas que, a diferencia de lo sustentado por Domingo F. Sarmiento en Facundo. Civilización y barbarie (1845), el obstáculo para el progreso hispanoamericano no era la barbarie sino, como había dicho en Nuestra América (1891) el escritor cubano José Martí, la falsa erudición.2

Stella narra la historia de Alejandra y Stella, de 24 y 8 años respectivamente, hijas de un explorador noruego y una dama de la alta sociedad bonaerense, las cuales, a la muerte de sus padres, se ven precisadas a acogerse a la protección de la familia materna. Discapacitada desde su nacimiento, Stella tiene una salud delicada que requiere climas templados, por lo que Alejandra se ve forzada a permanecer en la Argentina aun cuando, debido a su educación y personalidad, ella no hubiera tenido ningún problema para ganarse la vida en Noruega. A pesar de la diferencia de edad, ambos personajes nos son presentados como dos caras de una misma moneda. Las expectativas que el padre depositó en sus dos hijas así parecen confirmárnoslo, pues, mientras Alejandra fue educada como un hombre, siendo llamada familiarmente Alex, Stella, por el contrario, continuadora de la fragilidad materna, recibe el nombre con el que el padre llamaba a su esposa. Para el padre, la unión de ambas hijas es absoluta y así lo expresa: “Alejandra […] está bien preparada para arrostrar la vida. Pero la otra, mi pequeña Stella, débil hasta la impotencia […] no podría separársela de su hermana sin que no pereciera” (2).

Ante lo dicho, parece evidente la voluntad de la autora de que veamos a ambos personajes como uno solo. Sin embargo, sus dos caras no pueden ser más distintas. Por un lado, la arquetípica imagen de mujer ángel, espiritual, pasiva e incapaz; y por otro, la mujer moderna, de carne y hueso, activa y capaz. De este modo, mientras Stella tiene el don de enamorar a todos los que se le acercan, no sólo por su hermosura, sino también merced a la fragilidad y pureza que anticipan el que ella no es un ser de este mundo, Alex desconcierta por su educación masculina, su atractivo exento de coquetería y un porte que hace que todos reparen en ella. La espiritualidad de Stella invita a los que la conocen a que saquen lo más positivo de sí mismos, mientras que la desconcertante corporeidad de Alex es causa de inquietudes, temores y retraimientos. El idealismo y la corporeidad de ambos personajes nos es subrayado a lo largo del texto, ya sea de un modo directo o indirecto, como podemos apreciar en las palabras de la protagonista: “Los santos, los sabios, los conquistadores, ¿qué son sino hombres que creen? Sí, Máximo: hombres que creen en su Dios, en su Ciencia o en su Estrella” (las cursivas son mías, 117), o en las más explícitas de la voz narrativa al describirnos a Alex: “Así creció. Muy mujer, conservaba la delicadeza, el perfume, las debilidades de la mujer, sin la pedantería ni los aires pretenciosos con que suele marcar a otras el saber” (las cursivas son mías, 18).

En pocas palabras, como he sugerido anteriormente, Stella y Alex suponen en la novela un mismo ente escindido entre lo que podría definirse como dos modelos de feminidad, el tradicional masculino que ve en la mujer un ser angelical y el modelo al que aspiraban ciertas mujeres, mucho más corporal, real e involucrado con la sociedad. De ahí, que Stella, el ideal, empiece a desaparecer en el momento en que Máximo, el protagonista, advierte el atractivo que sobre él ejerce Alex, la mujer real. Para representar ese momento de crecimiento, la autora crea una escena de claras alusiones sexuales que nos sugiere el desgarramiento entre los dos alter egos femeninos. Máximo y Alejandra se enzarzan en un juego amoroso que termina en una herida:

Era una herida leve, casi un rasguño, pero la sangre escapó en abundancia. Los niños no se dieron cuenta de lo que pasaba, hasta que notaron las grandes manchas rojas que se extendían sobre su bata blanca, y a Máximo, blanco como esa bata, tratando de restañar la sangre con su pañuelo. Como si a su vez hubieran sido ellos heridos en el corazón, lanzaron un grito de horror que era un lamento…
-¡Se murió Stella! (190)

La muerte de Stella supone la liberación de Alex, quien, desde ese momento, puede prescindir de la protección de sus parientes argentinos y, en vez de caer en los brazos de Máximo como hubiera sido de esperar en una novela sentimental, regresa a Noruega donde ejerce su profesión docente dentro del seno de una sociedad que no hace distinciones entre hombres y mujeres.3   Dos años más tarde, la joven regresa a la Argentina y se encuentra con que Máximo, quien a lo largo de la novela había encarnado el desengaño de la élite intelectual, se ha reformado y ha llevado a cabo una obra educativa y política remarcable. Sin embargo, no fueron los consejos y las opiniones regeneracionistas de Alex los que tuvieron un efecto determinante en la actitud de Máximo, sino el recuerdo de Stella y su voluntad de hacerse digno de Alex. Es decir, el haber sabido reconciliar el ideal con la realidad y así dar sentido a su vida. Con lo que el mensaje final de la novela parece indicar que, aunque las mujeres son seres como los hombres que deben realizarse profesionalmente en igualdad de condiciones, tanto los hombres como las mujeres necesitan siempre de un ideal que los empuje a vivir y a desarrollar plenamente sus facultades. No es pues de extrañar que el título sea Stella, no por el papel que juega ese personaje en la novela, sino por la idea que ese nombre encierra.

Algo parecido encontramos en el subtítulo, Una novela de costumbres argentinas. Por supuesto, de acuerdo con el significado que tiene el término costumbres en la narrativa realista, la autora nos está advirtiendo que estamos ante una novela en la que se exponen las costumbres sociales y morales de los argentinos. A tal fin, el texto se divide en dos partes, la primera que transcurre en la ciudad  y la segunda en el campo, con lo que implícitamente se nos sugiere la dicotomía: civilización y barbarie. Ahora bien, tal oposición se nos narra desde la perspectiva de la protagonista, Alex, una mujer educada para salir adelante sin la ayuda de un hombre y, por lo tanto, convencida de que la educación es el único camino posible para el progreso. Es decir, por alguien que, al igual que José Martí, no se planteaba que el problema del atraso hispanoamericano se debiese a la barbarie, sino al conflicto creado por una falsa erudición desconocedora de la realidad natural de América y, por lo tanto, incapaz de comprender y de llevar a cabo el proceso civilizador que ambicionaba.4 Así pues, el contenido semántico de los espacios queda invertido. La ciudad, espacio perteneciente a la “civilización,” tiene un contenido negativo, mientras que el campo, espacio que en la tradición literaria argentina equivale a la barbarie, tiene un contenido positivo.

La primera parte de la novela relata la llegada de Alex y Stella a la mansión de sus parientes, centrándose en el interés que la joven despierta en la sociedad bonaerense, donde causa la envidia y la maledicencia de las mujeres y el acoso de los hombres. En la segunda parte, Alex lleva a los niños de la familia a El Ombú, la estancia que dio a los suyos la posibilidad de ascender económicamente. Allí, mediante el retorno a la naturaleza, la protagonista encuentra las fuerzas para iniciar una nueva fase de su vida dedicándose a la educación tanto de los niños de su familia como de los hijos de los campesinos del lugar.5

A pesar de ligeras pinceladas costumbristas al hablar de la vida de los peones de las haciendas, las costumbres argentinas que ofrece el relato únicamente tienen en común con el de las novelas realistas que llevaban ese subtítulo el aspecto de denuncia social que solía acompañarlas. De Buenos Aires sólo se nos habla de la alta sociedad, a la que se acusa de dilapidar en fiestas, juegos y viajes la inmensa fortuna que labraron con gran esfuerzo sus antepasados hacendados, pero no se describe detalladamente su comportamiento social. Se nos dice que las mujeres de la clase alta no tienen a su cargo el hogar ni poseen educación ninguna, ocupándose tan sólo de noviazgos, modas y chismes, y que los hombres no llevan el timón de la nación ni el de sus hogares. Unos son inmorales y frívolos, otros, como es el caso de Máximo, viven hastiados y tan sólo se ocupan de sí mismos. Por último, aquellos que tienen ganas de trabajar y se preocupan por el bien de la sociedad en la que viven, son vistos como raros y acaban por apartarse del entorno urbano, yéndose al campo, un medio considerado embrutecedor por los demás.6   El lujo, la ostentación y la maledicencia dominan en esta sociedad que la voz narrativa considera mala porque no quiere hacer el bien.

Por lo que respecta al campo, al igual que al describirse a los habitantes de la ciudad, el relato tampoco nos dice nada de la vida de los campesinos, si bien todos ellos, cuando escapan a la nota folklórica, son vistos positivamente si bien con cierto paternalismo. Lo positivo de estos personajes permite insistir en los vicios de los oligarcas, a  quienes se muestra como únicos responsables de la desgracia de los pobres, tanto por la explotación a la que los ricos los someten como por la equivocada manera que éstos tienen de querer hacer el bien. Un buen ejemplo, nos lo ofrece el caso de Rosa, la joven seducida por uno de los primos de Alex y a la que, a instancias de la protagonista, se le devuelve la dignidad no con la caridad, como pretende una de las damas de la familia, sino mediante el trabajo.

De hecho, el campo no tiene en la novela otra función que la de mostrársenos como el ámbito en el que es posible curar las heridas causadas por Buenos Aires, esa ciudad que ha dejado de ser la Atenas del Plata para convertirse en la Babilonia de Hispanoamérica.7 De ahí que, en la naturaleza, Alex, al igual que sus antepasados, encuentre fuerzas para renacer y trazarse metas productivas: “La Naturaleza me dio los consejos de su vieja experiencia. En su marcha incesante he visto mi deber, que no está en detenerme a llorar, sino en marchar con ella. En las plantas, en los insectos, en el agua, en las estrellas he aprendido el amplio sentido de la palabra misión” (111). Es decir, es en la naturaleza donde se encuentra la inspiración para el progreso y no en la cuestionable civilización rioplatense. De hecho, el campo permite también a la autora crear una imagen en el relato en la que se insiste sobre el fracaso de la dicotomía civilización y barbarie. Las dos haciendas, El Ombú y La Atalaya, pertenecen, la primera, a la familia de Alex y la segunda a Máximo. En El Ombú permanece el recuerdo de las fuerzas que supieron levantar una gran fortuna a partir del denodado trabajo con la tierra argentina. Es un espacio vivo, profundamente arraigado en la naturaleza, en cambio, la Atalaya es un espacio triste y simétrico, claro ejemplo de la torpe empresa civilizadora de una generación que apartó sus ojos de América. Máximo ha hecho de su hacienda un museo que recuerda Europa, pero en el que no vive nadie por lo que no ejerce ningún poder civilizador, es simplemente un mausoleo levantado a la gloria de la civilización europea. Así, cuando Alex visita La Atalaya, la visión del cúmulo de riquezas culturales almacenadas en esa remota estancia hace que se inicie una conversación con Máximo en la que se expondrán los males de la intelectualidad argentina vistos a través de una situación que nos hace pensar en la metáfora del interior en el art nouveau de Walter Benjamín desarrollada por Aníbal González en su estudio La crónica modernista hispanoamericana (33-4).

De acuerdo con González, la casa, el interior donde se vive, es el refugio del arte, de la literatura, mientras que el espacio estéril y ordenado del museo, si bien guarda la adquisición de un saber llamado a dominar sobre la naturaleza, es un espacio muerto en el que no hay lugar para la creatividad. La hacienda de Máximo es una casa convertida en museo, es decir, es un lugar que debería posibilitar la creación y en vez de ello es un mausoleo erigido a la cultura. Se entiende, por lo tanto, que la visita a ese espacio metamorfoseado de hogar en museo, lleve a Alex a preguntarse por el atraso de las artes en la Argentina. A sus preguntas, Máximo le responde, refiriéndose a la literatura, que “lo que constituye la muestra de la más alta civilización y refinamiento en una sociedad, se oculta aquí como una debilidad” (128), hay abogados, comerciantes, empleados y médicos que escriben, pero no escritores que escriben.

Al final de la conversación, ambos concluyen que la Argentina es una nación joven y rica que marcha como una nave que no tuviera jefe ni guías, porque los hombres como Máximo, que podrían ser sus guías, viven inmóviles, sumidos en un descontento vital y en un profundo pesimismo,8 y la conversación termina con una alusión a la profunda transformación del país, a la desaparición de la tradición y al carácter invasor de las oleadas de emigrantes:

Avanzamos por agregación y adopción, lo que nos va quitando todo lo nuestro. La nómina de los concurrentes a cualquier fiesta le dice a usted cómo nos eliminamos. Los nietos de nuestras grandes familias, que no han sabido mantener el rango de sus ascendientes, se substituyen por los inmigrantes, enérgicos y luchadores, pero sin alma nacional, con el patriotismo estrecho, vinculado a la prosperidad material únicamente. De ahí la indiferencia que permite todos los abusos y tiranías solapadas, y la relajación del sentido moral. (135)

La conversación termina con la reflexión de Alex, quien identifica el pesimismo de Máximo con una crisis moral de envergadura mundial que corresponde a la pérdida de las creencias, a la escalada del utilitarismo y la vida práctica, y a una incapacidad de distinguir entre el bien y el mal. El problema de la falta de timón de la Argentina no es sino consecuencia del “mal del siglo.” El profundo sentimiento de decadencia de una sociedad que apostó por la ciencia y el positivismo y que, acercándose a la Primera Guerra Mundial, advertía que sus ídolos tenían pies de barro.

A pesar de que Juan José Sebreli sostiene que el éxito de la novela se debió a que “mostraba las costumbres de la alta sociedad” (59), lo cierto es que el retrato creado por de la Barra no podía ser del todo fiel a la realidad. Las mujeres de la élite argentina debían ser mucho menos frívolas de como las describe la autora, pues ella misma era una representante de ese grupo y, junto con Elisa Funes de Juárez Celman, fundó la Cruz Roja, así como la Sociedad Musical Santa Cecilia, y es sabido que, en colaboración con Delfina Mitre de Drago y Eduardo Schiaffino (uno de los pintores más elogiados del momento y autor de la primera portada de Los raros), organizó una exposición de obras de arte en el palacio Hume de la Avenida Alvear; exposición que fue la primera iluminada con luz eléctrica reuniendo obras de Fragonard, Goya, Puvis de Chavannes, Degas, Fortuny, Madrazo, entre otros relevantes pintores y escultores. Precisamente, las artes plásticas del momento contaban con gran número de mujeres artistas, pensemos en Lola Mora, Diana Cid García (a cuya obra Rubén Darío dedicó una elogiosa reseña), Sofía Posadas, Eugenia Belín Sarmiento (nieta del prócer), además, el célebre Eduardo Sivori había abierto un estudio de dibujo y pintura para señoritas y el número de aficionadas era tan grande que en la IV Exposición del Ateneo (1896), los cuadros de pintoras eran mayoría.9 No quiero con ello decir que el conjunto de las damas de la alta sociedad tuviera aspiraciones artísticas e intelectuales, pero sin duda eran mucho menos incultas de como las pinta de la Barra en su novela. De hecho, en ese momento de ascensión pequeño burguesa, muchas de ellas empezaban ya a comprender que una cultura aristocrática, y no los vestidos y las joyas, era lo que las diferenciaría de las recién llegadas.

Sin embargo, el retrato tan negativo que en el libro se hace de ese grupo social en un momento como 1905, cuando la pequeña burguesía experimentaba cierto retroceso en su carrera ascendente causado por la crisis de 1890, debía forzosamente ser bien recibido por los que a principios de siglo constituían ya el gran público lector, es decir, por la pequeña burguesía y la incipiente clase media. Probablemente, gran parte del éxito de ventas de la novela se debió precisamente al interés y a la envidia que la oligarquía despertaba en la pequeña burguesía. En Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, Sebreli hace una observación que viene al caso citar aquí: “En el período de apogeo de la oligarquía, las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, la pequeña burguesía aprendía detalladamente los nombres de los miembros de la alta burguesía, sus matrimonios, sus hábitos y costumbres íntimas con el mismo interés con que, más tarde, se dedicaría a las estrellas del cine y radio” (59). Eso explicaría el interés por una novela que pretendía develar los aspectos más negativos de las costumbres de la clase dirigente.

A la vista de lo expuesto, resulta evidente la inversión que la novela realiza de la dicotomía civilización y barbarie propuesta por el liberalismo decimonónico argentino. Asimismo, queda claro que la novela culpabiliza a la oligarquía de la desorientación nacional, pero que cifra en esa misma oligarquía la única esperanza de regeneración. Evidentemente, aunque en su novela de la Barra no sólo crítica a la oligarquía, sino que inclusive se arriesga a hablar elogiosamente de la intelectualidad revolucionaria que pretende demoler la autocracia rusa (la misma intelectualidad que en ese momento intentaba ya minar el poder de la oligarquía argentina), lo cierto es que es indiscutible que la autora conocía muy bien su público lector y los límites en los que debía detener la denuncia social de una novela.10

Llegados a este punto, hemos podido comprobar que tras la aparente superficialidad de la novela sentimental, Stella presenta un subtexto en el que se proponen una serie de cambios sociales que preocupaban a la autora. Por un lado, Stella, la niña ideal que da título al relato, permite subrayar la figura de Alex, modelo de la mujer culta, enérgica y emprendedora que empezaba a aparecer en la sociedad argentina. A su vez, tras la supuesta intención de ser una novela de las costumbres argentinas, lo que en realidad se nos ofrece es la denuncia de los defectos de la clase dirigente. Ahora bien, en la novela no hay condena ni del idealismo ni de la oligarquía, al contrario, se insiste tanto en la necesidad del ideal, como en que sea la misma clase que ha fallado en saber llevar el timón de la nación la que lo retome con mayor acierto y compromiso, pues sólo a ella compete encaminar el rumbo de la patria. El resultado fue pues un relato que complacía a todos, la oligarquía veía en la crítica de que era objeto una especie de catarsis de la que salir purificada y lista para volver a tomar las riendas del país, la sociedad encontraba la afirmación de un modelo femenino que ya había empezado a aceptar sin que por ello se negase la capacidad espiritual del eterno femenino, la clase media y la burguesía ascendiente se regocijaban con el retrato de una clase dirigente frívola, abúlica, inmoral y malgastadora o se extasiaban imaginándose en el papel de Alex (Cenicienta fin de siècle). Los más sentimentales lloraban con las tribulaciones de las heroínas, mientras que los más realistas recibían una dosis de optimismo, alimento poco común en la narrativa masculina de la época. Hasta los elementos sociales más radicales y subversivos podían entrever en el texto el guiño de aprobación de la autora. Por otro lado, la denuncia de Emma de la Barra era fuerte, pero su condena suave y la verdadera problemática social del país omitida En pocas palabras, la propuesta regeneracionista que planteaba la autora era una ficción al gusto de todos. De la Barra, esa joven viuda, patricia empobrecida, había sabido encontrar la fórmula para el best-seller al gusto argentino y con ello había hecho posible lo que no consiguieron ni la obra de políticos y periodistas ni la de otras mujeres que se habían dedicado afanosamente antes que ella a escribir, el profesionalizar la literatura en la Argentina, especialmente en lo tocante a la escritora.

Ahora bien, quizá el mayor mérito de de la Barra fue el haber sabido comprender dónde se encontraba el verdadero desafío para el desarrollo y el progreso de Hispanoamérica y, a diferencia de aquellos autores que insistían en querer ver en el determinismo o en el europeismo un obstáculo insoslayable, el haber develado en su novela la falsa erudición en la que las clases dirigentes basaban su proyecto civilizador, proponiendo en su lugar, un modelo de regeneración nacional sustentado en la aceptación de la identidad patria, el compromiso social  y la educación de las masas.

 

NOTAS

1 Lily Sosa de Newton sostiene, basándose en el libro de Bernardo González Arrili, Mujeres de nuestra tierra (1950), que la cantidad adelantada fueron 6.000 pesos (46).  Volver

2 Ante el europeismo de Sarmiento, Martí señala:

La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país. Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. (39)                         Volver

3 Marcela Nari (9) y Elena Grau Lleveria (216) mencionan que, con la historia de Stella y Alejandra, de la Barra desarrolla el tema de la independencia femenina y los impedimentos sociales para conseguir esta independencia. En particular, la maternidad que se nos presenta de manera simbólica mediante las obligaciones que para la protagonista supone la responsabilidad contraída con su discapacitada hermana.   Volver

4 En este sentido es significativo el que Máximo, antes de convertirse en un intelectual comprometido con su país, realice un viaje por Hispanoamérica con la aprobación de Alejandra: “Hace bien, Máximo. Es un delito en un americano que conoce todo el mundo, no conocer América.” (200).   Volver

5 En Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo (1880-1991). Derivas de la “cultura científica,” Óscar Terán habla del pensamiento de José María Ramos Mejía quien consideraba “el exceso de civilización como causa de debilitamiento y señala la necesidad de estímulos reenergizantes mediante un retorno a la naturaleza” (114). No es pues de extrañar que la literatura del periodo abunde en personajes pertenecientes a las élites en el poder conocedores de sus países y de sus gentes y con conocimientos y estudios que los cualifican para ser portadores del progreso, pero que, alienados de su entorno, debido a su excesivo europeismo, se convierten en unos neuróticos que terminan traicionando sus ideales y destruyéndose a sí mismos. Volver

6 El único miembro de la familia de Alex que nos es presentado de una manera positiva es Emilio de quien se nos dice que era feo, delgado, moreno, despreocupado en su traje, que no estudiaba, pero que leía mucho y tenía como amigos a estudiantes provincianos que vestían mal pero “trabajaban bien su porvenir, siendo los más estudiosos, los más modestos, los más ambiciosos y los más tenaces” (30). Este personaje es el único que se ocupa de los asuntos familiares, pero, incapaz de ajustarse al medio social que le impone la familia y viendo que su prima nunca le prestará atención, termina por irse a trabajar a una de las haciendas de la familia.  Volver

7 Tomo esta dicotomía de David Viñas, quien a su vez se hace eco de Sarmiento: “Buenos Aires hacia el 1900 ya no es la ‘Atenas del Plata’ a la que aspiraban los grandes románticos, sino la prolongación de ‘la Babilonia bonaerense’ que tanto había inquietado a los gentlemen del ’80” (243). Volver

8 Es éste un tema frecuente en la narrativa del periodo expuesto acertadamente en la novela del venezolano Manuel Díaz Rodríguez, Ídolos rotos (1901). Para Díaz Rodríguez, el europeismo podía convertir a los intelectuales, hombres de ciencia y artistas hispanoamericanos, en unos desarraigados que se sentían extranjeros en sus propios países y, por lo tanto, incapaces de utilizar la educación recibida para el desarrollo patrio. Volver

9 Laura Malosetti Costa dedica un apartado a la producción artística femenina de fin de siglo en su estudio Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines de siglo XIX. Volver

10 Felipe Pigna señala que la década de 1880 tuvo uno de los más altos índices de emigración y que, durante estos años, llegaron notables dirigentes socialistas y anarquistas.  En esa década se crearon centros y periódicos socialistas y en 1896 se fundó el Partido Socialista, pero los argentinos conocían las consecuencias de la oposición obrera desde 1866, año de la primera huelga. No es pues de extrañar que, en un periodo de lucha proletaria, la Argentina pusiera en vigor la ley 4.144 conocida como “de Residencia.” Esta ley, propuesta por el político y escritor Miguel Cané, hacía posible la deportación de emigrantes sospechosos de ideas subversivas. En este entorno, la aprobación que lleva acabo la protagonista de de la Barra de los intelectuales revolucionarios rusos, no puede resultar más sorprendente. Volver

 

OBRAS CITADAS

Barra, Emma de la. Edición de Mary G.Berg. Stella. Una novela de costumbres argentinas. Buenos Aires: Stockcero, 2005.

Batticuore, Graciela. La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870. Buenos Aires: Edhasa, 2005.

Frederick, Bonnie. Wily Modesty. Argentine Women Writers, 1860-1910. Tempe: Arizona State UP, 1998.

González, Aníbal. La crónica modernista hispanoamericana. Madrid: José Porrúa Turanzas, 1983.

Grau Lleveria, Elena. Las olvidadas: mujer y modernismo. Narradoras de entre siglos. Barcelona: Promociones y  Publicaciones Universitarias, 2008.

Malosetti Costa, Laura. Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina, 2001.

Martí, José. “Nuestra América.” 1891. En Política de Nuestra América. México: Siglo Veintiuno, 1989.

Masiello, Francine. Entre civilización y barbarie. Mujeres nación y cultura en la Argentina moderna. Buenos Aires: Beatriz Viterbo Editora, 1992.

Nari, Marcela. “Alejandra. Maternidad e independencia femenina.” Feminaria VI: 10 (1993): 7-9.

Pigna, Felipe. Los mitos de la historia argentina. 2. De San Martín a “El granero del mundo.” Buenos Aires: Planeta, 2005.

Sebreli, Juan José. Buenos Aires, vida cotidiana y alienación. Buenos Aires, ciudad en crisis. 1964. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2003.

Sosa de Newton, Lily. “César Duayen, una mujer que se adelantó a su tiempo.” En Todo es  historia. (1993): 46-48.

Terán, Oscar. Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo (1880-1901). Derivas de la “cultura científica.” Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000.

Viñas, David. Literatura argentina y política. I. De los jacobinos porteños a la bohemia anarquista. 1964.Buenos Aires: Santiago Arcos Editor, 2005.

 



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